Escrito desde el 5 de enero de 2019. Una semana después, el sábado 12, el ex cabecilla de las FARC, Iván Márquez, hará estas declaraciones: “La paz fue traicionada por el Estado colombiano. Reconocemos que incurrimos en varios errores, como el de pactar la dejación de armas antes de asegurar el acuerdo de reincorporación política, económica y social de los guerrilleros”.
Por: Angélica Bohórquez
Corría el 2004 en la vereda La Variante, zona rural de Tumaco. Entonces, a lo sumo diez casas conformaban la población. La Variante tiene ese nombre porque se extiende parte por la vía Pasto-Tumaco que lleva al litoral Pacífico, parte por la curva que le sale a esa vía como una rama tosca y conduce al río Mira, oscuro y navegable, frontera natural con Ecuador.
La heladería de Amparo era la entrada techada de una casa de madera entre casas de madera. Con letrero: El Oasis, paraíso modesto de fachada azul, al borde de la vía. Alrededor era verde: maleza, árboles de diferentes alturas y matas de plátano enclenques. Los comensales de siempre llegaban a cualquier hora y ella -de cuarenta y siete años, rubia pintada, sonrisa estrecha en medio de los pómulos- los atendía por el nombre, con voz esforzada en medio vibración de las tractomulas.
En El Oasis se comía helado, se tomaba Buchanan’s barato. Se hablaba de negocios:
-¿A la mona por ahí con cuántos tiros ustedes la quiebran?
Se hacían hipótesis.
-No… Con unos cinco.
Cinco porque Amparo era una mujer próxima a la obesidad, de cintura pequeña pero extremidades y caderas con movimiento propio. Ese día aprendió con los dos clientes una lección sicarial: que las personas gordas son las más difíciles de acertar porque la grasa protege sus órganos vitales. También provoca infartos, trombos. Es relativa la grasa.
-Pero el que es sicario a la fija va a la cabeza, no te tira en otra parte.
II.
Amparo, palmireña radicada en Cali, llegó a La Variante ese año para ocuparse en algo que le diera el sustento propio y el de ayudar a sus hijos, y que la alejara de una vida matrimonial que no daba para más. Su hija mayor vivía allí hacía un año.
-Tumaco era el escape.
En Cali, Amparo compartía una casa con sus papás y su marido, David, en el barrio Ciudad Córdoba al oriente de la ciudad. Allí llegaban de visita las otras cinco parejas de David.
-Yo no quería ese rol… Siempre mantenía enferma de flujo, flujo, flujo. Y los hombres a uno lo contagian. Y yo le dije «O se me maneja…» entonces no quiso, entonces yo dije «nos separamos», me dijo «ah, bueno, entonces nos separamos» porque él no podía dejar sus mujeres.
Amparo invirtió su patrimonio en congeladores, licuadoras, mobiliario y remesas. La casa donde funcionaba la heladería no era propia, pero estaba bien ubicada. Del corregimiento de Llorente, a cinco minutos por la vía principal, llegaba la mayoría de los comensales. Ella se encargaba de atender a pesar de que el negocio era una sociedad con Carmen, la suegra de su hija, que había migrado a La Variante años atrás y tenía consolidados otros negocios. A Amparo la reconocían por la disposición, el cabello claro, la sonrisa abultada.
Su hija Faride, embarazada y con dos niñas pequeñas, manejaba un chongo, “negocio de mujeres”, local estrecho de medias luces donde en el día las muchachas se la pasaban tomando agua de boldo para limpiarse el hígado y en la noche se emborrachaban para trabajar sin pausa.
Faride administraba. Carmen era la dueña del chongo, de las muchachas. Amparo ayudaba preparando las aguas de boldo y las de canela, para los cólicos menstruales. Cuando eran muy fuertes se les dejaba descansar o trabajar con pocos clientes.
Fueron seis meses en El Oasis hasta que al esposo de Faride lo atravesaron con veintisiete disparos antes de que pudiera conocer a la niña que se formaba en el vientre, su hija. Otra mujer. Luego de aquello sobrevino en Amparo esa extraña conciencia de la que me hablarán todas las mujeres que entrevisté para este libro: el despertar atardecido, escarlata, a la guerra.
-En Llorente había una cantidad de gente que no dejaban que la tocaran. Tres, cuatro días una persona muerta, ahí junto a la iglesia, y los gallinazos ya comiéndose las personas y no dejaban ni que uno le tirara un trapo por encima. A veces recogían la gente en las volquetas de la basura y después uno tenía que traer los bomberos, echarle agua y lavar eso allí, manchas que a veces no salían de la sangre que había estado tanto tiempo. No, y es que el olor en el pueblo hasta ellos mismos no lo soportaban.
Los paracos, dice, los que más tiraban cuerpos a la calle.
Tiempo después del asesinato de su yerno, hombres de las FARC le advirtieron a Amparo que debía salir de la vereda. Organizó el viaje ese mismo día. Tomó a sus nietas, a las dos que podía tomar, y dejó a Faride con la que estaba en camino porque a ella no la habían amenazado. Regresó a Cali el 25 de junio de 2004.
-Con las niñas pequeñitas porque me las iban a violar.
A los cinco días, 30 de junio, ocurrió una masacre paramilitar en Llorente. 20 personas fueron torturadas primero, luego asesinadas.
III.
Cuál es el sentido de una heladería -lugar de amores precoces o de domingos después de misa- en un destino fúnebre tan metido en la tierra.
Para el 2005 la tasa de homicidios en Tumaco era la más alta del país: 120 por cada cien mil habitantes, con el narcotráfico como trasfondo. Hoy, la ciudad más violenta del mundo, Los Cabos en México, tiene una tasa de 111 homicidios por cada cien mil habitantes. Con el narcotráfico como trasfondo.
La antropología, la ciencia de los seres humanos, se ha dedicado a estudiar el exterminio de los mismos, entre los mismos, como elemento cultural e inherente. Así, la antropóloga argentina Rita Segato ha propuesto una conclusión para América Latina: que las guerras aquí se transformaron desde que a varios sectores de la población se les volvió una meta empresarial suministrarle drogas al país que quizá más las necesita: el más productivo del mundo. De ahí que las “bajas” dejaran de ser muertes en combate para convertirse en homicidios selectivos que aparecen en los rankings, a veces.
El periodista Juan Miguel Álvarez lo ilustra para el caso colombiano:
“Una de las cuestiones más complicadas de discernir en el estudio técnico de la criminalidad colombiana ha sido la de encontrar fronteras exactas que permitan clasificar tal o cual delito como un hecho del conflicto armado o un hecho de la delincuencia mundana. Y una de las mayores razones para ello es que desde que el narcotráfico se volvió el combustible de la guerra en Colombia, tanto las guerrillas -por muy origen marxista-leninista que reclamen-, como los paramilitares -por muy ortodoxos que se hubieran jurado- cometieron crímenes sin origen ni destino político”.
El trasfondo no podría ser otro. Es económico. Si los conflictos armados han mutado en un oscuro animal es porque se libran en nombre del negocio ilegal que sostiene los de mostrar: el narcotráfico, subsuelo del capitalismo, implacable con lo que se atraviese y lo que se resista a su poder.
En 1994, la Conferencia sobre Crimen Organizado de la ONU reveló que el tráfico de drogas rendía cifras anuales mayores que las transacciones globales del petróleo. Para que un negocio lícito de tal nivel -que ha movilizado tropas invasoras y generado guerras sin nombre en Medio Oriente- esté eclipsado por uno supuestamente marginal tendrían que haber posibilidades de compenetración entre ambos y condiciones de mercado, imposibles sin el visto bueno y el lucro de poderes legítimos.
IV.
Desde 1998 Tumaco se perfilaba como epicentro de la producción de droga en Colombia. Las primeras muestras del narcotráfico allí datan de 1980, cuando el Cartel de Cali hizo presencia por medio de testaferros que presionaron con violencia la venta de tierras para cultivar coca, usaron haciendas de Llorente como centros de acopio y ejercieron soberanía en la recta Pasto-Tumaco.
El Reporte de Drogas de Colombia 2017 apunta que en la actualidad es el municipio con mayor área sembrada de coca en el país: 23.148 hectáreas, que equivalen al 16% nacional en un territorio que ocupa apenas el 3,2% de la superficie.
Una hectárea de coca puede sembrarse con 15.600 matas que dan cosecha dos veces al año en promedio. Así, Tumaco tendría unas 361 millones de matas de coca produciendo, por cosecha, 45.000 toneladas de hoja. La hoja es la materia prima que se pulveriza y se mezcla con gasolina para crear pasta básica. Se compenetran, se funden los dos oros.
En un cristalizadero, a la primera pasta le agregan ácido sulfúrico, soda cáustica y amoníaco para obtener la base de cocaína. Lo que se esnifa es la base diluida en acetona y ácido clorhídrico, la cocaína pura. “Lo que se esnifa” es mucho decir. La cocaína pura es más de exportación. Lo de aquí se vende como perico, una mezcla rendida con trazos de cafeína y fármacos.
Cada hectárea cosechada puede producir cinco kilos y medio de cocaína, entonces, la sola materia prima de Tumaco podría abastecer dos veces al año a cada uno de los 17 millones de consumidores proclives de esta sustancia en Europa, con dosis de siete gramos para cada uno.
Una amiga, consumidora proclive colombiana, me cuenta que lo ideal es hacer rendir un bolsito de gramo de perico por lo menos tres días porque lo venden a cinco mil pesos, “pero es muy complicado”. La misma cantidad de cocaína pura cuesta quince mil.
Después de 1980 y del Cartel de Cali, no pararon de llegar grupos al margen de la ley que veían en Tumaco lo mismo: una tierra fértil para la droga, con salida al mar y alejada del Estado central. A mitad de esa década ya había presencia del Frente 8 de las FARC, venido del Cauca. Para 1999 los guerrilleros tenían control casi total de la zona hasta que en 2002 llegó el Bloque Libertadores del Sur de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
V.
-Ese cementerio está lleno de personas, de mujeres, prostitutas que robaban a los hombres o que los hombres se enamoraban de ellas y ellas no querían ir a dormir con ellos, y las mataban. Les decían «Camine y le pago tanto», ¿que no quiero?, la obligaban. Las dejaban ahí muertas en la cama.
-¿Qué hacían ustedes?
-A veces uno no podía ni llamar a nadie, sin saber uno cómo podía sacar esas pobres niñas. O si no ellos mismos las sacaban, las amarraban y las enterraban: NN’s.
La droga como propulsora del conflicto armado colombiano, que para nada es el mismo de hace cincuenta años, determina sus nuevas dinámicas. Le da movilidad para que suba los escalones de un prostíbulo y se haga a la mujer o las mujeres que le parezca.
Rita Segato explica que la concepción de territorio ha cambiado en los conflictos modernos. Sin desestimar el valor de la tierra, dice que el poder ahora no pretende ser un ejercicio sólo sobre ésta, un control feudal. En cambio, se empezó a concebir como el control de las personas en tanto cuerpos, seres biológicos libres. Y es una transformación de paradigma que pesa más sobre quienes históricamente han sido victimizados por los guerreros: los cuerpos frágiles.
La violencia contra las mujeres en los conflictos armados a partir de mitad del siglo XX ha dejado de ser un efecto colateral para convertirse en un objetivo que tiene su motivación en la necesidad de comunicar un mensaje al enemigo, reducirlo a través de la intimidación. Y el medio más certero para despertar terror es la crueldad, la destrucción ilimitada que garantiza el nuevo orden.
VI.
La primera vez que veo a Amparo, no la veo en verdad. Es el último mes de 2017. El encuentro es fugaz y nervioso en un centro comercial al sur de Cali. Ella tiene una historia de violencia sexual asociada al conflicto armado y yo intento explicarle de qué va este trabajo.
Es maternal sin exagerarlo, espontánea y se interesa por lo que quiero hacer, sin exagerarlo. Poco tiempo después, quizá un mes, iré a su casa a realizar la primera entrevista.
Es la misma casa de Ciudad Córdoba donde se paseaban las cinco mujeres de David. Rejas negras y antejardín con una mecedora solitaria de mimbre, donde sé que en cuestión de tiempo alguien se sentará a ver la tarde. Son más de las 2, sábado. Me cuesta determinar si Amparo es alta o no, pero es grande, por sus caderas. A pesar de esconder los 61 años que tiene, sus brazos son los de una abuela: cuelgan pálidos y suaves en torno a su cuerpo. Lleva una blusa de tiras color verde militar, jean, sandalias, el cabello rubio con raíces oscuras y canas recogido. Un mechón por fuera le da cierta belleza súbita e infantil. Algo de lápiz blanco en los párpados, los labios secos, cuarteados, la piel dorada de apariencia sana.
Ese día hay alboroto en su casa. Me recibe una niña impaciente que resultará ser la hija de una de las mujeres que hacen parte de la fundación de Amparo, Funamujer, “El Amparo para la mujer maltratada”. Se encuentran trabajando en unos documentos para solicitud de vivienda al gobierno. Hay papeles y papeles con nombres, datos, vacíos. Amparo los aparta de su cama para hacerme lugar. Me pide que siga y me ponga cómoda, con su manera valluna de abrir las vocales y entonar la amabilidad en visos agudos.
Entro en su habitación, donde podemos hablar un poco más tranquilas pero disminuidas por el calor encerrado. Empiezo a sudar de golpe. Observo. Ahora pienso que ese lugar y cada objeto compactan su ternura y su tragedia: no hay ventana; una humedad ataca la pared al lado de la cama, impidiéndonos apoyar la espalda; la luz hace palidecer los colores, les da un tono clínico, impersonal: la cortina roja que cubre los compartimientos de una repisa secreta tras el televisor, el tendido naranja como una brasa, las bolsas plásticas llenas de ropa en el suelo, las rosas secas en el jarrón sobre el armario de madera rojiza que tiene escrito con marcador azul permanente “Amparo Arias. Personal autorizado”.
Más acostumbradas a la temperatura, fijas en la cama, me entrega el cuaderno guardado como una muñeca rusa, en una boina negra, dentro de una bolsa de tela, colgada tras la puerta de la habitación. Hace poco, en la última entrevista, me contó que lo había perdido. Ahora me cuesta creerlo porque recuerdo la importancia que tuvo en ese momento.
-Entonces esto es lo que te quiero mostrar… Mira, te voy a confiar cosas. Tú eres muy jovencita, pero ahí hay cosas muy dolorosas que escribí. Te estoy confiando algo mío, de mi vida.
El cuaderno es una herramienta narrativa y un grito ahogado. Le permite recordar con cierto orden y estructura. Le permitió escribir lo que su mente convirtió en desvelos. Está hecho de recortes de revista de farándula, como un collage de primaria. Aparecen modelos y cantantes en situaciones que Amparo asoció con lo que ocurrió en La Variante en 2016. Reconozco a Britney Spears en fachas. También estaban adheridas débilmente las hojas con los resultados de los exámenes de infecciones de transmisión sexual y VIH.
No pude descifrar las frases al pie de las imágenes, escritas a mano. Las letras se me escaparon todas. Es un objeto cosido, morado, 14×16 cm, difícil de sostener. Estuve observando la carátula marcada con “Amparo”, en tinta verde sobre cartulina blanca, como quien tiene que respirar antes de sumergirse en agua fría, hasta que ella me pidió que lo abriera.
VII.
-Cuando nos pasó lo que nos pasó, que nos vinimos de allá y nos quitaron las cosas y quedé en la calle, yo no volví.
-Pero sí regresó después…
-En 2016 volví porque doña Carmen me dice a mí que coloquemos otra vez otro negocio pero ya en la frontera. Entonces allá me dijo que hagamos esto, hagamos lo otro. Pero entonces no me pareció viable.
-¿Qué era?
-Para llevar muchachas allá a la frontera con Ecuador, y me pareció que había mucho conflicto.
-¿Y para qué se las llevaban?
-Para prostitución.
El caserío sigue despierto a lado y lado de la recta. Las puertas abiertas, las luces encendidas, opacas del terciopelo de polvo que cubre esos pueblos sobre las carreteras, lugares inciertos en que los viajeros reparan desde la seguridad de sus carros con la pregunta de quién vive allí y la nostalgia de no llegar a saberlo.
Amparo y Carmen esperan una buseta que de Tumaco conduzca a Pasto, la capital, donde Amparo tomará un bus hacia Cali. Son cerca de las ocho de la noche, martes. Las familias juegan bingo y apenas empiezan a pensar en la comida.
Las dos mujeres han dejado de hablar del negocio, han dejado de hablar del todo. Amparo esperaba algo diferente. Va de regreso. Están al borde de la curva de doble vía que sale de la recta como una rama tosca y lleva al río Mira; la noche está teñida de sepia por las farolas de la cancha de fútbol de la única escuela de la vereda, tras ellas. El rumor salobre del mar es una sensación lejana; el aire fluye con la soltura del agua dulce, dirigiéndose a algún destino.
Carmen recuerda que dejó una olla en la estufa y, sin despedirse del todo, vuelve a su casa. Amparo se queda, con la cartera en la mano y la maleta en el piso. Nadie más la acompaña. La curva desde donde espera no permite visibilidad sino hasta que los carros la doblen. Oye una moto y ve que pasa de largo, hacia la recta. Tiempo después un carro que viene de allá y va hacia el río pero no lo hace. Retorna más adelante, en un punto ciego. Amparo distingue a los dos hombres que descienden frente a ella sin ruido: los mismos que iban en la moto. Los reconoce por el color de las camisetas.
VIII.
Es jueves. Vuelvo a ver a Amparo varios meses después de la primera entrevista. A pesar de mi insistencia para encontrarnos fuera, la cita es en la casa.
En el antejardín, al sol, están sentados -casi puestos- su papá y David. El señor es senil, pequeño. David debe pesar ciento cincuenta kilos. Su piel es una crema morena desparramada en la pobre mecedora de mimbre. Mira de más. Ese día de semana tiene pinta de domingo, con Caracol Televisión de fondo y Amparo haciendo aseo. Dice que para recibirme.
Sólo está la familia. La mamá, más anciana que el señor, hace la siesta. Faride y sus dos hijas, Nicole y Valentina, se reparten en tres habitaciones, dos del primer piso y la del apartamento arriba. La otra hija de Faride, Katherine, vive en España. Tiene 22 años.
El apartamento lo construyó Fernando, el hijo mayor de Amparo, que se casó con una colombiana con residencia japonesa tras ires y venires de juventud:
-Fernando tenía marido. Un gay muy mayor para él: Óscar. Yo siempre le decía «Fer, vos qué le ves a un hombre, si a una mujer podés darle por delante y por detrás».
Son cuatro hijos en total. De diferentes padres, ninguno de David. Solo Faride vive en Cali. Fernando está en Japón con su esposa; Liliana, en Barranquilla, con su hija pequeña. De Jhon Edwin, Amparo sólo menciona el nombre.
Son cuatro nietas en total. Con Nicole y Valentina comparte el sino de la convivencia, pero tiene una relación cercana, de contemporáneas. Me cuenta una historia y dice que tiene que aparecer en este libro. Es sobre Nicole, la del medio, que de bebé estaba tardando en hablar y su abuela, la mamá de Amparo, palmireña hasta el tuétano, decretó que para que Nicole pronunciara palabra había que darle agua lluvia fresca en un mate de manjarblanco.
Era el 24 de octubre de 2002, Nicole tenía poco más de dos años. Todos en la casa se le acomodaron alrededor cuando empezó a llover, esperando ver el milagro. Cayó una tormenta esa tarde. Amparo y Faride se tomaron el tiempo para buscar el mate. Salieron al antejardín.
-Cuando cae ese rayo tan hijueputa, ese estruendo que mató a los jugadores del Cali. Y yo de esa agua, le di a ésta. Dos sorbos. Ay, y cuando Nicole habla, gorda, Nicole te grita. Ella habla como un trueno.
“Un rayo mató este jueves al futbolista del Deportivo Cali, y ex jugador de la Selección Colombia, Hermann Carepa Gaviria. El hecho ocurrió a las 4:30 de la tarde, durante el entrenamiento del equipo en Pance, al sur de la ciudad, bajo una fuerte tormenta”, tituló El Tiempo.
De Valentina, me cuenta asuntos más recientes: sus novios, sus novias, sus preguntas, su libertad. También que fue a su papá a quien mataron en Llorente con veintisiete tiros concéntricos.
IX.
Dos hombres descienden del carro. Uno la toma, con más ventaja que violencia, y la sube. Es afro, macizo, joven. El otro, mestizo, de cabello crespo, se dispone a conducir como en un día normal. Le apuntan con un arma, le quitan el aire. Lo único que puede hacer para protegerse es abrazar su cartera. La maleta queda en el piso.
No logra calcular cuánto tiempo andan -es poco- ni en qué dirección -derecha, hacia Llorente-. Aparcan en campo abierto. La oscuridad es profunda, se traga el tiempo. Parece un sueño, un pensamiento. La bajan de un tirón y le empiezan a desgarrar la blusa. Lo único que puede hacer para protegerse es mirar el cielo. Hay luna llena esa noche y desde entonces.
No hay ciclo, no hay cambios, no hay lunas.
-Yo pensaba que ese tipo me iba a matar, cuando me puso el revólver, que me dejara, que me dejara. Y le decía al otro «hacele, hacele, hacele». Y el señor como que no quería.
Le tiran las sandalias para zafarle el pantalón.
-Uno era más atrevido y el otro casi no. Le decía «¡hacele, hacele, hacele!».
El de cabello crespo le sostiene los brazos y el otro está encima.
-Le decía «¡hacele, hacele, hacele!». El otro muchacho no quería. Pero él me sostenía, le decía «cogela», porque yo lo arañaba y lo mordía, «¡cogela!» y ahí fue cuando me pegó, porque yo de pronto entre mis cosas le menté la madre.
Le parten un diente.
-Yo le decía cosas también…
-¿Y después?
La violan los dos. Se cambian de lugar.
Recuerda más que nada la luna, un ojo blanquecino y ciego en medio del campo. Y el sonido del agua que corría cerca atormentándola con la idea de que, si se trataba de un río, allí la iban a tirar. Y su cuerpo desaparecería como miles en este país fluvial.
Mientras se organizan la ropa, ella se sienta y aguarda que algún final ocurra, pero se alejan en el carro sin voltear a verla.
Duda levantarse por miedo a estar herida, porque en algún punto dejó de sentir el tacto de los hombres. Ve su cuerpo inhabitado. Sólo se levanta cuando vuelve a reconocerse en él.
X.
Un amigo me enseñó hace poco una técnica de resucitación: presionar con fuerza la parte baja de las uñas u otra zona sensible; si hay respuesta al estímulo doloroso, hay vida.
-Las partes de atrás eran las que más me dolían, las nalgas, y me estregué las nalgas durísimo. Creo que hasta sangré, yo no sé si sangré o no, pero me estregaba duro con la arena.
Se le clavaron las piedras del suelo. Se le clavaron tan hondo que no ha dejado de sentirlas.
El agua corría por una cuneta.
Amparo se lavó allí y se estregó con más arena para quitarse el olor ácido que los hombres le habían impregnado.
Otra mujer con quien hablaré más adelante me dirá que lo más despreciable, lo más difícil, es el olor de los verdugos, indeleble. La memoria es olfativa.
XI.
-Busqué la ropa, así, así.
Toca la cama con las dos manos a lado y lado del cuerpo recostado, bajo la luz timorata y límpida de su cuarto.
-Lo que veía, lo que yo sabía que por ahí había quedado y lo encontré. Encontré la cartera, toqué así, si de pronto se habían salido cosas, toqué, toqué.
Me alcanza con los dedos como si yo fuera el suelo donde yacía.
-Me senté un rato, así, así. Lloré, lloré.
Se tapa los ojos con las manos, se estremece.
-Le pedí a Dios…
¿Qué le habrá pedido a Dios?
-Después yo recogí… No recogí ni el brasier, lo único que recogí fue la blusa, me la puse, la ropa interior tampoco porque no sé dónde la tiraron, ni la encontré. Me puse fue el pantalón, me vine sin ropa interior, sin brasier, con la blusa, la cartera, sin zapatos.
Descalza, siguió el camino de la cuneta y esperó al borde de la carretera que la voz le volviera al cuerpo para pedir ayuda. Era posible volver a encontrarse con los dos hombres, era macabro, pero le sorprendió pensar que no era lo peor. Volver a ser víctima de una violación era un pensamiento leve.
Detuvo un carro cualquiera. Dio con un hombre que se dirigía a Pasto. Él quiso saber qué le había pasado, por qué le sangraba la boca.
-¿Peleó con el esposo?
-No, lo que pasa es que unos señores me subieron al carro…
-La atracaron…
-Sí, sí.
-Súbase, súbase.
Después de hablar un rato, a Amparo la fulminó el sueño. Dormir es un acto de fé.
Al llegar a Pasto la madrugada del 20 de julio, día de la Independencia de Colombia, el hombre la despertó para decirle que iban directo a la terminal.
-¿Qué va comer?- le preguntó al bajarse con ella.
-Un cafecito, para irme a bañar, ¿aquí hay baño para los viajeros?
Sólo podía pensar en asearse. Se puso la misma ropa, compró el pasaje con el dinero intacto en su cartera y subió al bus. Al lado se sentó una mujer joven que como los demás pasajeros reparó en que estaba descalza, a medio vestir y con la boca hinchada. En las catorce horas de viaje la mujer insistió en preguntarle qué le había pasado, le compró comida en dos paradas, desayuno y almuerzo, y le regaló un saco.
Amparo recuerda haber respondido con monosílabos, de cara a la ventana. Estaba exhausta.
-Yo no quería contarle a nadie nada, ni tampoco que me interrogara nadie. Yo trataba de que en el bus nadie me hablara.
Al llegar a Cali no fue directo a la casa de Ciudad Córdoba, sino donde una amiga. Aún descalza.
XII.
No me había detenido a pensar que también fue una niña. Que sus padres, más ancianos de lo que se puede resistir, fueron sus padres alguna vez y no entidades buscando alivio a un cansancio metido en los huesos entre los asientos y camas de la casa. Que ellos la calzaban con zapatos azules -sin talla, franja blanca, suela lisa, cordoncitos-, los de los primeros pasos.
Amparo nació en 1957, la primera hija del matrimonio y la tercera de su mamá; ella de Palmira, el papá de Florida. A Cali llegaron con Amparo de pocos días de nacida, a una invasión que para entonces no era siquiera eso, sino el preludio: La Isla, llamada así por la cercanía a un tramo hoy infecto del río Cali donde los hombres se bañan en las orillas de nata gris y los muebles flotan al sol antes de hundirse.
Allí pasaron los primeros años de Amparo, los de ver nacer catorce hermanos y morir dos. Allí llegó la década de los sesentas con sus promesas escondidas. La familia se mudó al barrio El Rodeo en el Distrito de Aguablanca en 1963 y Amparo hizo la primaria en un colegio cerca. El bachillerato lo cursó en la Normal Departamental de Señoritas, “yo soy normalista”, porque su mamá quería que fuera profesora. Ella no, pensaba ser enfermera o doctora. Hablaba de esos sueños con su Luz Dary Montilla, su tocaya Amparo Panesso, su Alicia Quintero, su Marisel Peña. Los nombres evocan: cuerpos gráciles, en desarrollo; cabellos castaños, vírgenes, abundantes.
La única de esas amigas con la que sigue en contacto es Luz Dary, su protegida, la madrina de Fernando. Dice que era una flaquita poco brillante para las tareas y las excusas, mientras que ella siempre fue medalla de excelencia junto con las demás. Una relación sincera que tomó vuelo adulto cuando Amparo quedó embarazada a los dieciocho años, primer semestre de Química en la Universidad del Valle, de un compañero mayor que no respondió por el niño ni por el hombre. Dice que era hermano de un senador de la República y que ella tenía aires de Farrah Fawcett.
-No éramos pareja. Él primera vez y primera vez todo… Él fue el que me inauguró, imaginate. Yo nunca pensé, cuando hacía mis planes de niña… Yo nunca asimilé tener familia. Sería porque a mí me tocaba ayudar a mis hermanos porque yo era la mayor. Me tocaba con todo ese mundo de chinches lavarlos, bañarlos, limpiarles el…
XIII.
A veces parece ir en un barco agitado, de un lado a otro. Por momentos puede hablar de detalles, fechas, nombres: de certezas. Pero es más normal que se le escapen esas precisiones en la marea viscosa que es la memoria. Yo no lo impido, hablo poco.
-Ha cogido a decirle a las niñas que le muestren los senitos y les da diez mil pesos.
Pero claro que me hago preguntas. Pero claro que pienso en límites, en imposibles.
Lo más curioso de la casa es la forma en que los hechos violentos del pasado son asimilables como una prolongación de los días de ahora. No son una ruptura, unantesyundespués, sino un reverso constante en el tiempo.
Lo de las niñas me lo contó en la primera entrevista junto a otras quejas de David que aunque sonaran a ello, al desahogo de una mujer por las inconsistencias de un hombre, en realidad tenían el peso de la comprobación: más que un don juan atrapado en un cuerpo descomunal, es un hombre violento, incapaz de reconocer los derechos de las mujeres que a esa edad aún son niñas.
Dijo que iba a sacarlo de la casa, que lo iba a denunciar. Por eso me sorprende verlo en la mecedora de mimbre ese día y que me salude con un “hola” largo, piropeado.
A Amparo la sorprende cada vez: David, el hombre detenido en el tiempo de otros hombres que nacieron y murieron antes y que seguirán naciendo. Un tiempo sórdido, sostenido y flotante: partículas de polvo en un eterno vendaval.
XIV.
En 1997 Amparo manejaba un negocio de comidas rápidas con una amiga, un carrito de asados y delicias que había aprendido a preparar en cursos de culinaria. El negocio, como todo rebusque, dejaba ciertos márgenes pero nunca lo suficiente. Su amiga le anunció que viajaría a España y que deseaba venderle su parte si es que no se animaba a ir con ella. Amparo aceptó pagar mientras pensaba en la oferta. El destino era una población pequeña, Orense en Galicia. Tal vez por el desapego que ya le despertaba David se decidió tiempo después, cuando su amiga ya había hecho tour por Europa y estaba radicada en Madrid con una pareja.
Amparo viajó a Orense de forma legal y si hoy decidiera ir a España de nuevo, dice que podría hacerlo sin problema. Apenas llegó tuvo consciencia de las nuevas circunstancias: el negocio donde la recibieron no era un restaurante, como había mencionado su amiga, sino un bar que funcionaba en el subterráneo de un edificio de pocos pisos, en una zona comercial. El dueño le quitó el pasaporte, pero siempre le entregó un porcentaje razonable del dinero que ganaba con cada cliente. Algo como un soft trafficking, una captaciónno del todo coercitiva pues podría regresar a Colombia cuando completara el dinero del pasaje, si es que aún quería regresar.
De su amiga no volvió a saber. Son casos recurrentes los de los vecinos, amigos, familiares o parejas sentimentales de las víctimas que forman parte de la red de trata de personas, como primer eslabón.
Amparo se quedó trabajando en el bar poco más de un mes, sin sentirse de todo explotada pues además del dinero podía llamar a su casa, contar lo que le estaba pasando. David le decía “No, mija, tranquila que yo acá la apoyo”, y cuando ella le explicaba que estaba prostituyéndose en turnos de doce horas -de tres de la tarde a tres de la mañana- él volvía a responder, “tranquila, quedate allá”, como si la llamada fuera más para pedirle permiso que ayuda. En esos años no tenían problemas económicos serios y ella todavía se pregunta por qué su marido no se alarmó ante lo que estaba viviendo.
Es una pregunta que tendríamos que hacernos como sociedad porque hemos construido la idea de que la violencia que se “asume”, que se “acepta”, es merecida, incuestionable.
XV.
Hay un concepto, el continuum de violencia, que explica que los crímenes sexuales cometidos en medio de conflictos bélicos tienen su fundamento en la violencia estructural contra las mujeres que impera en las sociedades. El hecho de que la violación haya sido y sea un instrumento de las tropas para lograr sus fines -aunque éstos últimos hayan mutado- tendría que ver con la frecuencia y naturalidad con que en tiempos y geografías de paz se cometen estos delitos.
-Entonces uno bajaba por la parte de atrás, pero ahí sabían que era un bar, la gente que vive allí. Entraba uno por un zaguán. Entonces yo llegué allá y sí, me tocaba que hacerlo y bastante. Yo no duré mucho, me fui para el médico, hablé, porque nos tocaba que ir a que nos revisaran, nos dejaban ir, el señor nos dejaba salir pero sin entregarnos los papeles. Entonces yo lo convencí, que si era que él me podía entregar el pasaporte porque era que yo tenía que ir al médico porque estaba muy mal, porque una persona que estuvo allá me había desgarrado, estaba sangrando demasiado y me dio hemorragia. Era un señor de Mozambique y me abrió como una gallina, horrible, eso fue terrible.
Le entregaron el pasaporte. Pronto regresó a Colombia.
“El machismo”, decimos como una forma de alivio. Sale tan fácil. Dos palabras. A veces su equivalente técnico: patriarcado. Una palabra. Lo demás está implícito con severidad. Que es violento, culpable, corrosivo.
El patriarcado es violento, una forma de alivio como concluir cuando hemos perdido algo que igual no tenía valor.
El patriarcado no es humano porque parece eterno, omnipresente. Una muletilla de la conciencia que nos revela la violencia como una cuestión ajena, en la que estamos inmersas -desde siempre- como víctimas, señalando hacia afuera.
Da la sensación que hablar de “patriarcado”, “capitalismo”, “sistema” se ha convertido en una forma de rendirnos, de dejar de buscar palabras.
Violencias letales interpersonales son aquellas cometidas por compañeros sentimentales actuales o previos, que causan la muerte de una mujer. La etiqueta general es feminicidio, un concepto nuevo en Colombia, popular desde 2015 cuando se promulgó la Ley Rosa Elvira Cely, llamada así porque fue ella la mujer violada, empalada y apuñalada en el Parque Nacional de Bogotá, y su caso el que implicó un cambio en la legislación para que el asesinato de mujeres por ser mujeres tuviera condenas mínimas de cuarenta años, sin posibilidad de preacuerdos o rebajas de pena por aceptación de cargos.
Tal vez la novedad de la palabra y una mala costumbre hacen que la relacionemos con desamor o exceso de amor o enfermedad de amor o amor mal pagado: lo interpersonal. Sin embargo, en nuestro país -uno de los que presenta tasas más altas de feminicidio en el mundo- predomina la violencia por oposición, la impersonal.
Un poco contra todo pronóstico porque aquí las noticias sobre feminicidios tienen esa firma de autor que deja espacio al misterio de la relación entre víctima y victimario, al suspenso sentimental: que a Rosa Elvira Cely, de “treinta y cinco años”, la mató un “compañero” del bachillerato nocturno con el que “salió” después clase, a las “diez de la noche”, a “departir”.
En Colombia, como en El Salvador, los feminicidios cometidos por parejas o ex parejas son apenas el 3% del total. En Francia y Portugal, países con tasas muy reducidas de este delito, son el 80%.
No es gratis. Colombia y El Salvador comparten la cicatriz de conflictos armados que se transformaron y entraron en las ciudades, como ácido a través de metal, después de diversos intentos de paz. Así, las violencias impersonalesprevalecen en estos contextos para hablarnos de que la llamada violencia basada en género puede estar más arraigada en la guerra que en la tradición, o mejor, en las patologías que la muerte y la ruina incesantes del conflicto le han contagiado a nuestra cotidianidad: lo que se solía llamar “ira e intenso dolor”, que es en realidad la legitimación de una masculinidad pornográfica y asesina; lo que llaman “intolerancia”, que no es otra cosa que el abuso del poder; o la famosa “indiferencia”, que es simple y llano acomodo.
Decir que es el patriarcado el productor de estas violencias es como ponerle saco y corbata a la palabra, animarla con una maletita ejecutiva, convertirla en un sujeto sin cara. Es aliviarnos con la idea de lo ajeno, de lo que corresponde a quienes organizan el mundo como duendes perversos, cuando tiene que ver con un gesto nuestro, colombiano: el de estar a gusto y prosperar en medio de la devastación, desconocer que la guerra nos ha alcanzado, que se tomó sus licencias plagadas de crueldad en el parque Nacional de Bogotá un día de 2012.
En ese sentido, hace falta una lectura más aguda de la dirección de la violencia, que aquí no va lineal desde la paz hasta la guerra. Ello podría ayudar, por fin, a comprender la importancia del desescalamiento del conflicto no sólo en la construcción de paz social, sino en la erradicación de la violencia contra las mujeres en contextos urbanos y domésticos, geografías que no han sido alcanzadas por los grupos armados pero que desprenden el tufo de la atrocidad: el hierro oxidado ebullendo del charco de sangre que refleja las primeras luces del sol y salpica el pasto con un rocío oscuro en el Parque Nacional.
XV.
Amparo denunció la violación ante la Fiscalía el mismo año pero no ha habido avances en la investigación y ya dejó de esperarlos. También declaró para que el caso fuera incluido en el Registro Único de Víctimas (RUV) que es el sistema en el que deben inscribirse las víctimas del conflicto armado para acceder a medidas de asistencia y reparación. Amparo es una de las 28.559 personas que sufrieron delitos contra la libertad y la integridad sexual en la guerra.
Hay cifras que hablan de menos víctimas y de muchas más. Con corte a 2018, el Observatorio de Conflicto y Memoria del Centro Nacional de Memoria Histórica indica que 15.738 personas sufrieron violencia sexual en el conflicto, mientras uno de los estudios cuantitativos más citados sobre el tema, la Primera encuesta de prevalencia de la violencia sexual en contra de las mujeres en el contexto del conflicto armado colombiano (2001-2009) se refiere a 94.565 víctimas solo de violación.
El acceso carnal violento no es la única modalidad de violencia sexual. La encuesta también preguntó por la prostitución, el embarazo, el aborto y la esterilización forzados. Las cifras, desarticuladas como están -quizá por lo que implican las diferentes formas de categorizarlas-, hablan de distintos grados de fatalidad pero ilustran la conclusión que la Corte Constitucional sacó en 2008 por medio de resolución judicial Auto 092: que la violencia sexual contra las mujeres es una práctica “habitual, extendida, sistemática e invisible en el contexto del conflicto armado colombiano”.
Invisible, que no se puede ver aunque implique algo de esta magnitud: en el conflicto han sido violadas tantas mujeres como habitantes hay en la capital del departamento de Arauca. Casi cien mil. Y cien mil mujeres son eso, metiéndolas en una ciudad, en un estadio, en varios salones. El periodismo y sus intentos de mostrar, de visibilizar lo desproporcionado.
Invisible. Un adjetivo que debe estar más relacionado con los niveles de impunidad que con el total de víctimas. De las mujeres que participaron en la encuesta citada, el 82% afirmó no haber denunciado la violencia sexual sufrida. Para el año 2008, la Defensoría del Pueblo estableció que el 81% de mujeres desplazadas que habían sufrido violencia sexual no denunciaron ese hecho ante ninguna institución. Sí el desplazamiento.
Eso en cuanto al subregistro.
De los casos denunciados se puede dibujar el panorama a partir de un informe de seguimiento al Auto 092. Éste último, además de definir la violencia sexual como una práctica habitual en el conflicto, ordena a la Fiscalía General dar celeridad a la investigación y sanción de un determinado número de casos remitidos en el mismo documento.
En los 191 expedientes seleccionados se señalan 201 presuntos autores. A la fecha del informe, 2011 -tres años después de la resolución judicial-, sólo 4 casos habían terminado en sentencia condenatoria; 14 habían sido archivados por inhibición de la Fiscalía o porque precluyeron, y la mayor parte estaban en etapa de investigación sin presunto autor vinculado.
El informe de seguimiento más reciente, el sexto, publicado en 2016 habla de un nivel de impunidad del 97% tras siete años de la expedición del Auto.
XVI.
En el marco de procesos de paz recientes el balance de justicia tampoco es positivo.
Según la Corporación Humanas, en las audiencias a los paramilitares que se acogieron a la Ley de Justicia y Paz, cuando se les preguntó por las violaciones y otras formas de violencia sexual que habían cometido dijeron no comprender por qué se hablaba de ese tema, “si esa mujer era mi novia”, “si era la pareja del comandante”, “si fue consentido”.
Según los datos de la Unidad Nacional de Fiscalías, a 2010 -cinco años después de sancionada la Ley 975 de Justicia y Paz- de 300.000 conductas documentadas como crímenes de las autodefensas apenas650 correspondían a violencia sexual. Asimismo, de los más de 60.000 hechos confesados en el marco del proceso, sólo 40 correspondían a delitos de este tipo.
Los números permiten interpretar que la ocultación, más allá de responder a la cultura de la naturalización o a un gesto de vergüenza tardía, tiene sustento en las bases de lo negociado. La Verdad no es un eslabón del proceso de paz con los paramilitares, sino un concepto concebido con maña a la hora de admitir un delito que para nada es menor o que, más bien, ha dejado de serlo: la violación es un crimen de guerra, según el Estatuto de Roma, además de un crimen de lesa humanidad, mediante Resolución 1820 del 2008 del Consejo de Seguridad de la ONU y un crimen constitutivo de tortura y genocidio según el Protocolo de Estambul y los tribunales internacionales para la ex Yugoslavia y para Ruanda. Bajo estos estándares, entonces, el crimen sexual no es amnistiable ni indultable.
Según Humanas para 2015 existían apenas 5 condenas de Justicia y Pazpor violencia sexual.
Cinco son los dedos de una mano.
Cinco las vocales que recitan los niños cuando están aprendiendo a leer.
El prontuario paramilitar en materia de delitos sexuales es tan cuantioso que debería tener un lugar en el relato elemental (en el paisaje) del conflicto porque cómo olvidar que los hombres del Bloque Pacífico Héroes del Chocó violaron decenas de mujeres negras por divertimento racista. O que el Bloque Norte asesinó mujeres indígenas y luego pintó las casas donde aún vivían sus familias con grafitis que ilustraban violaciones por distintas cavidades del cuerpo, senos amputados y vientres abiertos, como parte de la estrategia para desplazar a la comunidad wayuu de Bahía Portete, Guajira. O cómo no pensar en la imagen de tres cuerpos femeninos quemados con insecticida y sepultados en las fosas que cavó el Bloque Central Bolívar como parte de su “escuela de la muerte” en Puerto Torres, Caquetá, creada con el único objetivo de encontrar métodos eficaces para la tortura y la desaparición. O en los testimonios entrecortados de las mujeres de El Arenillo, Palmira, cuando llegan a la parte de la historia en que un comandante del Bloque Calima entra a sus casas y les impone sus fantasías sexuales nauseabundas. Mujeres trasquiladas en plazas públicas, empaladas en campos abiertos.
XVII.
En 2016 se estaba negociando otra paz, la del Estado y las FARC. Pero en Tumaco todavía se podían escuchar las conversaciones sicariales en cualquier heladería.
Los sustentos del conflicto no habían mutado desde 2004, seguían siendo la hoja de coca y su imbricado destino; en 2015 los cultivos de uso ilícito aumentaron un 39% en esa población y a la violencia le empezaron a surgir aristas, cabezas de Hidra mitológica: se formaron nuevas organizaciones como Gente del Orden y la Oficina Sicarial del Pacífico, ésta última con sede en Llorente, y las tradicionales como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y Los Rastrojos continuaron delinquiendo, al igual que varios grupos armados organizados sin identificar.
Lo que más preocupó a la opinión pública, sin embargo, fueron las acciones armadas de las disidencias de las FARC enredadas, por supuesto y más que nunca, con el narcotráfico mexicano.
El medio de comunicación Pacifista! concluyó en una entrevista con la personera del municipio, Anny Castillo, que “El tema tiene en incertidumbre a los habitantes de Tumaco, para los que, con proceso de paz o sin él, el territorio va a seguir siendo un punto estratégico para el comercio de drogas y armas”. Lo resumió de otra manera la ex alcaldesa de Tumaco, María Emilsen Angulo, en una carta enviada al presidente Juan Manuel Santos en 2015, pleno apogeo del proceso de paz: “nuestra situación es ahora igual o peor que la vivida en los tiempos más fatigosos de esta crisis que originó el conflicto armado”.
Para finales de 2018, según el informe Guerra reciclada de Human Rights Watch, los homicidios en esta pequeña población del pacífico, de 210 mil habitantes, aumentaron un 50% comparado con 2017; un dato incoloro frente al júbilo gubernamental condensado en aquella frase que buscaba la rima libre y la posteridad: “A alias Guacho se le acabó la guachafita”.
La noticia del abatimiento del hombre más buscado en Colombia por comandar las disidencias de las FARC en el suroccidente del país, hizo que por primera vez pudiera escuchar, en la emisión central de un noticiero y de boca del nuevo presidente de la república, el nombre del municipio de Llorente. Era 21 de diciembre. Pensé en Amparo.
Si su violación aparece en el Registro Único de Víctimas es porque no hay manera de que algún hecho ocurrido en Tumaco esté aislado de lo que le circunda.
XVIII.
La violencia sexual asociada a la guerra presenta unas dificultades en gran medida mayores para su investigación y sanción dado el carácter simbólico colectivo de los hechos. No es una persona, un enfermo o un monstruo, el que accede a la intimidad de una mujer, sino toda una estructura. Porque el crimen es de una violencia expresiva, un discurso que pretende dar el mensaje de quién detenta el poder.
¿Sobre quién recae la responsabilidad de una violación?
¿Sobre el o los individuos cuyas identidades se hace imposible conocer?
¿O sobre la línea de mando de la organización a la que pertenezcan, dato que también es difícil determinar?
Y, además, cómo cotejar, cómo saber quién es quién, cómo exigir un examen médico legal inmediato, cómo abrir un proceso, si alrededor sólo rugen las balas.
XIX.
-¿Ella no te ha mencionado que fue trabajadora sexual y que su hija también?
No en esas palabras ni con esa corrección política, pero lo había mencionado.
-Pues también les sugirió a otras mujeres del proyecto decir que habían sido víctimas de violencia sexual, sin que eso les hubiera pasado- me contó la persona que me presentó a Amparo.
Me recomendó que fuera despacio, con la atención en el relato porque no era el único inconveniente que se había presentado con Amparo en el proyecto de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA que ella coordinaba y en el cual participaban mujeres víctimas de diferentes hechos del conflicto.
Ir despacio era insuficiente. Lo asumí como traición. Quise abandonar. ¿Qué significaba?: ¿que yo estaba escribiendo una ficción? No entendí cómo podía instar a otras mujeres a crear relatos sobre un hecho tan doloroso, como ella misma lo había esbozado para mí, como si fueran cosas de pasillo. Sentí que era terreno yermo. Quise abandonar.
No pude abandonar.
Regresé a su casa, irritada y aguda, dispuesta a corroborar el relato punto por punto, palabra por palabra: escuchar de nuevo ciertos fragmentos de la historia, captar qué era distinto esta vez, contrastar sus propias versiones, enfrentarla. Memoricé los detalles de las entrevistas pasadas, redacté el cuestionario y volví, entre otras razones porque ella es una víctima y sobreviviente visible en Cali, reconocida por su participación en procesos y organizaciones. No podía abandonar. Llevé unas tostadas integrales en caso de que el ambiente se pusiera raro, inexpugnable. Una bandera blanca: las veces que nos hemos visto en su casa no ha faltado el café de la tarde.
Es el último día de octubre de 2018. Cierra la puerta de la habitación tras de ella, dice que ya vuelve. Me quedo a oscuras, intentando conservar el brío, en ese lugar entre sagrado y a disposición que es su cuarto.
-Angélica, adiviná qué… ¡Hagamos comitiva!- y entra devolviéndome la luz de la sala, con dos pocillos que me extiende, luego un plato con masas fritas de trigo.
Invita a pasar para tomar una masa y un tostado a Sandra, la mujer del Centro Democrático que le está ayudando a dirigir la fundación, quien tiene la tarea de registrarla en Cámara y Comercio, caracterizarla y ponerla a funcionar con los aportes del partido.
-Entonces este es el rinconcito… Yo no lo conocía- dice Sandra desde la puerta.
Llevan varios meses trabajando juntas en la casa, pues la fundación no tiene sede.
Yo estaba prácticamente echada en la cama, con los dedos grasosos, sosteniendo dos masas al tiempo y tomando café rebosante, dulce.
Y lo entiendo, ipso facto, la frase que leí alguna vez aislada de contexto: “No puedo aportar la realidad de los hechos, solo puedo ofrecer su sombra”. Y la sombra encierra una paradoja en relación con la luz: son directamente proporcionales.
Amparo es generosa, desinteresada conmigo que sólo le prometí estas páginas a cambio. Lo sinuoso de la historia, lo oscuro, los vacíos, hipérboles, la filiación política del momento e incluso la invitación a sus compañeras para hacerse pasar por víctimas de violación, todo aquello tendría una base. Lo inadmisible sería desechar el relato entero, las tardes de entrevista frente a frente en las que Amparo me dejó expurgar lo inenarrable.
Como a una niña que toma una rama para punzar un ave que está en el suelo.
Abandonar en nombre de la veracidad y el rigor periodístico hubiera sido un despropósito. Son valores de los que sospecho hace tiempo.
Hay un principio consignado en Ley de Víctimas, Artículo 5, Principio de buena fe, por el cual el Estado debe presumir que quienes dicen ser víctimas lo son.
La buena fe y el periodismo riñen tal vez porque en el imaginario de la profesión es la mala fe lo que impera en la sociedad, y la mordacidad lo que debe contrarrestarla, prevalecer.
O tal vez porque la buena fe es una decisión, un acto de horizontalidad, como sentarse junto a alguien. Sentarse nada más.
“No puedo dormir me siento sucia y me siento con mucho dolor en las nalgas y me siento que todavia alguien me persigue. Señor Dios son las 2 y media y quiero dormir Ayudame no dejes que estos pensamientos vuelvan Dios por favor en ti me encomiendo”, leo en una página de la copia que Amparo le sacó al cuaderno antes de que se perdiera.
XX.
La base de esas zonas oscuras del relato podría ser una mirada que se me escapa, una a la que había planeado recurrir pero no como salvavidas de sentido. Contacto a una psicóloga, Emilse, que trabajó en el Programa de atención psicosocial y salud integral a víctimas (PAPSIVI) del Ministerio de Salud, para preguntarle, sobre todo, por el trauma y sus efectos en la memoria y en la identidad.
-La violencia sexual es irreparable- anticipa cuando estoy por preguntarle algo concreto.
Y nunca lo había pensado. No después del trabajo de campo. Cómo llegar a imaginarlo si se trató de ir donde nos citáramos, escucharlas, admirarlas, despedirnos y luego volver a mi casa, en ese contraste salvaje que es el regreso a la vida segura, en la cual no ha existido una noche, ni una sola, de temer que en mi cuarto me alcancen manos indeseadas.
Las afectaciones de la violencia sexual constituyen límites de las dimensiones humanas -la física, la emocional, la familiar-, no por el trauma en sí mismo, por el hecho y su recuerdo, sino por la respuesta social, el modo como general y colectivamente afrontamos que una mujer nos cuente que ha sufrido un ataque sexual pues dicha respuesta está condicionada por el pudor y la culpa que envuelven la sexualidad femenina.
En este punto cabe reflexionar sobre el hecho de que el delito sexual linde con los terrenos de la sexualidad femenina, entendida como un ejercicio de disfrute. Hablar de una violación no debería tener la misma carga moral que hablar de la intimidad. Hablar de un crimen, denunciarlo, no debería equipararse -en ningún imaginario- con hablar de los momentos de claridad destellante que nos regala el cuerpo cuando es libre y cuando es propio. Emilse me dice que aquellas representaciones son una consecuencia directa del desconocimiento de nuestros derechos sexuales y reproductivos.
Sobre el daño emocional, me cuenta que es en caída libre. La memoria y la identidad entran en crisis. Surgen dos preguntas que no dan tregua: por qué me pasó a mí y quién soy tras el hecho. Aparece la culpa, intermitente; el rechazo por la apariencia, por las formas.
El trauma tiene dos tendencias: la hipersensibilización o la anestesia. “Es algo que tú quieres sacarte con otra persona. Yo me volví gritona, irritable”. Amparo insultaba sobre todo a David.
De ambas tendencias se desprenden las dificultades para volver sobre los hechos y narrarlos respondiendo a las cinco W’s.
Físicamente los efectos son dolores que el cuerpo recuerda contra su voluntad, a veces por medio de una herida, de una marca en la piel; a veces mediante la somatización. A Amparo le quedó un escozor profundo en los glúteos, una especie de quemadura porosa como los corales. Cada mañana debe bañarse con agua fría y un exfoliante. El frasco medio vacío se me aparece cada vez que entro a su baño.
A nivel familiar la afectación es una grieta. Las relaciones de pareja tienden al fracaso porque se rompe el vínculo que une a la víctima y sobreviviente con su capacidad de disfrutar la intimidad.
-El daño podría afectar la vida sexual de forma permanente cuando no hay acompañamiento terapéutico o acompañamiento por parte del esposo.
También se dan casos en los que ese vínculo no se rompe pero se distorsiona.
La otra familia, la de padres y hermanos, puede generar prejuicios que se cristalizan en la evitación, en el silencio. Un silencio como el presupuesto de lo que está bien, de lo que es cómodo, de lo que mantiene el orden.
Con todo ello, le pregunto a Emilse si cree que el tiempo o la posibilidad de justicia punitiva pueden atenuar el dolor, a lo que responde que ni lo uno ni lo otro. El tiempo es una variable que se puede despreciar, pues no constituye -en sí mismo- un elemento reparador activo. Me explica que quizá lo más importante para una víctima y sobreviviente es el primer contacto, la atención que le brinden recién ocurridos los hechos, y que ésta siempre debe contemplar un enfoque diferencial, pues la comprensión de la subjetividad es lo que permite trazar una hoja de ruta terapéutica.
Sobre la justicia punitiva -esa que claman algunos sectores políticos, la que busca el encierro de la bestia en el calabozo donde subyacen las cosas que han dejado de ser humanas- me dice que si bien la impunidad constituye un factor degradante en muchos casos, su experiencia la ha llevado a creer que para las víctimas la justicia es una cuestión de dignidad humana, al igual que la paz. Para ellas, lo importante es dejar de sentirse ciudadanas de segunda por un delito que alguien cometió sobre sus cuerpos y esto va más allá de una condena. La dignidad radica en la capacidad de comunicar su verdad y escucharla de voz de quienes perpetraron el crimen.
-Para la salud mental de un país lo más importante sería crear garantías reales para que la verdad se conozca y para que los hechos no se vuelvan a repetir.
XXI.
Otro café. Sus sombras junto a las mías. La luz blanca y caliente. Las preguntas deshechas.
Me cuenta de sus procesos, en los que participa y los que está llevando a cabo con la fundación. Es una víctima y sobreviviente visible en Cali, por lo que el Centro Nacional de Memoria Histórica la convocó hace meses para una investigación que es insumo en la construcción de la Casa de las Memorias del Conflicto y la Reconciliación, que se inaugurará este año en la ciudad.
En los últimos meses ha participado en un proceso que tiene la particularidad de ser un experimento guardado con secretismo. Es coordinado por la Vicaría de la Arquidiócesis de Cali y dirigido por un sacerdote reconocido en la ciudad. En ese espacio Amparo comparte salón con ex combatientes de las FARC y todos tienen la tarea de plantear proyectos productivos que la Arquidiócesis va a financiar.
Cuando intenté contactar al trabajador social vinculado al proyecto, quien está a cargo, evadió la posibilidad de reunirnos, quizá por la naturaleza exploratoria de la experiencia y entonces me quedé con los comentarios de Amparo y una de sus compañeras, también víctima y sobreviviente de violencia sexual: que es una actividad importante para la formación empresarial pero estéril respecto a la reconciliación, porque “ellos” siguen siendo “ellos” y “nosotras”, “nosotras” y nadie da el brazo a torcer.
Estaría por comenzar otro proceso al que fue invitada, una escuela de formación para mujeres víctimas de violencia sexual asociada al conflicto que será dirigida por Fabiola Perdomo, la directora territorial de la Unidad de Víctimas en el Valle. No ha decidido si participar pues en algún punto estos procesos, que ocupan sus días y su mente, le han dejado sólo el vértigo de lo que termina pronto y la carga de tareas que se inician por gusto y se terminan por compromiso, como si necesariamente lo que se emprende de buena voluntad en este país tuviera que desembocar en una orilla burocrática y poluta.
Amparo quisiera que los procesos fueran un lugar de paso, un refugio para hacer el tránsito del trauma, la crisis, el duelo al mundo exterior. Creo que permanece en la idea de darse tiempo para volver a ser y que por ello evita salir de su casa. En su casa hace la primavera.
Mientras hablamos dentro de la habitación, la sala está ruidosa de niños vestidos de domingo, con camisitas a cuadros y blue jeans rectos y de niñas con trajes vaporosos adornados de cintas en tonos pastel. Ninguno está disfrazado, pero todos muy elegantes. Es Halloween y la fundación citó a las mamás con hijos pequeños para celebrar el día regalándoles una bolsa de dulces. Me alcanzan una porque alguna vez, no hace mucho, fui una niña. Los veo a ellos, acartonados, sin jugar, ahogando el llanto que causa lo desconocido. Sandra entrega las bolsas y pone a las mamás a firmar una planilla de control. Me pregunto si es para ellas o para el partido.
Apago la grabadora. La noche se siente caer. Paso a la cocina para despedirme de Faride, que me saludó al llegar. Y dice que cómo voy a irme, que ella está haciendo chocolate para todos: las niñas, David, los abuelos, Amparo, un primo que llegó de visita, Sandra. La olleta chilla a fuego alto y el pan se desmorona en una bandeja.
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