Desde hace tres años este cierre se ha venido concretando; pero no es el final de la historia. En el camino quedaron cientos de recicladores, desposeídos y en espera de recuperar el empleo que requieren para sobrevivir y que les fue arrebatado.
Unidad Investigativa: Christian Camilo Llorente, Martha Angulo Ríos, Juan Carlos Mora, Mario Alfonso Gaspar y Dayanna Sánchez.
Durante décadas el basurero de Navarro fue una preocupación para la ciudad: el daño producido al medio ambiente demandó durante años su inminente clausura. Desde hace tres años este cierre se ha venido concretando; pero no es el final de la historia. En el camino quedaron cientos de recicladores, desposeídos y en espera de recuperar el empleo que requieren para sobrevivir y que les fue arrebatado.
Vanessa Tejada tiene quince años y una tarea pendiente que su profesora dejó hace un mes. Cursa octavo grado y comparte salón con su hermano Jerson, dos años menor que ella. Ambos, además de la tarea, tienen otra deuda escolar: a pocos meses de terminar el año lectivo, sus matrículas aún no han sido canceladas. Su madre, Aracely Quiñonez, dice que no tiene los mil pesos para cancelar la hora de internet que les permitirá a sus hijos cumplir con su tarea, ni los sesenta mil que suman los dos recibos de matrícula. Cuando trabajaba en el botadero de Navarro, Aracely ganaba en una jornada de reciclaje veinte o treinta mil pesos; es decir, con lo ahorrado en tres días hubiese podido suplir estos gastos. Quizá también hubiera evitado que aumentara la deuda por servicios públicos que EMCALI reclama puntualmente, a pesar de que la zona donde vive Aracely es una invasión. La última factura llegó de casi ochocientos mil pesos, por dos años de deuda.
Debido a que ahora la basura es arrojada en otro municipio, los antiguos recicladores de Navarro salen a las calles a buscar nuevos puntos de reciclaje y lo hacen en grupos, pues hay muy pocas carretas para cargar el material. Aracely suele salir con dos o tres compañeros; los treinta mil que antes ganaba en basuro, ahora debe repartirlos entre el grupo. El botadero de Navarro está cerrado, decenas de familias como la de Aracely quedaron sin un sustento fijo y la Administración Municipal sigue sin brindar una solución definitiva.
Brisas del Cauca
Corre un domingo de marzo y estamos en una ferretería del barrio Alfonso López. Este es el lugar de encuentro que acordamos con Aracely. Luego de recibir nuestra llamada, llega al poco tiempo. Camina con una pequeña niña tomada de su mano, se acerca y nos saluda extendiendo una sonrisa. Recorremos las últimas cuadras que aún hacen parte del barrio Alfonso López, hasta llegar a Brisas del Cauca, el sector de invasión donde está su hogar. En este barrio se enredan calles de tierra anchas, en medio de ellas nacen algunos lunares verdes: pequeños retazos de hierba crecen en las aceras de las viviendas. Jóvenes que pasean sin camiseta saludan a Aracely. Vecinos se refugian en la sombra del umbral de sus residencias. La mayoría de casas son de un piso, y en sus fachadas, una pintura carcomida procura recubrir los ladrillos desnudos. Los techos son un collage de materiales; el zinc se apoya sobre gruesos palos de madera y lo recubren pedazos de plástico que tapan los filtros. A lo largo de las calles se hallan plantados enormes postes de energía y una maraña de hilos eléctricos cae endeble sobre los techos. En medio de las construcciones, aún sobreviven árboles y palmeras: los restos de lo que un día fue la fructífera rivera del Río Cauca.
A escasos metros de la orilla del río, se levanta el primer palo de guadua que sostiene la casa de Aracely. Es un rancho humilde; tiene paredes de ladrillo y el techo descansa sobre un esqueleto de guaduas. Ella nos invita a seguir. Aunque la sala no es muy grande, esta mujer se ha encargado de acomodar todo lo necesario: un espejo, un pequeño comedor, un candelabro y a falta de espacio en la cocina, la nevera. Nos sentamos en unos sillones amplios, ubicados al frente de un mueble metálico que alberga el televisor, el DVD y el teléfono, instalado recientemente. Aracely se sienta en otro sillón y nos habla con soltura del tema. A medida que teje su testimonio, sus ojos recorren nuestros rostros y a menudo utiliza sus manos para explicarse. Es una morena joven, pero la experiencia de su trabajo reluce en su voz. La calma de este hogar nos brinda una confianza familiar. Afuera el sol arde sobre la tierra de la calle; adentro, aunque el calor abruma, cierto hilo de frescura choca en nuestros rostros.
A la espera de respuestas
Hace algunos días Aracely no gozaba de la misma frescura que le brinda el interior de su hogar; por el contrario, en plena tarde del miércoles 23 de marzo, el sol chispeaba sobre su cara, mientras aguardaba en un andén frente al Edificio Versalles. En espera de una respuesta, Aracely junto con otros 300 recicladores de Navarro se apostaron afuera de las instalaciones del DAGMA, esperando una voz oficial que les anunciara nuevos contratos. Desde tempranas horas fueron arribando hombres y mujeres de todas las edades, con el dinero exacto para el bus de regreso. Tenían la esperanza pisoteada, pues desde hace tres meses culminó su más reciente contrato. Los 20 líderes que representan a los 690 recicladores de Navarro convocaron la protesta para confrontar a José Efraín Sierra, el director del DAGMA, pero al cabo de la jornada no asomó para atender a los cansados protestantes.
La situación para los recicladores no ha variado mucho. El cierre definitivo de Navarro hace más de tres años hizo caer, más que una montaña de basura, una montaña de calamidades. Esta clausura se comenzó a pensar desde 1995, año en el que se consideraba que el basurero había superado su capacidad de almacenamiento, generando múltiples problemas ambientales. Finalmente, el sellamiento se aplazó hasta 2008, cuando se determinó que los desechos de la ciudad serían trasladados al municipio de Yotoco. La Administración Municipal y las diferentes instituciones implicadas tuvieron el tiempo suficiente para planificar lo que ocurriría con Navarro y definir la manera de atender a las familias que subsistían del reciclaje; sin embargo, lejos de mejorar, las condiciones económicas de los recicladores empeoraron visiblemente.
Esa mañana del miércoles, frente al DAGMA, esperaban que su situación fuera distinta y por fin la Administración respondiera. Muy temprano, el edificio Versalles empezó a ser rodeado por un coro de protestas; pero los gritos no se escucharon en las oficinas del noveno piso, sino que terminaron estrellados en el cinturón policial. Una tropa de uniformados antidisturbios desenvainó sus gases lacrimógenos y sus bolillos para disipar la multitud enfurecida. Entre los manifestantes había un puñado de mujeres de la tercera edad que sólo atinaban a esperar sentadas en cualquier rincón. Marleny Polo, de 62 años, madrugó desde su casa en Quintas del Sol para unirse a la manifestación. Ella trabajó durante cuarenta años en Navarro y levantó de entre las basuras, su rancho y su familia. Tuvo seis hijos, entre ellos, sus dos hijas menores desde pequeñas la acompañaban a reciclar. Por eso ahora, protesta en compañía de su hija: Aracely.
A pesar del cansancio y los ojos llorosos, los manifestantes no abandonaron su lucha. Las caras largas pronto cobraron un nuevo color con la llegada de Patricia Molina, quien arribó para apoyar la protesta y escuchar a los recicladores. Ella ha acompañado a esta comunidad de la mano del senador Alexander López, desde que fueron expulsados del basuro. Patricia afirma que, aunque no se pueden negar los factores ambientales que hacían necesario el cierre de Navarro, este proceso se adelantó sin contemplar un proyecto que asegurara el bienestar de quienes vivían de la basura.

Navarro: depósito de desechos y lugar de refugio
El basurero de Navarro se ha ido fracturando debido a una falta de planeación. Las grietas sobre las que se levanta la población damnificada, venían dibujándose mucho tiempo atrás. En 1967, cuando Emsirva creó el vertedero, Cali afrontaba un crecimiento desordenado e inequitativo y los espacios periféricos fueron escogidos como una opción de vivienda y trabajo por parte de cientos de personas que escapaban de la violencia y la crisis económica de las zonas rurales. Así se dio el poblamiento de Navarro, cuando la empresa de aseo decidió aprovechar un hueco dejado a orillas del río Cauca por la explotación de material arcilloso. Allí se destinó la disposición de basuras, al lado de un canal que recibe las aguas de los ríos Lilí, Meléndez y Cañaveralejo. Sobre una base de 20 hectáreas y alcanzando una altura de 68 metros, se erigió esta montaña de basura que se convirtió a su vez en fuente de contaminación para el río, por el vertimiento de los líquidos que emanaban de los desechos químicos, orgánicos y no degradables.
Aunque la contaminación y las amenazas de derrumbes lo hacían un lugar inviable para ser habitado, se construyeron casas, se multiplicaron las familias, y se instauró una dinámica social donde confluían en un mismo punto los conflictos, la inseguridad, la drogadicción y los problemas de salud; pero también la solidaridad entre sus habitantes, y una actividad de reciclaje y recolección de escombros, hasta cierto punto organizada, de la que ellos se sentían orgullosos, a pesar del estigma de la ciudadanía.
Navarro era como una ciudad aparte, un caserío de ranchos construidos con cartón, palos y plásticos, peligrosos e inestables por estar dispuestos sobre desechos que producían enfermedades. Pero al mismo tiempo era su fuente de subsistencia. Trabajando hasta ocho horas diarias, familias enteras reciclaban en condiciones rudimentarias y sin ningún tipo de entrenamiento técnico. Sin utilizar tapabocas ni guantes, cientos de personas se movían entre los desechos, ignorando los malos olores y esquivando a los gallinazos que volaban a ras de piso en busca alimento. Volquetas y carros de Emsirva transportaban por los polvorientos caminos de acceso las bolsas, que en cuestión de segundos eran desbaratadas: Botellas plásticas y de vidrio, papel, cartón, aluminio, cobre y otros artículos reutilizables se recuperaban en medio de la descomposición. Los recicladores poco a poco iban engordando los costales donde guardaban el material; luego lo separaban y lo vendían. Los compradores eran chatarreros y comerciantes clandestinos que llevaban sus camiones hasta el basurero y hacían jugosos negocios. Ellos se enriquecieron, ellos pagaban a huevo; pagaban el kilo de plástico a $60 pesos ¿saben a cuánto lo vendían? a $500 pesos. El kilo de aluminio nos lo pagaban a $800 y lo vendían a $3.500. No nos pagaban ni la cuarta parte, cuenta una de las recicladoras.
No era la forma ideal de vida, pero era la única que conocían. Marleny vivió esta rutina durante décadas. Solía trabajar en las noches, según recuerda su hija Aracely: Mi mamá trabajó toda su vida en el basuro. Ella se quedaba allá toda la semana y los sábados venía a la casa. Cuando estaba más malo era cuando más tiempo se quedaba, armaba una especie de cambuche y ahí se pasaba la noche. Allá también llegaban los carros de la basura de noche y pues era más trabajo y mejor porque casi no había gente. Aracely mueve sus manos procurando dibujar la escena y sus ojos miran hacia ese momento.
Con lo que ganaba Marleny en Navarro, sostenía su hogar: podía comprar la remesa y enviaba a sus hijos al colegio. Pero pronto ellos también se vincularon al reciclaje. Aracely, desde los trece años, prefería acompañarla a reciclar que asistir a un aula escolar. Ella colaboraba en la tarea de selección del material, y con el tiempo, conoció en Navarro a su actual esposo. Cuando quedó embarazada, a los dieciséis, decidió empezar a reciclar por su propia cuenta e irse a vivir con el padre de su hijo. Formaron su hogar en brisas del Cauca. Todos los días, Aracely y su marido, se levantaban a las cinco de la mañana, caminaban hasta la avenida Simón Bolívar y abordaban la ruta Río Cali que los dejaba cerca a Navarro. Desde ahí caminaban o se colgaban en las volquetas de basura hasta llegar al botadero. Después, durante todo el día, hasta las tres o cuatro de la tarde, reciclaban. No le rendían cuentas a nadie y sus horarios de trabajo dependían enteramente de su disposición. Muchas veces, entre los montones de basura, solían aparecer joyas. Era como gritar ¡bingo!, como ganarse la lotería. Cuando eso pasaba, se apuraban a negociar lo que habían encontrado hasta ese momento, e iban a vender el oro o la plata al centro de la ciudad. Compraban pollo para celebrar.
En Navarro todos eran iguales, realizaban el mismo trabajo y sus esfuerzos generaban frutos inmediatos. Estos factores atrajeron a decenas de familias con el paso de los años. En su mayoría provenían, como Marleny, del pacífico colombiano; venían de Tumaco, Chocó o Puerto Tejada, y pasaron de ocuparse en actividades agrícolas o domésticas, a sobrevivir gracias a la basura, que les brindaba al mismo tiempo abrigo, alimento y materiales para construir sus viviendas. No obstante, con el crecimiento poblacional vino el peligro, la delincuencia, y el abuso de drogas que afectó sobre todo a los más jóvenes, y que fue aprovechado por algunos intermediarios para pagar con marihuana o bazuco el material reutilizable. De aquella violencia, fueron víctimas dos hijos de Marleny, quienes también laboraban en Navarro y terminaron asesinados por riñas juveniles que se empezaron a desatar en el basurero.
Así como al cabo de los años la basura desbordó las capacidades del espacio, el equilibrio social también se vio amenazado y exigía respuestas contundentes. Sin embargo, una vez más las autoridades locales y nacionales fueron inferiores a las necesidades. En 1984 la CVC oficializó la venta del basuro a Emsirva, desconociendo las leyes ambientales que exigían la protección de los terrenos aledaños al río Cauca. A pesar de que en 1995 esta misma corporación declaró que el botadero solo podría funcionar durante dos años más, en 1999 la misma CVC concedió tres años más de vida útil abriendo la posibilidad de que una empresa privada entrara a manejar el basurero. Navarro ya no tenía capacidad para albergar más basura. Los lixiviados seguían contaminando medio ambiente y la seguridad de todos los que allí vivían o trabajaban, cada día se veía en peligro. La empresa española Serviambientales ganó la convocatoria hecha por Emsirva para operar el proceso de disposición final y el tratamiento de los desechos. Esta compañía se propuso realizar un relleno dotado con una sofisticada planta de reciclaje, y la implementación de técnicas más modernas para el manejo de las basuras. También se proponía mejorar las condiciones sociales de los recuperadores, otorgándoles mayor autonomía laboral, acogiéndolos de como empresarios de la cadena de reciclaje y no como simples empleados del proceso; también crearon proyectos educativos, sanitarios y recreativos. No obstante, Serviambientales no pudo cumplir con lo prometido, pues al cabo de cuatro años los problemas seguían latentes. De hecho, en el 2001 se produjo el mayor desastre ambiental que ha experimentado nuestra ciudad, cuando un derrumbe envió 350.000 toneladas de desechos al río Cauca, aumentando de forma alarmante sus niveles de contaminación. Después de enfrentarse con la comunidad y la administración local, la empresa devolvió el manejo de Navarro a EMSIRVA. De nuevo la improvisación, la falta de claridad en las propuestas, y los conflictos entre las expectativas de las entidades y las necesidades de los recicladores, evitaron que se diera un cambio.

De navarro a la incertidumbre
Por fin, en el año 2008, se dio el cierre definitivo de Navarro, acción que tomó por sorpresa a la propia administración municipal. Según David Millán, quien durante la gestión de Apolinar Salcedo se desempeñaba como gerente de la Empresa de Renovación Urbana – EMRU, la Alcaldía de Cali ya venía contemplando dentro de su política en el manejo de residuos sólidos un plan para ejecutar en un plazo de 15 años, donde en forma progresiva se dieran los cambios necesarios para regularizar la situación de los recicladores. Pero entonces Emsirva es intervenida por parte de la Superintendencia de Servicios Públicos y la CVC decide que es tiempo de terminar con el basurero. Según Millán, la decisión se toma sin tener en cuenta la política ya establecida, sin considerar los efectos económicos y sociales que esto produciría.
Con el cierre de Navarro, Aracely quedó desempleada, pero su esposo pudo vincularse a los pocos empleos que ofreció la empresa Promoambientales. Él ejerce labores de limpieza en las calles de la ciudad; sin embargo, su salario es insuficiente para mantener a su familia. Aracely se vio obligada a buscar otras ocupaciones: en casas de familia, vendiendo comidas a las afueras de su casa, o reciclando en otros sectores de la ciudad. No obstante, cuando los antiguos recicladores de Navarro salieron a la ciudad se toparon con los recicladores urbanos que ya tenían sus zonas asignadas.
Entonces llegaron las protestas y los enfrentamientos con las autoridades. Muchos se agolparon en el CAM pidiendo una solución a la Alcaldía. Cuando el sellamiento se concretó, algunos recuperadores pensaron en ir a Yotoco a continuar su labor. Pero como lo cuenta Marleny, esa opción tampoco fue viable: Allá no dejaron entrar a nadie. Todo lo mandaban a tapar. Tenían unas flechas y les tiraban a los gallinazos para que no comieran. ¡Hasta los pobres gallinazos están aguantando hambre!
En medio de esta crisis interviene Alexander López, abordando la problemática a través de la Comisión de Derechos Humanos del Senado. Patricia Molina, su asesora, se encargó de orientar a los recicladores en los aspectos legales. Empezamos a conocer cómo eran las estructuras, los liderazgos, a tomar decisiones con grupos de líderes sobre qué hacer. Había que tomar medidas desesperadas, muchos estaban pasando hambre, y la Alcaldía ni nadie los volteó a mirar. Hicimos las tutelas, como una primera herramienta. Se las ayudamos a llenar porque muchos de ellos no sabían leer ni escribir, y había que traerlos en buses y hacer colas eternas para eso. Había que sacar hasta cinco copias, porque eran destinadas a varias entidades; la gente no tenía para el transporte ni para las copias, por eso teníamos que colaborarles.
Pero las necesidades no daban espera, y mientras la justicia se pronunciaba, los recicladores querían tomar vías de hecho. Después de dos meses del cierre, se dio una masiva protesta en el centro de la ciudad, en uno de los lugares insignes caleños: la iglesia La Ermita. En el templo, se dieron cita cerca de 200 recicladores para reclamar las ofertas laborales prometidas después del cierre. Ante esta acción contundente, la Alcaldía decidió negociar. En un principio, se organizó una mesa de concertación con los manifestantes y las autoridades municipales. Sin embargo, los recicladores no querían entrar a pactar sin el apoyo de alguien que los asesorara. Al fin, en la mesa se sentaron además de las autoridades, algunos políticos, entre ellos Alexander López y algunas autoridades eclesiásticas. El recién elegido alcalde Jorge Iván Ospina firmó un acuerdo de compromiso el 8 de Agosto de 2008, mediante el cual el gobierno local se comprometía a incluir laboralmente a 625 desempleados de Navarro.
Entre tanto, EMSIRVA, en cabeza de la gerente de ese entonces Susana Correa (en cuya polémica administración esta entidad fue liquidada), evadía su responsabilidad argumentando que la empresa no tenía ninguna relación contractual con los demandantes y por eso no tenía obligación frente a los hechos. La misma respuesta fue emitida por la CVC, aunque esta entidad aclaró que se iba a realizar un proceso de capacitación a un grupo de recicladores para adelantar labores de recuperación en zonas verdes; el contrato sería por tres meses y si los recicladores quisieran continuar debían presentar una propuesta para ser aprobada. El Dagma, por su parte, explicó que no tenía los dineros para generar empleos directos, y propuso trasladar a esta entidad recursos de la CVC para generar trabajo en el embellecimiento de las zonas verdes. La CVC no aceptó, y el Dagma afirmó que quedaba imposibilitado para auxiliar a esta población.
Finalmente la Corte Constitucional se pronunció frente a las acciones de tutela que se habían instaurado. Mediante una sentencia determinó que las autoridades municipales de Cali vulneraron derechos fundamentales a los recicladores, quienes constituyen una población marginada y discriminada, que por lo tanto debe ser protegida. También estipuló que los perjuicios ambientales causados por el basurero no son responsabilidad directa de los recuperadores, sino de las entidades responsables que debieron adelantar la implementación de técnicas adecuadas para el manejo de los residuos. Por todo esto, la Corte definió muy claramente las acciones que debían tomarse, empezando por empleos de emergencia que atenuaran la situación actual, y continuando con proyectos a largo plazo que “pongan en marcha una política de inclusión efectiva de los recicladores de Cali en los programas de recolección, aprovechamiento y comercialización de residuos que fortalezca su calidad de empresarios y las formas de organización solidaria”. Esto en el papel suena bien, pero de fondo la sentencia tiene dos inconvenientes. Por un lado que aunque se pretende acoger a toda la población desempleada de Navarro, las cifras tenidas en cuenta son la de censos oficiales, y hay muchos recicladores que están por fuera de esas bases de datos. Por otro lado, la sentencia también acoge a los demás recicladores urbanos de Cali: 3200 personas. La Alcaldía deberá entonces formar casi cuatro mil empresarios del reciclaje. Ardua tarea.
Luego de varios meses sin trabajo fijo, Aracely pudo hacer parte de los mencionados empleos de emergencia. El primero de ellos, lo otorgó el Dagma a través de la Fundación Samaritanos de la Calle, pues el municipio no contaba con una empresa propia para este fin. Esta fundación no sólo se dedicaba a darles trabajo, también llevaba a cabo tareas sociales como ayuda psicológica y educación escolar. Pero los contratos eran cortos, temporales. El más extenso no duró más de ocho meses. Las labores consistían en seguir con el manejo de basuras de la ciudad: limpiar las riveras de los ríos, “embellecer” la ciudad para sus ferias y hacer campañas pedagógicas de reciclaje puerta a puerta. Aracely explica que su labor era “sensibilizar a las personas sobre qué es lo orgánico y qué es lo reciclable. Cómo debe manejar los residuos un ciudadano en su casa. Hubo problemas porque a muchos compañeros los recicladores urbanos los atacaron en la calle; nos quitaron el trabajo a nosotros y nos querían poner a que les quitáramos el trabajo a ellos. Ahora ellos ya están en la misma posición que nosotros, como la sentencia dice recicladores pero no específica un número, hay personas que se han beneficiado y que no son recicladores urbanos”. Entre cada contrato, pasaban periodos de tres o cuatro meses, en los que no había nada que hacer. Solo una cosa: seguir protestando para exigir una verdadera inclusión laboral.
Tres años después la sentencia de la Corte no ha sido acatada en su totalidad. Los proyectos de largo aliento ya deberían estarse ejecutando, pero esto no ha sucedido. Los contratos temporales tampoco han respondido a lo estipulado en el fallo, ni a lo requerido por los recicladores. La Alcaldía niega que los inconvenientes en la vinculación laboral sea su responsabilidad, y afirma que, aunque el gobierno nacional fue quien decretó el cierre, terminó delegando los costos sociales y económicos a la administración local. Pero no se debe olvidar que durante años el municipio se benefició económicamente por el valor que se cobraba a los caleños para manejar un relleno sanitario que no existía, pues Navarro era en realidad un botadero a cielo abierto y con precarias condiciones técnicas y ambientales.
Según el gobierno local, la clausura de Navarro obligó a replantear el Plan de Gestión Integral de Residuos Sólidos – PGIRS para cumplir con lo ordenado en la sentencia de la Corte. Durante la toma a la Ermita, David Millán era el encargado de este plan: “Se empiezan a generar empleos de emergencia y después viene la sentencia de la Corte que protege los derechos de los trabajadores, obliga a las entidades no solo a dar empleo sino que es la orden más compleja, la de reconocerlos como empresarios. Nosotros teníamos en el PGIRS este punto; quienes estábamos trabajando en el equipo técnico estábamos apuntando a eso y la sentencia de la Corte nos ayudó a complementarlo”.
Ahora Millán se encuentra al frente del proyecto que, según el alcalde Jorge Iván Ospina, cumplirá con lo que exige la ley y sentará las bases para que lo estipulado en los acuerdos tenga validez. Se trata de Girasol (Empresa de Gestión Integral de Residuos Sólidos), definida como una entidad industrial y social del Estado que se concibió para operar en la zona uno, que hace parte de los cuatro sectores en los que se dividió la ciudad una vez fue privatizada Emsirva, para adjudicar la recolección de basuras a operadores particulares.
Después de la protesta del 23 de marzo, los recicladores fueron citados al coliseo María Isabel Urrutia para hablarles de sus nuevos contratos. Aunque el escenario estaba rodeado por interminables filas, sólo podían ingresar las personas registradas en los censos oficiales. La alcaldía terminó clausurando la vinculación con los Samaritanos de la Calle. Ellos están para dar bendiciones, pero no saben nada de reciclaje, alude el propio Millán, quien ahora se erige como el arquitecto de la empresa redentora: Girasol. Creada con un presupuesto de mil millones, de los cuales los salarios temporales de los 385 nuevos empleados, sólo representan algo más de quinientos millones.
Tanto Aracely, como Marleny ahora están vinculadas con Girasol. Pero su suerte sigue siendo incierta. Si la Alcaldía, luego de los tres meses que dura el actual contrato, no asigna nuevos dineros a la empresa, habrá otra época de desempleo. Cuando trabajaba con los Samaritanos de la Calle, Marleny no debía realizar las mismas labores que sus compañeros; le pagaban un salario mínimo por asistir a clases de nivelación escolar. Hoy, a sus 62 años, recoge los escombros de la rivera del Río Cali, vestida con un uniforme descontado de su sueldo y cargando una bolsa negra. Muchas veces se encuentra con su hija Aracely en las jornadas laborales. La misma hija que años atrás la acompañaba a reciclar en el botadero de Navarro.
Visitamos de nuevo a Aracely. Esta vez nuestro encuentro no es en Brisas del Cauca, sino en Potrero Grande. Ella, su esposo y sus dos hijos debieron abandonar su casa, pues el pasado 23 de abril, el río se desbordó y anegó varias viviendas. Se inundó la cancha, el lado del Jarillón, a toda esa gente le tocó salirse. En mi casa se llenó la cocina, la mitad de la sala, la pieza de los muchachos y la mía. Gracias a Dios no se me dañaron las cosas porque el río le va dando tiempo a uno de salir.
Ella había sido favorecida hace un tiempo con la reubicación en Potrero Grande que dispuso la Alcaldía para la población que vive en sectores de invasión como Brisas del Cauca. Las casas son de interés social y la deuda está pactada para pagarse en diez años. Aracely ha ido saldando algunas de sus deudas gracias a su nuevo trabajo. Al momento de firmar el contrato, a los recicladores que estaban censados y que empezarían a laborar en pocos días, se les hizo un préstamo por quinientos veinte mil pesos. Esta suma será descontada de sus próximos sueldos y con este dinero deben invertir en su transporte y su alimentación, no hay ningún tipo de subsidio.
Las historias de los recicladores sólo son una cortina de la problemática de fondo. Ellos son un grupo de actores de los que nadie se quiere hacer cargo, porque el manejo de las basuras es uno de los negocios más jugosos actualmente. Hay mucha plata detrás de las toneladas anuales de desechos que produce la ciudadanía. De la “calidad de empresarios” que estipula la sentencia de la Corte aún se ve muy poco. Millán advierte que esto no se puede cumplir sin antes asegurar que los recicladores estarán capacitados. Según él, los recicladores intervienen en la etapa de recolección de los residuos, pero la ganancia real se ubica en la disposición final. “Por eso no es viable volverlos empresarios, porque lo que ellos hacen no es lo que da dinero”, señala. Por el momento, la empresa está trabajando con ocho líderes para construir el modelo de negocio apropiado. Ellos han viajado a Bogotá y fuera del país para prepararse. Sin embargo, esta alianza genera cierta desconfianza. Aracely asegura que todavía no sabe muy bien para que se realizan esos viajes. Según ella, los líderes, a su regreso a Cali, no comparten los resultados de las capacitaciones.

Por ahora los recicladores están a la expectativa de saber si tendrán empleo al finalizar el año. Millán da un parte de tranquilidad afirmando que Girasol es la mejor estrategia para construir un proyecto a largo plazo para los recolectores, no solamente de Navarro, sino de toda la ciudad. El plan, afirma, es que en un futuro la empresa se sostenga con recursos propios y los empleos temporales se reemplacen por una vinculación permanente. Eso sí, aclara, que esto solo se cristalizará si la próxima administración es afín a la política de Jorge Iván Ospina, el alcalde actual. No es tan sencillo, pues Millán reconoce que el proyecto ha tenido como detractores a los operadores privados, la Superintendencia de Servicios Públicos, opositores políticos del alcalde y a integrantes del mismo gobierno local. Millán no profundiza en los motivos de estas críticas, y más bien parece dar a entender que la existencia de Girasol, y por lo tanto de los trabajos para los recicladores, depende de que se apoyen incondicionalmente las políticas del actual gobernante. Esto evidencia que los planes en materia ambiental y social no surgen como una estrategia sólida y pensada a largo plazo, sino como un factor que puede cambiar de acuerdo con los intereses económicos de empresarios y grupos políticos.
Y es el negocio lo que mueve tantas manos. Recordemos que los hijos del ex presidente Álvaro Uribe crearon Ecoeficiencia, una empresa encargada de manejar los residuos de la ciudad de Bogotá. El monopolio que han ido creando los Uribe ha dejado desempleados a cientos de recicladores de la capital. Y su propósito es continuar extendiendo su negocio por las grandes ciudades.
La situación de Cali cuenta con la sentencia de la Corte Constitucional y esto deberá prevalecer en los futuros proyectos de la Administración Municipal. Sin importar si Girasol se liquida o no, es hora de empezar con una inclusión laboral efectiva de los antiguos recicladores de Navarro. Este sector tan importante de la población caleña no puede seguir de mano en mano sin que nadie les ofrezca una solución real y duradera. Luego de que termine su contrato actual, seguramente apelarán de nuevo a la protesta para ser escuchados. Ellos sólo luchan por conseguir trabajos dignos y estables. Entre tanto, Aracely tratará de seguirle dando educación a sus hijos para que ellos tomen otro rumbo, y así la cadena generacional de recicladores pueda romperse. Su madre, Marleny, sueña con una pensión. Después de dedicarle la mayor parte de su vida a las basuras, ahora sólo quiere algo de descanso.
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