“Aquí el peor insulto es sapa”.
Existen muchos mitos, leyendas y cuentos sobre la olla del barrio Sucre en Cali, algunos son sólo hechos fantásticos, pero otros no.
Por: Angélica Rodas
Está, por ejemplo, el menor de ocho hermanos que lleva más de 40 años viviendo entre dineros, drogas y prostitución. Este hombre para ganarse la vida ha robado desde billeteras hasta casas; ha sido expendedor de marihuana y cocaína en la Cárcel Nacional de Villanueva; ha formado parte de Los caleños, una pandilla de la calle el Calvario en Bogotá; y ahora es dueño de una ferretería. Está el cuento de un grupo de jóvenes que, por falta de apoyo social, terminan metiendo vicio, muertos o en tres de las pandillas más peligrosas de la comuna 9, entre éstas “Los Chicos Malos” y “Los Chachos”. Está el cuento del segundo barrio donde se cometen más hurtos a personas en todo Cali, sin embargo, una de las “leyes” de Sucre es no robar a vecinos y mucho menos comprar esa mercancía. Se dice que en este sector, uno de los más peligrosos y pobres, las personas que sobreviven, sean gays o heterosexuales, lo han hecho a pulso, poder y sangre.
Este lugar se parte en dos: el comercio legal y el “underground”. Si va en busca de materiales de construcción, encuentra cuatro calles repletas de ferreterías con piezas desvencijadas, tornillos, varas, relucientes tuberías, puntillas, inodoros, baldosas de todos los motivos, entre otras cosas; además de unos mendigos que miran y piden dinero para comida. El miedo de los visitantes se nota en sus caras: no miran a nadie, entran, compran y se van, el menor grito los eriza y quieren pasar desapercibidos. Yo no era la excepción. El día que hice mi primera visita de campo, lo único que pasaba por mi cabeza era “me van a robar”. Caminé por la calle 16 hasta llegar al local de las Yoplin, donde me encontré con don Milton, un hombre de no más de 50 años, usa unas ray ban negras que sólo se quita para vender o comprar mercancía. Antes de hablar con él, hice un pequeño recorrido por los alrededores, siguiendo algunas indicaciones – no pase por esta cuadra, camine despacio por ésta y no se detenga si no va a comprar algo-.
El miedo de los visitantes se nota en sus caras: no miran a nadie, entran, compran y se van, el menor grito los eriza y quieren pasar desapercibidos. Yo no era la excepción
No estuve tranquila, recordé una historia que contó mi padre sobre una amiga suya que quedó ciega de un ojo cuando un indigente se lo escupió porque no le quiso dar una monedita.
Don Milton, uno de sus empleados y yo, hicimos el recorrido por “Puerto Heroína”, el nombre de la olla. Son cuadras y calles apretadas, se ven indigentes viviendo en andenes con puntillas clavadas para colgar un plástico que utilizan como techo. Personas que se levantan con el propósito de conseguir plata para drogas y combinado – arroz, lenteja y tajada por 1000 pesos-, pero para algunas su propósito es inventarse otros mundos y realidades, no estar consientes; por eso roban, piden limosna y “hacen mandados”. Las cuadras están repartidas por callejones y lugares prohibidos. Para entrar en ellos se tiene que pedir permiso. Don Milton o mejor el Melli – como le dicen los del barrio- se pasea tranquilo por todos lados; saluda a locos y policías por igual. Las personas lo observan con respeto y admiración, si estás con él nadie te toca ni te fija la mirada por mucho tiempo.
Es el cuarto o quinto entre ocho hermanos, no sabe la posición con certeza porque se pelea el puesto con su mellizo. Pasó su infancia y adolescencia en el barrio Sucre. Desde pequeño vivió con travestis y prostitutas, vio cómo la gente se moría en las calles y se tiraba de los edificios. Aprendió a utilizar el machete a los 12 años y supo que con sólo mirar cómo se para su contrincante podía ganar. Comprendió que todo se compra y se vende en “Puerto heroína”, desde la comida putrefacta hasta la gente. Cuando era adolecente, sus padres no le podían pagar los estudios, porque el negocio de bicicleticas no andaba bien, por eso decidió hacer parte de una de las pandillas del momento, hoy llamada “Los chicos malos”. Lo llamaban El Melli “sólo robábamos, pero con el arresto de mi hermano, comenzamos a llevar droga a la cárcel de Villanueva, cuando le hacíamos visita. No duró mucho porque unos vecinos le pagaron al RIS, un grupo que robaba bancos en Cali y hacía limpieza social, para que nos sacaran, entonces salimos corriendo para Bogotá”.

En Bogotá don Milton y su esposa Sonia vivieron en el Cartucho, que, en su tiempo, era el símbolo de la mayor degradación social urbana del país, uno de los más grandes lugares de consumo y venta de drogas en la ciudad. Tuvieron tres hijas y El Melli fue el líder de una pandilla llamada Los caleños. Por problemas de riñas la familia Yoplin regresó a Cali.
Una de las reglas más importantes de Sucre es no robar en el barrio. Doña Sonia sólo en una ocasión ha tenido problemas con “ratas”. “En el barrio no se puede comprar mercancía robada de alguien que trabaje o viva aquí y mucho menos se puede robar. Me acuerdo de un gonorrea hijueputa que me robó un contenedor y lo compró el man de la tienda del frente, apenas me enteré fui por el contenedor. Para vengarme, por más de una semana pasaba al puesto de policía, les llevaba pan y gaseosa, (…) y ellos golpeaban a mi “vecino”. Nadie me podía decir nada, así es la regla”, comentó.
Algo que caracteriza a “Puerto Heroína” son los ladrones, todos los días pasan jóvenes que quieren vender inodoros robados para comprar droga. Uno de los más reconocidos es el marica Walter, que roba en el centro y consigue de todo (calzones, maletas, camisas, gafas, zapatos). El mayor riesgo de su trabajo es que “lo cojan con las manos en la masa” porque si eso sucede lo golpean hasta que no se pueda levantar. A pesar de ese inconveniente Walter nunca ha pensado en renunciar, para él eso son los gajes del oficio.
Para El Melli en “Puerto heroína” hay dos hechos que lo marcaron: la primera fue algo que pasó después de la muerte de Martínez, un hombre que ayudaba a las personas que vivían en Sucre. El día del entierro, como es costumbre, la gente llevó agendas para anotar el número del chance, todos ganaron menos don Milton que no apostó, pero por el respeto que le tenían, algunos de sus amigos reunieron dinero y se lo regalaron. En ese momento él entendió el afecto que le sentían sus panas. La segunda, fue cuando don Milton le enseñó a algunas personas del barrio a hacer billetes piratas. En Sucre la mayoría de los billetes de mil, dos mil y cinco mil son falsos porque su elaboración es bastante sencilla según me explicó.

En Sucre, las pandillas y sapos son temas de cuidado. Antes de contratar a un empleado, don Milton le advierte sobre cómo debe comportarse, le dice que tenga mucho cuidado con las personas con las que hace tratos porque la mayoría de los pelados que viven por ahí, forman parte de pandillas, trabajan periquiados o después de aparecer en camionetas -por negocios ilegales que hacen- a los pocos días están muertos. En el barrio uno de los miedos más grandes es que los jóvenes terminen metidos en problemas con la gente de los parches, ya que si “se enamoran de ellos”, no los van a dejar en paz hasta que sean parte del grupo o los maten. En “Puerto heroína” los insultos como pichurria o malparido son tan normales como saludar, pero la comparación con un anfibio puede llevar a la desgracia, “aquí el peor insulto es sapo” y a la persona que le dicen así no puede regresar al barrio.
Las dos caras de Sucre se enfrentan todos los días. A las dos de la mañana llega la mercancía robada y sale el dinero que se gana por la prostitución y la droga, mientras algunos se lucran de los negocios, durante años han muerto indigentes de inanición, sobredosis, y se han violado a las mujeres. En esta pequeña ciudad la geografía moral cambia radicalmente: los malos no lo son y lo bizarro es la norma. Desde hace años aquí conviven los locos, los que simulan serlo para pasar inadvertidos, los que parecen locos y los sobrevivientes. Entendí lo que significa Sucre sentada al frente de la ferretería, viendo pasar el camión de la basura sin detenerse, observando la gente correr detrás para tirar en él sus desechos. Le pregunté a El Melli ¿por qué no para? Él se quitó sus gafas oscuras y dijo: “es que cuando para los indigentes lo saquean buscando algo que puedan vender o comer”. Don Milton le gritó al conductor del camión, éste bajó la velocidad y salió uno de los empleados con dos tarros de basura y logró, gracias a su jefe, cumplir el objetivo. Luego de pasar el camión y rodeada de pequeñas fogatas de basura, doña Sonia se sienta a mi lado y susurra: “Sucre es un lugar de miedo y respeto”.
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