Decenas de locales, publicidad y silenciosas historias de vida. Este es un recorrido por los pasillos de uno de los establecimientos comerciales más populares y concurridos de la capital del Valle.
Por Derly Castaño.
Marzo 12 de 2022
En Cali, a las 5:30 de la mañana, la mayoría de las personas se mueven en silencio y los negocios aún permanecen cerrados. A esa hora, Gustavo Villa, de 49 años, atraviesa el centro de la ciudad por la calle 14 en una moto Pulsar NS 200. Debe estar presente en el centro comercial Fortuna al menos 15 minutos antes de las 6 a.m.

Al llegar, se encuentra con el orientador encargado del turno de la noche. Esta vez es “Quiñones”, un hombre de 49 años, alto, moreno y de voz suave. En Fortuna todos tienen algo bueno que decir de él, y él a todos les dice “champion”. En el Centro comercial trabajan 17 orientadores y a cada uno se le asigna una semana de horario nocturno cada 3 meses. Ellos cumplen las mismas funciones de un vigilante regular, pero en Fortuna trabajan como orientadores, tras la decisión de retirarse de la Superintendencia Nacional de Vigilancia y, de esta forma, proteger su puesto a pesar de su edad. “Mancilla”, uno de ellos, lleva 26 años vigilando los pasillos de Fortuna. Es el empleado más antiguo y suele ser callado, pero desborda conocimiento. Se sabe todas las nomenclaturas de memoria y hasta quiénes han atendido el mismo local en años pasados.

Gustavo es de las únicas cinco personas que tiene acceso a los sistemas de seguridad del centro comercial. Él ingresa la clave que desactiva las alarmas y los sensores de movimiento instalados desde la noche anterior. Es el encargado de abrir la puerta principal del establecimiento para el ingreso de personal. Así pues, casi todos los días a esa hora, se abre paso entre la oscuridad del “sótano”, el piso cero de Fortuna y el más concurrido durante el día.
Como supervisor de seguridad, Gustavo se reúne con el orientador de turno, quien le presenta un reporte de los locales que han dejado encendido el switch de electricidad la noche anterior. La lista suele ser decepcionante, pero él debe cumplir con su autoridad y les ordena proceder con una sanción.
Para entonces, el personal de aseo ha llegado y comienzan labores de limpieza en dos de los cuatro pisos del edificio. Mientras dan las siete de la mañana, hora en que llega el camión recolector de reciclaje, ya tienen listos varios kilogramos de icopor y cartón recogido de la anterior jornada. Sólo dos de los siete aseadores son mujeres, ambas cabeza de familia. Sonia, una de ellas, camina siempre con una sonrisa en la cara y, de vez en cuando, un adorno en el cabello. Su personalidad y carisma destacan por encima del uniforme azul simplón que deben usar siempre.
Gustavo pasó a tener uno de los cargos de mayor responsabilidad en Fortuna después de ejercer doce años como orientador y dos años como jefe de mantenimiento. Lo ascendieron a supervisor hace cuatro años, tras la jubilación del anterior encargado. Él mismo lo postuló al puesto. Cumple un turno seccionado: trabaja unas horas en la mañana, vuelve a su casa a las 9 a.m. y regresa desde las 2 p.m. hasta que se cierra. A pesar de eso, la mayoría de veces no regresa a su casa, prefiere almorzar en el centro y aprovechar el tiempo para hacer sus “diligencias”.
A las 7:30 de la mañana, por la misma calle 14, ya han ingresado los más de 1.200 comerciantes y trabajadores de los 350 locales y las 256 bodegas de mercancía. Los que primero llegan son los de la cocina del restaurante y las tres cafeterías.
Un comerciante le hace señas al orientador de la entrada para que abra la reja de la subestación. Este es un ascensor que lleva mercancía desde el sótano hasta las bodegas en el cuarto piso. Varios trabajadores se encargan de descargar las grandes cajas totalmente selladas. Es imposible determinar qué tanto de esa mercancía es legal y qué otro tanto es contrabando.

La Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) y la Policía Fiscal y Aduanera (POLFA) realizan actividades de revisión e incautación unas dos veces al año en el centro comercial Fortuna. Pero esto es Colombia, por ende, no se puede asegurar que estos procedimientos sean 100% protocolarios y rigurosos. Que las inspecciones sean totalmente honestas, paradójicamente, no le convendría económicamente ni a los comerciantes ni a los mismos funcionarios inconformes con su salario.
Antes de las 8:00 a.m. ingresa Martha Tovar, la secretaria y asistente contable de la oficina. Viaja en bus y después en MIO desde Jamundí hasta el centro de Cali. Como la mayoría de los treinta trabajadores directos de Fortuna, “Martica” no siempre fue secretaria. Ahí trabajó catorce años como aseadora. Hace unos seis años, decidió terminar el bachillerato los sábados que salía temprano de turno. Su foto de grado fue puesta en el tablón de noticias y novedades de la oficina de administración. Continuó persiguiendo su sueño y, sólo un par de años después, se graduó de asistente contable en un instituto que también le ofrecía estudiar los sábados. Hace dos años, su jefe, Juan Carlos Izquierdo, sin pensarlo dos veces, le ofreció la vacante de secretaria de administración.
Mientras Martha empieza a organizar facturas y hervir el café para su jefe, ingresa Lorena Ávila, “la SISO”, y se sienta en su escritorio. Trabajan la una al lado de la otra todos los días. Aunque Lorena sólo fue contratada hace un mes, ambas realizan sus labores meticulosamente pues, frente a ellas, se impone el escritorio de “Don Juan Carlos”.
Es una oficina pequeña en el primer piso, paredes azules y blancas e imágenes con pasajes cristianos aquí y allá. Juan Carlos ha sido practicante ferviente del cristianismo y, aunque quisiera infundir esta ideología en el trabajo de todos, se limita a compartir diariamente algún fragmento de la biblia y regalar, de vez en cuando, láminas con Salmos. Lleva a su natal Buenaventura en el corazón y rara vez se queda quieto. Los empleados lo tratan con mucho respeto, no sólo por ser el jefe, sino porque ha sabido ganárselo con un liderazgo equitativo.
Un comerciante de relojes se acerca enfurecido a la oficina, reclama que su puesto no tiene electricidad esa mañana. Gustavo, con voz calmada pero autoritaria, le expone el reporte de locales que incumplieron la norma de apagar las fuentes de electricidad antes de salir. Su local figura entre ellos. El comerciante cambia su actitud deliberante por una más sumisa. Cada local que sea descubierto dejando el switch encendido después de cerrar, es penalizado con tres horas sin electricidad al día siguiente. Desafortunadamente para él, la decisión de Gustavo no cambia. Este castigo se implementó para prevenir incendios provocados por cortocircuitos. Hasta ahora, Fortuna ha experimentado dos de ellos.
A las 8:30 de la mañana se abren las puertas al público, principalmente en la calle 14 y la carrera 5. Al ser fin de semana, ya hay algunas personas esperando ingresar y salir del ajetreo del centro de Cali lo antes posible. Algunos se indignan cuando la hora se acerca y Fortuna aún no se ha abierto. Parece que conseguir el repuesto para su tablet es una necesidad vital para muchos.
Poco a poco, cada local va abriendo sus persianas y limpiando sus vitrinas para recibir a los 12.000 visitantes diarios. Algunos en busca de gafas y lentes recetados por su médico, pero más baratos, y otros en busca de repuestos chinos y accesorios escarchados para sus celulares.

Al mediodía, el calor de Cali hace hervir el sótano, más por la cantidad de personas concurriendo que por la deficiencia de aire acondicionado. Los compradores se mueven de lado a lado entre los tres pisos que cuentan con locales comerciales. En medio de ellos, se escabulle algún revendedor que se esconde de los orientadores que han recibido la orden de sacarlo. Los meseros de las cafeterías y restaurantes pasan ágilmente en medio del gentío. Muchos de ellos son venezolanos que, cargados hasta de dos bandejas al tiempo, se ganan la vida repartiendo domicilios entre el ajetreo y uno que otro comentario xenofóbico tristemente normalizado.
Antes de las 2:00 de la tarde, mientras Martha almuerza desde su escritorio al tiempo que gestiona facturas desde su computador, se escucha un griterío desde afuera. En las cámaras se muestra una disputa entre una mujer, de unos 40 años, y un joven vendedor de celulares chinos. Después de generar una escena y llamar la atención de los orientadores, los dirigen a la oficina. En medio de ofensas y gritos, Gustavo, Martha y Juan Carlos, intentan hacerlos llegar a un acuerdo. Como es común en ese negocio, no siempre los celulares de segunda mano tienen el rendimiento de uno nuevo, aunque se venden como si así lo fuera.
En la tarde todo es trabajo, todos tienen algo que hacer. En este tiempo, el flujo de compradores está en su cúspide y el de los no compradores también. Por medio de radioteléfonos, los orientadores se alertan entre sí de actividades irregulares en los pasillos. Uno de ellos describe el aspecto físico y la ropa de un hombre que va deambulando. Este se acerca a una mujer de manera sigilosa y pretenciosa. De un momento a otro, se encuentran tres orientadores persiguiéndolo por las escaleras. El alboroto hace que algunos vendedores también comiencen a perseguirlo y otros lo empiezan a grabar. El destino de cada delincuente atrapado en el centro de Cali siempre es incierto y desfavorecedor.
A las 7 de la noche se cierran las rejas de las entradas secundarias. De esta forma, los compradores evacuan, poco a poco, sin tener que solicitarlo con palabras. No sucede lo mismo con los vendedores. Los orientadores se ven en la necesidad de apagar las luces para que estos agilicen su salida de Fortuna a tiempo. Es común verlos alumbrando con las linternas de sus celulares cuando no alcanzaron a organizar las vitrinas a tiempo. El último en abandonar el edificio es Gustavo y deja a cargo al orientador de turno.
Al caer la noche, casi todos han dejado atrás el bullicio que los acompañó durante el día. Cumpliendo con su rutina, se despliegan desde el centro hasta sus hogares en otros sectores de Cali, Jamundí o Palmira. Los buses y estaciones del MIO se ven atestados de personas buscando llegar pronto a sus casas.
Antes de irse a dormir, el celular de Gustavo vibra abruptamente: le notifican que uno de los sensores de movimiento de Fortuna se ha activado. Un poco agitado, se levanta de su cama inmediatamente. “Despejado, Villa”, le comunica Quiñones un momento después. Un ratón hambriento ha activado la alarma en la cafetería.
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