Detrás de cada militante que ha portado un arma en el conflicto armado también hay una historia de vida. María Deisy Quistial, una mujer indígena campesina, exintegrante del movimiento guerrillero Manuel Quintín Lame, desmovilizado en 1991, cuenta la suya.
Por: Eliseth Peña.
Nunca olvidaré que todos los relojes no marcan de la misma forma los segundos. Teníamos que entrar faltando un cuarto para las cinco, se haría un solo asalto y sonaría un solo tiro.
Los que se encontraban en la vía Panamericana empezaron disparar y todo se volvió un ‘sancocho’. Se escuchaban disparos por todos lados, pero la hora que marcaba el reloj no era la que se había acordado para el asalto al puesto de policía de Santander de Quilichao. Lo cierto es que nos metimos allá. Llegué al frente del hospital y había dos policías que no sabían si correr o disparar. Estaban asustados y nosotros también. Era nuestro primer combate con el enemigo.
Aunque había participado de entrenamientos, esa ocasión era real. Me sorprendía ver a varias mujeres agarradas dando plomo. Eran las compañeras del comando Ricardo Franco, una disidencia de las FARC liderada por José Fedor Rey, conocido como Javier Delgado. Yo, en cambio, escasamente cargaba una pistola y unas bombas caseras hechas con tubos de PVC. ¿Cómo puede pelear uno contra alguien que tiene un buen fierro mientras uno tiene una bomba de PVC?

Nos dijeron: “Mientras usted no esté seguro, no puede disparar a lo loco, tenemos que ir al objetivo”. Mi labor fue ayudar a pasar bombas, a mirar los heridos, estar pendiente, cuidar que no se nos fueran a meter por detrás.
Para la retirada debíamos escuchar las consignas “¡Manila!, ¡Manila!”. Cuando las escuché, pasó un carrito y me subí. Allí iban dos heridos del Franco. ¡Qué susto! Me monté y un compañero había escuchado mal y pensó que yo, Dalila, estaba herida.
En ese carro íbamos el conductor, un compañero que disparaba por la ventana, yo iba atrás cuidando los heridos y a mi lado iba otro compañero que me dijo: “Présteme ese fierro y coja este. Dispare si nos están disparando, vamos a pasar por el puesto de policía”.
Cuando pasamos nos dispararon. Pensé que me había muerto. Me decía: “Si no me hubiera metido aquí, estaría viva”.
Ahora me río del susto. Me tocaba y me preguntaba “¿será que estoy viva?”. Pensé que solo me había sucedido a mí esa sensación, así que pregunté a uno y otro compañero y todo el mundo decía “¡sí!, ¡sí! me pasó lo mismo, me tocaba y decía ¿estoy vivo?”.
Ese día atravesamos las calles de Santander y nos fuimos a descargar los heridos. Encontramos los carros de huida pinchados y los dueños no estaban. Nadie más sabía manejar. Era 1984 y saber conducir un carro era difícil.
Nos llovió. Caminamos cargados de equipos. Avanzábamos remolcándonos el uno al otro toda la noche. Estábamos con hambre y cansados porque además habíamos hecho nuestros rituales ancestrales de mambeo de hoja de coca con el tewala, el médico tradicional y la toma de “chirincho”, una bebida que ofrecemos a nuestros espíritus. Los rituales nos ayudaron mucho.
Después de todo lo que se vivió en esa toma, estaba asustada. No me sabía orientar, estaba despistada. Todo el mundo estaba cansado, con sueño. Sentados a la orilla del camino nos fuimos acomodando en un montecito. Como a las seis de la mañana pasó el helicóptero.
La toma de Santander tuvo mucha resonancia en los medios en enero de 1984. Con ella se quería mostrar al pueblo colombiano que se estaba creando el movimiento indígena para defender nuestros derechos. La toma fue notable en el país. Se decía que los indígenas ya no estaban solos, que había nacido un movimiento que defendía sus luchas populares. Desde ahí el movimiento empezó a tomar fuerza.

Los recuerdos de mi infancia
Somos indígenas. Vengo de una familia muy pobre, éramos terrajeros, es decir, pagábamos a un terrateniente por el pedazo de tierra donde trabajábamos y vivíamos. Mi papá era pastuso, mi mamá, de los lados de Totoro. Nací en la vereda El Jazmín, que en aquella época se llamaba Santana.
Para ir a la escuela el recorrido era de dos a tres horas. Se estudiaba de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. La mayoría de los niños empezábamos a ir a la escuela cuando teníamos entre los ocho y los diez años.
Un recuerdo que me impacta y que en mi tierra marca la lucha ocurrió para la fiesta del Día de la Madre. Vivíamos casi a la orilla de un río. Los indígenas hacemos las casas en las orillas de las quebradas porque nos toca cargar el agua. Ese día por la parte alta de la montaña pasó un muchacho de 15 años asustadísimo corriendo. Decía que habían matado a Petronila, una vecina del sector, a su hija que se llamaba Teresa y a la nieta de dos años. La bebé sobrevivió porque solo le cortaron el brazo.
Todo el mundo se fue a asomar. Esa gente había matado hasta a dos perros. Todo el mundo estaba asustadísimo. ¡Era una tragedia! El niño que vio a los autores del crimen se había escondido encima de un tanque. La niña fue trasladada a Mondomo. La comunidad se reunió, estuvo pendiente y los pobladores iniciaron investigaciones para saber quién cometió los asesinatos.
La familia era gente que trabajaba en una finca y simplemente pedía que se les reconociera el tiempo de trabajo. Ellos reclamaban cincuenta mil pesos. Era mucha plata en aquel tiempo. Para no pagarles los mandaron a matar, pero no fue el propio dueño, porque él ya había muerto y era muy buena gente.
Mi papá también era terrajero. Mi hermano se había ido a explorar tierras baldías en el Naya y mi papá quería seguir su ruta. Cuando el señor para el que trabajaba se enteró de que se iba, le dijo que estaba muy viejo para que se pusiera a voltear con sus hijos. Así que le marcó un pedazo para que trabajara la tierra.
El señor le dijo: “Floro, te vas muy lejos, mejor te voy a dejar tu pedazo de tierra, siémbrale cabuya”.
Él había quedado de darle escrituras pero tuvo un accidente y se mató. Entonces llegó su familia a querer sacar por las malas a todas las familias terrajeras. Nosotros éramos vecinos de la familia que mataron y sabíamos que seguíamos en la lista. Fue un momento muy duro.
A los días se descubrieron los autores, estaba involucrado un señor llamado Elí Mosquera y cinco hombres más. Les habían pagado los cincuenta mil pesos para que mataran a la familia.
Esa finca empezó a irse para abajo y el ambiente se puso muy tenso en la comunidad. A uno no lo dejaban escuchar las conversaciones de los mayores, no se podía decir el nombre del papá ni de la mamá, tampoco de los vecinos. Nos decían que si llegaba gente extraña no debíamos dar datos.
Muchos terrajeros se fueron y solo quedamos tres familias. Nos dijeron que teníamos que desocupar. Mi papá dijo que el dueño le había dejado ese terreno y que no alcanzó a hacer un documento porque se murió en un accidente.
Manuel, así se llamaba uno de los familiares del difunto, le respondió a mi papá que teníamos que irnos. Mi papá le dijo que por lo menos le pagaran las mejoras que tenía el terreno. Le había sembrado café, yuca y otros cultivos de tierra caliente. No aceptaron. Esperaban a que las plantas estuvieran listas para la cosecha y las arrancaban, al café le daban machete. Todos los esfuerzos de mi padre quedaban ahí. Varias veces intentaron matarnos.
Teníamos dos perros, una perra a la que le decíamos Culebra y otro al que llamábamos Nipororo. Un día que no estábamos ladraron mucho y por ellos los vecinos notaron que había gente rara en la zona. Nos pidieron que tuviéramos cuidado.
Había una quebrada a la que íbamos a bañarnos y a jugar. Un día miércoles mi mamá se había ido para Santander. Me quedé haciendo el almuerzo para mi papá y me iba a bañar cuando subió una chica llamada Gloria. Me dijo que venía gente armada y que eran cinco. Ella estaba en la quebrada y con sus amigos subió corriendo cuando notaron que la gente armada se asomaba río arriba. Venían a matarnos. La comunidad se reunió y los persiguió. Lograron quitarles las armas. También les encontraron plata. Venían dispuestos a acabar con nosotros.
Estos hechos hicieron que la comunidad, al ver que las cosas se ponían duras, tomara justicia por sus propias manos. Se iniciaban las recuperaciones de tierra. La gente nos decía que no nos fuéramos. La situación se puso más dura y teníamos que dormir en el monte porque estaban intentando asesinarnos.
Empezó a llegar el Ejército y nos dimos cuenta de que aunque muchos vecinos luchaban por recuperar la tierra, otros llevaban información a los dueños. Cuando llegaba el Ejército traía una lista y llamaba por los nombres exactos a los comuneros, a la gente que estaba en las recuperaciones.
El Ejército llegaba a la una de la mañana, violentaba las puertas, agarraba a culatazos a la gente y amenazaba con disparar. Mi papá fue encarcelado en muchas ocasiones. En una de esas le iban a disparar y yo me paré delante de él y lo abracé. Mi papá decía que lo mataran. Era terrible.
La mayoría de los hombres que vivían en las veredas eran encarcelados en distintas cárceles por ocho, quince días, un mes y hasta tres meses.
Las señoras se echaban su niño a la espalda, los niños más grandecitos nos terciábamos las jigras, unos morrales pequeños, con piedras y garrotes. Llevábamos picas, palas y machetes para desbarrancar la vía por donde avanzaban los carros. Como la vía principal era lejana, nos agarrábamos a desbarrancar, a dañarla para que no se llevaran a todos los hombres. Siempre éramos las mujeres y los niños los que teníamos que poner el pecho y responder cuando se los llevaban a la cárcel.
Mi papá, igual que otros vecinos, muchas veces fue a parar a las cárceles de Popayán, Santander y Buenos Aires por participar en las recuperaciones de tierra. La última vez estuvieron mi papá y mi mamá encarcelados como tres años y medio. Para que me dejaran verlos tenía que ponerme a llorar. Fue muy difícil. Mi hermana Olga me llevó a trabajar a una casa de familia y terminé la primaria.
En esa época se hablaba de una organización llamada Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC. Uno de muchacho no entiende, nos decían que quedaba en Popayán, pero nunca buscamos el apoyo del CRIC. Hicimos esfuerzos para pagar el abogado. Mi hermana y yo recogimos lo que más pudimos.
Cuando salieron de la cárcel retornamos al cabildo.
Lo que había vivido en la vereda no era nada para lo que estaba pasando alrededor del Cauca. Se habían iniciado las recuperaciones de tierra y con ellas llegaban las amenazas, las torturas. Entendí que el esfuerzo que cada uno hizo en ese momento tenía un gran valor a pesar de que éramos tan jóvenes. El mayor tendría entre 30 y 35 años, si acaso. El resto éramos un poco de chicos y chicas. Sentíamos que nuestra lucha estaba reivindicando los sueños del compañero Álvaro Ulcué, un líder sacerdote de la comunidad que fue asesinado en 1984, y de aquellos que ya no estaban. La recuperación de tierras trajo consigo el respeto a la vida, el respeto por nuestra cultura, el legado que Quintín Lame nos había dejado.
El día que conocí las guerrillas
Una vez estaba con mis padres en una asamblea de cambio de cabildo en Las Delicias. Era una tarde bonita. Nos reuníamos todos los que participábamos de la recuperación de las tierras. Las recuperaciones buscaban que estas volvieran a las manos de los indígenas, pues eran las tierras que tenían los grandes hacendados del Cauca. Unas habían sido robadas y otras habían sido tomadas por la fuerza.
De un momento a otro estábamos rodeados de gente armada; gente blanca, de ojos azules, bien armados. Un compañero dijo que no nos asustáramos porque ellos venían a colaborarnos. Nos explicó todos los problemas que estaban pasando y nos pidió que estuviéramos tranquilos.
Hablaban de nuestra lucha y decían que estaban para defendernos. En esos días habían matado a unos compañeros dirigentes y ellos hablaban mucho del compañero Álvaro Ulcué. Por la muerte de ese padre realizamos la toma de la Vía Panamericana en Santander de Quilichao. Su discurso reivindicaba mucho nuestros conflictos y nuestras vivencias.

Ese día vi mujeres armadas, me acerqué y les pregunté cuáles eran los requisitos para ingresar. Me respondieron que era el cabildo quien los decía. Hablé con mi mamá y me dijo que cómo me iba a ir para la guerrilla. Pero tomé la determinación de irme.
A través de un primo averigüé sobre el grupo que nos había rodeado esa tarde; él me dijo que se trataba del Ricardo Franco. Yo apenas tenía 15 años y él me pidió que no me fuera con ellos porque se alejaban mucho de la zona. Me mencionó un grupo nuevo que estaba naciendo conformado por indígenas. Me dijo que estos patrullaban las veredas y no se iban tan lejos; además, lo conformaba la misma comunidad. Eso me llamó la atención.
Decidí entrar al grupo nuevo. Mi primo me dio las instrucciones para que hablara con el comandante encargado; en ese momento era Gildardo, realizaba una serie de inducciones para recibir nuevos integrantes. Le dije a mi primo que iría el sábado.
Mi mamá ya sabía mi decisión, así que ese sábado sacó 200 pesos, me los pasó y nos despedimos.
Creo que era noviembre. Llegué a donde estaba instalado el grupo. Me encontré con un muchacho indígena armado. Le pregunté si él era Gildardo y me dijo que no, que siguiera. Cuando llegué más abajo encontré otro compañero y él llamó a Gildardo para que me presentara.
Solo había compañeros, no había mujeres. Gildardo salió de un cambuche que estaba arreglando. Me presenté, le dije que iba para que me recibieran. Él me explicó que el grupo estaba conformado como autodefensa, me habló de todo lo del Quintín en ese momento. Me dijo que era muy duro, que uno no iba detrás de un fusil, detrás de un equipo o un uniforme, que uno iba porque tenía claros sus ideales y la lucha que se estaba llevando a cabo. Con el tiempo entendí que muchas compañeras iban porque les gustaba el uniforme, el fierro, cargar un equipo… cosas que tal vez para mí no tenían sentido.
Al regresar a casa por mis cosas me encontré a los francos. Cuando me vieron me preguntaron si iba a integrarme, les dije que no, que había cambiado y me iba con el Quintín. Me dijeron que estaba bien, que ellos también luchaban por unos ideales.
El día que salimos para la escuela de entrenamiento íbamos bastantes. En el transcurso de esa semana nos mandaron para Santander y luego cada uno fue avanzando hacia Guabito, en Caloto.
Las recuperaciones de tierra en López Adentro ocurrieron el 9 de noviembre. Las fuerzas de la Policía y el Ejército arrasaron las viviendas de 150 familias indígenas y destruyeron con máquinas todos sus cultivos.
Estas familias quedaron en la más completa miseria. Estaban padeciendo lo mismo que habían sufrido mi papá y mi mamá. Habían trabajado la tierra por años pero nadie les reconocía su labor. Les habían quemado las casas y estaban viviendo en cambuches a la orilla de la carretera hacia Corinto. Los cultivos también habían sido arrasados por el Ejército.
Allá había más afectados que en Las Delicias. Lo que había vivido con mi papá se sentía acá, el sudor de su frente estaba en el piso y yo quería reivindicar su lucha.
Poco a poco nos fuimos trasladando hacia la cordillera. Estuvimos como dos meses en entrenamiento. Fue muy duro porque uno no está acostumbrado, era sentir el frío, el hambre, el cansancio. Pero si uno tiene las cosas claras persiste. Pasado un tiempo retornamos a Las Delicias. Para el 24 de diciembre me dieron permiso de salida y fui a ver a mi papá y a mi mamá. El que quería se podía quedar en su casa. Estuve como dos días y regresé al Quintín.
En Las Delicias nos tuvieron en entrenamiento con el Franco, decían que nos íbamos a tomar un pueblo. A uno nunca le informan qué pueblo será.
El entrenamiento era duro, permanecimos como quince días esperando casi sin dormir. El día íbamos como unos 300 a la toma de Santander sin saberlo. Solo cuando nos subimos al carro nos dijeron para dónde íbamos.
Después de la toma a Santander de Quilichao continuamos en entrenamiento. Estuvimos en San Isidro, San Francisco y Jambaló entrenándonos en la parte política, organizándola mejor. Al fin y al cabo en esto éramos nuevos y era necesario crear una ideología propia para el Quintín.
Mucha gente de los cabildos mandaba a preparar a compañeros y compañeras. El Quintín Lame nunca fue una camisa de fuerza, siempre estuvo al mando y servicio de la comunidad. Eran los pobladores quienes decían qué se debía hacer y cómo debía ser.
Lo que ellos dijeran era lo que se hacía. Inclusive se fortalecieron muchos compañeros de la comunidad que fueron a aprender cómo pelear la parte política, cómo dar la lucha contra el Estado por la educación, la salud, las tierras, la cultura. Reclamaron los derechos que Manuel Quintín Lame y otros dirigentes habían defendido.
Dentro del grupo a uno como mujer lo formaban aparte. Cuando nos daban las charlas nos preguntaban qué queríamos, qué pensábamos como mujeres. Nos hablaban de la importancia de la mujer en la guerrilla. Algunas prestaban atención, pero otras no. El interés dependía de las experiencias que a cada una les había tocado vivir.
El Quintín no era de pelea, si tocaba pelear, peleábamos, pero nuestro ideal no era tomarnos pueblos. Sabíamos que debíamos recuperar armas. También peleábamos cuando nos delataban y les daban duro a nuestros compañeros. A veces se hacían tomas en los pueblos, pero no era que nos gustara estar asaltando.
Teníamos dificultades con otros grupos guerrilleros porque éramos indios y los que escasamente tenían bachillerato eran muy poquitos. Algunos habían estudiado con muchas dificultades hasta quinto de primaria. Otros ni habían pisado una escuela, pero eran personas muy valiosas.
Los otros grupos estaban integrados por personas que habían pasado por la universidad y eran más preparados. Siempre nos querían menospreciar y a veces nos querían absorber, pero estábamos listos para dar la discusión y conservar nuestro grupo. Grupos como los de las FARC al vernos, nos encendían a plomo y teníamos que responderles para defender nuestro territorio. El M-19 quería hacernos parte de ellos porque éramos un grupo pequeño, pero no aceptábamos, aunque nos habían entrenado junto con el Franco.
Del Franco es muy triste hablar por la masacre de Tacueyó. Ocurrió entre noviembre de 1985 y enero de 1986, en Toribio, Cauca. José Fedor Rey, conocido como Javier Delgado, ajustició a su propia tropa. Decía que había infiltrados en el grupo y torturó y asesinó a 164 personas entre hombres, mujeres y niños.
El grupo contaba con gente muy valiosa, muy capaz, sobre todo mujeres intelectuales que se destacaban en el campo que fuera. Nunca pensé que el comandante tuviera en mente esa masacre. Daba mucha tristeza porque cuando ellos hacían esas matanzas no sabían ni cómo justificarlas.
Recuerdo que decían que a uno lo mataron porque estaba involucrado en la muerte de Álvaro Ulcué, a otro porque lo encontraron robando la plata al intendente. Uno se quedaba sin palabras porque veía a esos compañeros muy convencidos. Esa situación sembró muchas dudas, quedó como una incógnita lo que pasó en el Franco. De todas formas ellos nos enseñaron el entrenamiento militar.
Nuestra ideología era diferente a la de grupos como el M-19, las FARC y el ELN. Habíamos surgido por los problemas que ya mencioné y por eso no podíamos dejarnos absorber. Sin embargo, tuvimos muchos obstáculos, necesitábamos conseguir fierros, estábamos mal armados, teníamos muy mala dotación.
Recogíamos lo que los otros grupos botaban. Pero tuvimos muchos problemas cuando llegó el Batallón América, liderado por Pizarro. Ese batallón lo integraban el M-19, el Túpac Amaru y el Alfaro Vive, entre otros. El Quintín participaba con la preparación de personal para combate y recuperación de armamento. Mandamos a 30 compañeros para el Valle, los mejores, y por allá los esparcieron. Fue un error.
De los que se fueron a cada uno los mandaron para diferentes escuadras y eso no era el acuerdo. Esa fue una de las falencias del Quintín que generó retroceso. En esos días de 1985 mataron al comandante Luis Ángel Monroy, conocido como Moncho. Mientras se arreglaba el problema, empezamos a buscar a los compañeros.
Al Quintín lo pusieron como carne de cañón por estar conformado por indios. De las armas que prometieron entregarles, les dieron las peores. Si acaso regresaron unos diez compañeros. Los demás se perdieron.
Nos dolió mucho porque se fueron los mejores, gente muy valiosa que no se recupera.
El regreso a la vida civil
Fue difícil porque luego de irse al monte y retornar al campo uno debe volver a vivir con su familia, no tenía un pedazo de tierra propia. Uno siente mucha incertidumbre y cree que todo el mundo lo mira mal. Se siente mucha zozobra. A pesar de haber luchado por la comunidad, uno no deja de pensar que en algún momento le pueda pasar algo.
El proceso de paz se empezó a hablar desde Pueblo Nuevo en el 88, pero no lo veíamos claro. Al final firmamos un acuerdo de paz que implicaba un compromiso grande.
Si hablamos de paz, en estos momentos no debería haber ni un muerto por un disparo de fusil. Hablar de paz requiere un compromiso no solo del presidente, también de la parte social del gobierno y los gobernantes locales, alcaldes y gobernadores.

Cuando estaba en el monte no me preocupaba por la comida, por la vivienda, el vestido y la educación. Uno cree que llegar a la vida civil es fácil, pero hay muchas responsabilidades y más si se tienen hijos. Algunos compañeros dejaron a sus mujeres asumiendo el doble papel de padre y madre. Muchos firmamos un acuerdo de paz que implicaba un compromiso no solo con nosotros, también con la sociedad.
Por el proceso salieron muchos proyectos para las comunidades. Quizás la gente no lo reconozca pero el Quintín dejó acueductos, vías de comunicación y otros logros para la comunidad.
Mujeres hubo siempre bastantes pero en el momento del proceso de paz solamente éramos como 25 o 26 mujeres las que firmamos el acuerdo. Hubo otras compañeras que debido al temor de ser perseguidas, no quisieron hacer parte del proceso.
Luego de la desmovilización llegué a Popayán a pagar arriendo y subsistir. Tenía dos hijas. Trabajé en la Fundación Sol y Tierra como recepcionista hasta julio de 1991, cuando estaba en embarazo de mi tercera hija.
Terminé el bachillerato en 1998. Estudiaba los fines de semana con una alianza para los desmovilizados del Quintín y el M-19, apoyada por Fundemos, la alcaldía y la Fundación Sol y Tierra. En el 2000 realicé estudios de auxiliar de enfermería y trabajé en el hospital de Jámbalo como promotora de salud. Uno necesita desenvolverse y crecer intelectualmente. No me preocupan los estigmas por ser exguerrillera. Sé del aporte que puedo hacer por mi comunidad.
Debido a las negociaciones del 91, el Incoder nos entregó algunas tierras pero todas las compañeras no fueron acreedoras. Estábamos muy desubicadas a pesar de que veníamos de un grupo guerrillero. Nos faltaba proyectarnos. Muchas no les prestaron atención a la adjudicación de tierras. Sin embargo, ellas están dentro de las comunidades, algunas compañeras trabajan con el cabildo.
Hoy con mi familia estoy dedicada a una empresa familiar de lechería. Queremos demostrar que no solo sabíamos tomar una escopeta, también sabíamostrabajar el campo.


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El movimiento Armado Quintín Lame fue un grupo guerrillero conformado en su mayoría por indígenas. Tomó el nombre de Manuel Quintín Lame (1880-1967), quien fue el primer indígena en reclamar los territorios y la autonomía del pueblo indígena. Surgió con el propósito de defender a las comunidades de la represión de los grandes terratenientes del Cauca. También motivaron la toma de armas los asesinatos de líderes como Justiniano Lame, Marco Aníbal Melenje, Avelino UL y Álvaro Ulcué Chocué, primer sacerdote indígena.
Durante su desmovilización defendió el reconocimiento de los pueblos indígenas en la Constitución Política de 1991. En ese año 157 desmovilizados dejaron las armas. En la actualidad los representa la Fundación Sol y Tierra y la mayoría de sus integrantes continúan trabajando en la comunidad.
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