• Skip to primary navigation
  • Skip to content
Ciudad Vaga

Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle

  • REPORTAJES
  • FOTOREPORTAJES
  • MIRADAS VAGAS
  • Show Search
Hide Search

PETRÓLEO Y SANGRE, HUELLAS DEL DESTIERRO

17 octubre, 2019 Por admin


Un ex funcionario público sentenciado a muerte por las Autodefensas Unidas del Santander y el Sur del Cesar, en Sabana de Torres, oriente colombiano, vivió un éxodo para defender su vida y la de su familia. Varios años después, la travesía continúa.


Por: Abrahán Gutiérrez,Cindy Paola Gómez Prada, María Victoria Espinosa, Gabriela Cárdenas Sáenz y Robinson Kennedy Imbachi.

Está arrodillado al lado derecho de su camioneta, una Chevrolet Luv 96. Al otro lado de la calle un vecino escucha los gritos amenazantes de los secuestradores y enciende las luces del antejardín. El Costeño, un paramilitar, sujeta a Luisa por la espalda. Ella al sentirse atacada, grita y se despiertan algunos habitantes del sector. Bernardo puede notarlo porque las ventanas de las casas empiezan a resplandecer. Implora piedad mientras piensa en sus hijos “tan pequeños y frágiles”. El sicario hala la corredera de la pistola nueve milímetros para cargarla y en seguida aprieta el gatillo. En ese momento, Bernardo despierta.

Tiene la misma pesadilla, al menos tres veces al mes, desde hace más de quince años. Es un hombre de aproximadamente 68 años. Tiene el rostro surcado por arrugas, es de contextura media y vive en el barrio Meléndez, al sur de Cali. Suele saludar con una sonrisa y nadie percibe a simple vista la tragedia que soporta. Son las tres de la tarde y en su casa la temperatura llega a 37 grados.

A uno le toca acostumbrarse a estos hornos. Aquí a todas las casas les hacen el techo de Eternit. Imagine lo que se puede sentir tenerlo todo y ahora estar en un infierno de estos….

La casa tiene escasos cinco metros de frente por diez de fondo y un segundo piso con balcón. En él hay rosas blancas, anturios amarillos, una flor del desierto y una jaula con tres canarios. Al entrar, en la derecha de la sala hay unos muebles con imitación de piel, un televisor de 20 pulgadas junto a la ventana y un computador de torre en la esquina del fondo. Encima del computador reposa un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que acompaña a la familia desde hace más de 30 años.

Su esposa, Luisa Marcela Marmolejo, una santandereana de pura cepa, es de esas mujeres que sirven un café reverberante a las tres de la tarde, mientras uno se tuesta con el sol. Saluda mientras dispone la mesa y se despide con amabilidad.

La casa queda en silencio. Bernardo toma el vaso de café y sus manos tiemblan. Fue el sexto hijo de una familia humilde de Buga, su niñez estuvo atravesada por dificultades económicas, su padre fue jornalero y él debió trabajar desde pequeño para colaborar en su casa. Con esfuerzo logró graduarse del Instituto Técnico Agrícola y poco tiempo después fue contratado como visitador por el entonces Incora (Instituto para la Reforma Agraria).

“Primero iba al Cauca, verificaba que la gente invirtiera los préstamos y analizaba la viabilidad de otros créditos. Un día necesitaban a alguien para que hiciera esas mismas labores en Santander y como pagaban más, acepté. Me tocaba la zona de Wilches, Sabana de Torres y Lebrija. Esa parte que es más costa que Santander”.

La zona era muy peligrosa, existían estaciones de bombeo de petróleo que la Esso le había entregado a Ecopetrol años atrás. Por ello diversos grupos armados hacían presencia, “era una disputa por dinero”, estaban las AUC apoyadas por el Ejército y las guerrillas del EPL, el ELN y las FARC. “En las noches, en Sabana de Torres apagaban las luces, después se escuchaban los disparos. A veces eran los paramilitares, a veces las guerrillas y, a veces los sicarios de alguien. Siempre venían a buscar alguna persona. Un día, incluso, vinieron a buscar a la hermana de Luisa Marmolejo, porque ella lideraba el sindicato de Ecopetrol”.

En Sabana de Torres, tan sólo cuatro años después de fundado en 1920, comenzaron las primeras exploraciones petroleras por la Colombia Sindicate, en la región de la Tigra. A pesar de los esfuerzos tempranos, la búsqueda fue infructuosa porque las tierras, aún ingobernables para sus nuevos habitantes, llevaron a la muerte a cientos por paludismo, picaduras de serpiente y ataques de tigres. Los norteamericanos que dirigían las obras decidieron abandonar y regalaron sus pertenencias al ferrocarril. Pero en el momento de recogerlas, para sorpresa de todos, desaparecieron sin dejar rastro, hasta un motor de una tonelada y metros de pisos en cemento.

En ocasiones algunos hacendados llamaban por créditos y aunque poseían las tierras, las habían robado a otros y pretendían que se les ayudara en el “torcido” de legalizarlas. Ofrecían plata, pero “la honestidad está por encima de todo”.

Por no torcerse aparecieron los primeros enemigos: “otros funcionarios colaboraron y consiguieron tierras, pero ahora los están procesando por complicidad con los paramilitares. Era evidente el enojo de esos criminales, incluso, algunos compañeros me decían que no me fuera a hacer matar”.

El Incora estuvo involucrado en el despojo de tierras en Magdalena Medio y el sur del Cesar. La revista Semana informó en 2013 que el Instituto Colombiano de Reforma Agraria cambiaba los listados de los beneficiarios de subsidios para compra de tierras y admitía la venta de los derechos a terceros en el Cesar, muy por debajo del precio real, mientras cientos de campesinos se veían obligados a abandonar sus territorios.

Años más tarde, cuando Bernardo ya estaba casado con Luisa Marmolejo y ambos eran funcionarios públicos, debido a presiones de jefes para favorecer a paramilitares en el robo de tierras, se retiró del Incora. Consiguió trabajo como chofer de Rodrigo Enríquez Delgado, el gamonal del pueblo que ganaba la mayoría de los contratos petroleros. Durante los trayectos por la región, Bernardo empezó a conocer las evidencias del saqueo.

Los despojos que dejaba el fuego eran la clave. Sabía que algo estaba pasando cuando llegaba a un lugar y encontraba una finca con los establos quemados o con rastros de quema de sembradíos o de pastos del ganado.

Los ‘paracos’ quemaban las tierras y si usted no cedía a la presión, al hambre de su familia o a los animales, iban y mataban a un hijo, a un primo, a veces a todos. Después hacían papeles ‘chimbos’ con ayuda de notarios torcidos en Bucaramanga, Barrancabermeja o Floridablanca y se robaban las tierras. Yo no me presté para eso”.

Una mañana soleada de 1992, el matrimonio descubre que hay un proceso de licitación en labores de reforestación en Sabana de Torres. Serían los encargados del vivero de Ecopetrol. En la noche escriben el proyecto. Se trasnochan, hacen las proyecciones de costos y presupuestos. Piden permiso en sus trabajos para no asistir y continúan así durante cinco noches.

Bernardo suele recordar el vivero: “Uno llega allá por la carretera central de Sabana a Bucaramanga, en el kilómetro 18 toma el desvío para coger a las oficinas. Lo primero que se ve es un puesto de policía. Sólo oficinas y después están las dos estaciones de bombeo”. La planicie se interrumpe por líneas de interminables tuberías que llevan el petróleo desde allí hasta Barrancabermeja, donde está la refinería. En la primera estación queda el vivero. Una malla eslabonada rodea el extenso lote donde, sembradas en bolsas y materas, crecían desde rosales hasta pinos y caoba.

Bernardo luchaba para sacar su familia adelante, mientras en las zonas rurales del Magdalena Medio, alias “Camilo Morantes”, junto a su hermano alias “Braulio”, dirigían las Autodefensas Campesinas del Santander. Estos paramilitares en 1996 se unieron al grupo del Cesar para conformar las Autodefensas Unidas del Santander y del Sur del Cesar (Ausac). Eran oriundos del Bajo Simácota, en el Carmen de Chucurí, de donde fueron desterrados por el ELN debido a los vínculos de los paramilitares con el MAS, un movimiento antisubversivo creado en la década de 1980 por Guillermo Isidro Carreño Lizarazo, un inspector de policía de Santa Helena del Opón, para exterminar simpatizantes de izquierda.

Bernardo logró obtener el contrato del vivero y sintió que el esfuerzo de tantas noches sin dormir había valido la pena. Como el negocio era rentable compró tres casas, dos en Sabana de Torres, otra en Piedecuesta y una camioneta para transportar trabajadores. Todo iba bien, hasta que una mañana a fines de 1996, encontró en el suelo, al lado de la puerta de su casa en el barrio Carvajal, un panfleto firmado por Camilo Morantes, donde lo citaban a una “reunión” en San Rafael de Lebrija, una vereda de Rionegro, municipio ubicado a 20 minutos por carretera, bajo el dominio de las Ausac. Su esposa le insistió para que no fuera, pero él pensó que “era mejor dar la cara, porque con los ‘paras’ uno no sabía”.

El teléfono suena. Aunque Bernardo lo tiene a escasos dos metros, decide ignorarlo, pero es molesto. La lumbrera del cielo revienta el techo de zinc en la casa del frente y los rayos de luz inundan la sala, mientras el timbre enloquecido suena sin parar. Salimos al balcón, frente a la casa, se puede ver el barrio El Jordán, un lomerío desierto, una marejada de cemento y tejas de Eternit, ni parecido a Sabana de Torres. Durante el día, cuando el sol se riega a raudales, recuerda cuán lejos está de todo por lo que luchó.

El día que recibió la nota, Bernardo llamó a Rodrigo para ponerlo al tanto, pero a él también lo habían citado. Ambos estaban preocupados. En la zona el ELN había sacado a la Policía; luego, a sangre y plomo, llegaron las Ausac.

Algunos contratistas decidieron reunirse y pensar salidas, pero era imposible, todos sabían a qué se enfrentaban; había rumores de asesinatos a campesinos, de comerciantes arrojados a los cocodrilos y de incineración de hombres vivos en la hacienda del paramilitar Camilo Morantes.

– Denunciemos-, propuso un contratista.

– Imposible, -interrumpió un ingeniero de Ecopetrol-. El Ejército está con los paras, la Policía está con los ‘paras’. En el momento en que detecten que estamos en esas nos quiebran hasta las mascotas. No voy a exponer a mis hijas de esa forma.

Rodrigo Enríquez Delgado y otras personas decidieron no asistir. En agosto de 1992 fueron sindicados de pertenecer al ELN por miembros de la Compañía Móvil No. 2 del Ejército y eso los hizo pensar que el verdadero propósito de la cita era asesinarlos. Bernardo, temeroso por la seguridad de su familia, asistió en la fecha acordada con la esperanza de encontrar sólo una extorsión, “al fin y al cabo ya estaba acostumbrado a que me vacunaran”. Dos días después condujo hasta San Rafael de Lebrija. La reunión se llevó a cabo en el parque. Muchos de los asistentes llevaban sacos con dinero. El jefe paramilitar ni siquiera los recibió, tampoco los contó, pidió que los tiraran en un arrume. En estas ocasiones las víctimas sabían las consecuencias de entregar menos plata de la exigida. Había muchas personas, pero cuando llegó el turno de Bernardo el paramilitar lo interrogó:

– Mano, le voy a hacer una pregunta: ¿Usted sabe cuánto vale el fusil, la comida y el sueldo de ese muchacho?

– Comandante, cómo voy a saber eso. No tengo idea-, contestó, con gesto de terror.

– Eso es lo malo con ustedes. Nunca saben nada-, replica el comandante al tiempo que manotea. Toma una hoja y parece leer unos datos.

-Eso no importa, yo sé lo suficiente: sus hijos salen a las siete al colegio, usted tiene una de las casas fiscales, una casa en el barrio… y otra en Piedecuesta, un carro nuevo…

El paramilitar enumera las actividades de la familia con todo detalle y le impone un pago equivalente a 13 millones de pesos actuales. Le advierte que de no pagar lo antes posible lo matará. Bernardo le pide una rebaja, pero Camilo Morantes no accede, en cambio le da otra opción:

– Negro, usted no es de acá y simplemente por eso no debería ser contratista. Yo calculé cuánto paga cada quien. Le doy tres opciones: o paga, o se va o se muere.

Por más avisado que esté, el soldado puede morir en la guerra 

Cuando llegó a su casa e hizo las cuentas junto a Luisa, obtuvo una verdad ineludible: no podían pagar; el monto de la extorsión excedía por mucho sus ganancias. El salario mínimo para aquel entonces era de $203.826 pesos, y el comandante de las Ausac le pedía cinco millones –casi 25 veces el salario mensual mínimo- con una frecuencia de “cuando se me dé la gana”. Para evitar exponer a la familia y cumplir con el contrato, se trasladaron a Piedecuesta y decidieron que Bernardo viajaría cada tres días a ocuparse de los asuntos del vivero.

Pasaron cuatro meses y todo estaba en aparente calma. Pero una madrugada de abril, en 1997, mientras arreglaba la camioneta Chevrolet Luv para ir al trabajo, escuchó los gritos de Luisa. Un hombre la tomó por el cuello mientras le apuntaba con un arma. Otro criminal hizo que él se arrodillara y le disparó a un lado. El hombre que sujetaba a Luisa lo empujó contra el andén. Luego, ambos hombres obligaron a Bernardo a subir en la camioneta. Luisa se puso en pie y corrió tras el vehículo. Llegaron hasta una zona rural. La polvareda no dejaba distinguir el paraje.

El auto se detuvo y uno de los hombres bajó a Bernardo, mientras el flaco gritó desde el carro: “Culebra ya sabes qué hacer” y se marchó en el vehículo. Bernardo esperaba escapar de alguna forma; sabía que, de no hacerlo, moriría esa noche. 

– Mano, usted sabe quién nos mandó. El comandante le dijo que si no le pagaba lo mataba, ¿lo recuerda?-, sentenció Culebra.

Bernardo rogó por su vida, le recordó a Culebra que tenía tres hijos pequeños que quedarían desamparados. El costeño le dijo que si no lo mataba y Camilo Morantes lo descubría, irían por su familia al Cesar y se la tirarían a los cocodrilos. El criminal de las Ausac lo advirtió para que no se le fuera a ocurrir algo, porque le dispararía sin pensarlo dos veces. Pasó una hora y mientras Bernardo suplicaba, Culebra no disparaba. A las 5:30 a.m. tomó la pistola y le apuntó a Bernardo, quitó el seguro del percutor y apretó el gatillo. El fulminante no se encendió y la bala no salió. Bernardo aprovechó la última oportunidad y sacó desesperado la billetera.

Quédese quieto que no le quiero pegar un tiro en la cara. Así por lo menos su familia reconoce el cuerpo-, dijo Culebra nervioso.Bernardo gritó a toda voz:- Costeño, mis niños, son mis niños.

Sin escrúpulos 

Bernardo descubre que ya oscureció. Mientras limpia el sudor de su cara con la mano derecha, me invita seguir a la cocina. Apenas cabe una persona entre el refrigerador –que no es nevera sino refrigerador de los que usan en las ventas de helado Colombina– y la pared. Se sienta y trata de continuar el relato. Es hora de beber su medicina. Se reincorpora y agita el frasco sobre su boca, “no sé ni dónde tengo la cabeza”. 

Algunos contratistas intentaron reunirse con Camilo Morantes para pedirle permiso de continuar con sus trabajos. Esa vez el paramilitar dispuso un camión para recogerlos en el parque de San Rafael de Lebrija y trasladarlos hasta su finca. Cuando llegaron estaban atemorizados. Bernardo se imaginó que ahí los matarían, el lago de cocodrilos de Morantes era el terror para los habitantes del Magdalena Medio. Uno de los paramilitares, de tez negra, les dijo que el comandante trajo los animales para ajusticiar guerrilleros o disidentes de la causa del paramilitarismo. 

Dos hombres con capucha tricolor cargaban el cadáver de un hombre. Había sido bastante golpeado. Morantes ordenó tirarlo sobre unos troncos y rociarle combustible. Les dijo a toda voz: “Estas son las consecuencias de no pagar y ponerse de sapo: el que me jode, lo jodo; ni siquiera le devuelvo el cuerpo a la familia”. Tomó un papel, lo encendió y lo arrojó. Bernardo trató de reconocer la víctima para avisar a los familiares, pero no pudo. El cuerpo ardía. Los contratistas supieron que se acababa de sellar un pacto en contra de su voluntad: “guardar silencio o morir”. El paramilitar dejó claro quién mandaba.

Camilo Aurelio Morantes se aseguraba de sembrar el terror con actos como ese. No hubo murmullos entre los contratistas, el lugar quedó gobernado por el más ininterrumpido silencio. Ahora tenían claro que no habían ido a negociar. Pero no fueron los únicos en conocer el terror. El paramilitar empezó a ordenar asesinatos selectivos y masacres indiscriminadas en Santander. El 16 de mayo de 1998, en un asalto a Barrancabermeja, municipio vecino, realizó una incursión que cobró la vida de siete personas y la desaparición de otras 25, once de las cuales fueron trasladadas hasta una de las veredas de Sabana de Torres, Mata de Plátano. Allí fueron asesinadas.

Al consultar las bases de datos del Centro Nacional de Memoria Histórica sobre masacres, asesinatos selectivos y secuestros, se registra que durante los años en que Camilo Morantes –asesinado por orden de Carlos Castaño en 1999- comandó las Ausac, entre 1996 y 1999, se perpetraron en Santander 56 asesinatos selectivos, 56 secuestros y 12 masacres, atribuidos a presuntos paramilitares. Las cifras se concentran en mayor proporción en las zonas de incidencia de Ecopetrol como Barrancabermeja y Sabana de Torres.

El fuego de la vida

Bernardo toma un balde y empieza a seleccionar unas papas, la mayoría están dañadas. Los tubérculos son las sobras de la tienda de una amiga, que por lo general se los regala “cuando ya están feítos para la venta”. Se ve triste. Cuando su familia llegó a Cali todos debieron dormir en una bodega abandonada. Luego cuando pusieron la denuncia y un funcionario cometió el error de incluirlo solo a él en el registro de desplazados quedaron a la deriva, sin ayuda del Estado.

**** 

Culebra, nervioso porque el arma le había fallado, sacó un cigarrillo con su mano izquierda, lo sujetó con dificultad. Temblaba. Después preguntó a Bernardo:

– Usted fuma.

– No fumo, pero tengo fósforos, permítame sacarlos. Los tengo en el bolsillo del pantalón-, contestó tartamudeando.

Siempre los llevaba para quemar las puntas de los lazos de atar las macetas: “así no se deshilachaban”.

Sáquelos, de ellos depende su vida. Si el arma se jodió es por algo.

Bernardo se los pasó y Culebra encendió el cigarrillo. El paramilitar le arrebató la billetera y la abrió. Cuando vio la foto de los niños sonriendo, lo empujó por el precipicio. Bernardo rodó y de golpe en golpe llegó al fondo. Cuando se reincorporó no había nadie. Aunque la víctima estaba segura de la relación de las Ausac con los hechos, denunció el secuestro como un hurto convencional. 

Bernardo continuó trabajando en Ecopetrol durante un año más. En ese tiempo asesinaron a muchas personas en el pueblo, empleados suyos, conocidos e incluso al ex alcalde, amigo personal de la familia, Rodrigo Enríquez Delgado. La violencia se recrudeció y los Osorio Marmolejo decidieron abandonar Santander, después de vender las casas “a precio de huevo”, como él mismo dice.

La muerte de Rodrigo Enríquez Delgado tiene muchas versiones. Al parecer, al bajar del vehículo para retirar dinero de un cajero, un hombre, que había sido empleado suyo, se acercó para saludarlo y le propinó cinco disparos. Algunos rumores plantean que el sicario, aprovechando su condición de ex empleado, se aproximó para darle un abrazo y luego le vació el revólver en el estómago. Aunque Rodrigo «siempre cargaba una escuadra», ese día no logró defenderse.

Según el Registro Único de Víctimas, en Colombia, 6.8 millones de personas dejaron sus hogares por culpa del conflicto armado: El doble de la población caleña, toda la de Paraguay. 1,6 millones han recibido asistencia entre 2012 y 2014. El Gobierno habla de 3.1 billones de pesos en ayudas, un millón ochocientos mil pesos por hogar. Casi 50 mil hogares han recibido vivienda gratuita y otros sesenta mil han sido reubicados o reintegrados a sus territorios. Han indemnizado a medio millón de personas y otro medio millón ha recibido atención psicosocial. Bernardo Osorio pertenece a los tres millones que han sido postergados o ignorados.

La lucha por el reconocimiento de los derechos

Al llegar a Cali, la familia Osorio Marmolejo intentó solicitar el acompañamiento del Estado. Primero, Bernardo y Luisa declararon ante la Unidad de Reacción Inmediata de la Fiscalía (URI). Luego, ante la Personería. Los funcionarios, para evitar un fraude, los separaron para corroborar versiones. Sin embargo, por omisión o mala fe del empleado, sólo Bernardo quedó inscrito: no incluyeron en el registro a Luisa Marmolejo ni a sus hijos, y con ello quedaron marginados de cualquier beneficio o reconocimiento estatal.

Según la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, una víctima es toda persona que haya sufrido daño –de forma individual o colectiva- desde el 1 de enero de 1985 como consecuencia de vulneraciones a los derechos humanos en el marco del Conflicto Armado. Es decir, quien padeció un secuestro, desplazamiento, desaparición forzada, violencia sexual, minas antipersona, ataques contra la población civil o despojo de tierras.  La familia había soportado al menos dos de los abusos contemplados en la Ley; sin embargo, la totalidad de sus miembros no fueron incluidos en el Registro Único de Víctimas. Esta negligencia impidió el acceso a los programas de reparación y el Estado se instituyó en segundo victimario “por acción u omisión” de sus deberes con quienes han sufrido lo indecible.

Esther J. Mulford es una trabajadora social y profesora jubilada de la Universidad del Valle, tiene amplia experiencia en capacitación jurídica para sectores populares, piensa que una de las fallas del sistema de reparación es que “el ciudadano no sabe cómo acercarse a reclamar porque siempre llega a pedir y no a exigir. A lo anterior añada el desconocimiento de la norma por parte del funcionario público. Sin embargo, el Estado no se preocupa por capacitar a sus funcionarios porque sabe que son temporales y dependen de los periodos que imponen las elecciones políticas”.

El año pasado, después de más de diez años de interponer derechos de petición, un juez falló una tutela a favor de la familia Osorio Marmolejo y ordenó incluir a los demás integrantes como víctimas. Ahora llevan a cabo un proceso contra el Estado, por lo cual Bernardo se muestra reacio a revelar su identidad. La única ayuda que le han dado durante los últimos 16 años, son 1,8 millones, es decir, una cifra cercana a nueve mil pesos por mes para “mitigar” el sufrimiento de los cinco integrantes de la familia.

Pedir la restitución de las tierras no figura dentro de sus opciones, ellos vendieron sus predios porque necesitaban huir. Volver a Sabana de Torres, a reclamar, implica muchos riesgos para la familia Osorio Marmolejo. Aunque Human Rights Watch cifra en 80 el número de reclamantes bajo amenaza, algunos informes confiables estiman en más de 360 el número de personas bajo mira de sus agresores. Y las denuncias ni siquiera alcanzan la cuarta parte de los casos de riesgo “concreto”, “serio” y “excepcional” registrados.

*** 

A los 70 años, sentado en una butaca de madera, medio encorvado, sabe que todavía le quedan algunas batallas. Al fin y al cabo es un sobreviviente, si no lo mataron los paras, ni los años de hambre y penurias, soportará hasta que se haga justicia, hasta que le devuelvan un trozo de todo lo que perdió.

“¿Sabe qué es lo más triste? Estaba desesperado. Un día decidimos olvidar todo, tratar de borrar cualquier pendejada que no nos dejara salir adelante. Entonces vacié un galón de Thinner sobre las cajas repletas de papeles. Encendí un fósforo que intentó apagarse y lo dejé caer sobre papeles. Inmediatamente se quemaron las cartas, las fotos y las colillas de la pensión. Ahora estoy pobre, sin un peso pal tinto. La llama en la sala de la casa cuando quemé los papeles era tan grande que casi se prende el techo”

Comparte

Filed Under: REPORTAJES

Comentarios

Conectar con
Permito crear una cuenta
Cuando inicia sesión por primera vez con un botón de inicio de sesión social, recopilamos la información de perfil público de su cuenta compartida por el proveedor de inicio de sesión social, en función de su configuración de privacidad. También obtenemos su dirección de correo electrónico para crear automáticamente una cuenta para usted en nuestro sitio web. Una vez que haya creado su cuenta, iniciará sesión en esta cuenta.
No aceptoAcepto
avatar
Este formulario de comentarios está bajo protección antispam
Conectar con
Permito crear una cuenta
Cuando inicia sesión por primera vez con un botón de inicio de sesión social, recopilamos la información de perfil público de su cuenta compartida por el proveedor de inicio de sesión social, en función de su configuración de privacidad. También obtenemos su dirección de correo electrónico para crear automáticamente una cuenta para usted en nuestro sitio web. Una vez que haya creado su cuenta, iniciará sesión en esta cuenta.
No aceptoAcepto
avatar
Este formulario de comentarios está bajo protección antispam

Boletín

Ciudad Vaga

Contacto:
kevin.alexis.garcia@correounivalle.edu.co

Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle
Cali, Colombia
© 2020

wpDiscuz