Por: Alexandra García
De pequeña los terminales me producían terror, las columnas de concreto y las bancas frías que aún abundan los hacían más tortuosos. Mientras caminaba, apretaba la mano de mi madre esperando que no me desprendiera, pero como siempre, terminaba sola dentro de un bus.
Poco importaba que el viaje tardara una, tres o doce horas. El vacío que sentía al soltar la mano de mamá era el mismo: Las piernas comenzaban a perder peso, el miedo consumía cada pedacito de mí. La nariz fría marcaba la partida y mis manos sudorosas tomaban vida propia para juguetear entre ellas. Las pupilas se dilataban después de ver extensas franjas de color verde en el camino. Si tenía suerte, me quedaba dormida. Tránsito interminable.
Viajar sola, de niña, no resultó mi pasatiempo favorito. Todo viaje fue siempre una partida.
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