Maleta en mano, pequeña para despistar. Cámara fotográfica colgando del cuello. Gafas oscuras, bufanda en croché y jersey negro, gorro francés coquetamente inclinado hacia adelante. Lugar: aeropuerto internacional Alfonso Bonilla Aragón. Ciudad: Cali, Colombia; temperatura: 32º a la sombra.
Por: Julián Espinoza
Rosa María Esguerra, zapatera de oficio, emprendedora por convicción y negociante de lechonas, pulseras y rifas por necesidad, camina firmemente por el pasillo de embarque del aeropuerto. Atrás, su familia contiene las lágrimas para no delatar su partida definitiva. Rosa viaja con la promesa legal de retornar al país al término de sus vacaciones, pero con la convicción absoluta de no volver hasta conseguir dinero suficiente para pagar las deudas del viaje, la hipoteca de la casa y el estudio de su último hijo. Su mayor dolor, tejer el camino de ida sin saber cuándo lo deshará de vuelta; peor aún, desconocer si al volver encontrará a todos los que deja al partir. Corre el año 2001 y Rosa se revienta en un llanto silencioso que mezcla la emoción de su primer viaje en avión con la incertidumbre de lo que vendrá. La azafata anuncia el despegue del vuelo de Iberia con destino a Madrid.
Ya en el avión no hay reversa. Será la primera de más de 50 emigrantes conocidos a quienes ayudará a escapar de la realidad colombiana, aquella que anuncia una deuda para asegurar el fin de mes, la que impulsa la creatividad financiera y convierte en profesionales de la arepa y el chocolate a madres solteras, en taxistas a ingenieros, en comerciantes a madres desesperadas.
Ya en el avión no hay reversa. Será la primera de más de 50 emigrantes conocidos a quienes ayudará a escapar de la realidad colombiana
Nadie espera a Rosa en Madrid. Sola, sin una mínima idea de cómo proceder, camina llevada por el instinto sobre las rampas de desplazamiento de la Terminal S4 del Aeropuerto Internacional de Barajas. Sigue la masa, esperando que el camino se acabe y ella tenga el tiempo de preguntarse para dónde va. Sin embargo, al pasar del tiempo la opción sigue siendo la misma; caminar hacia adelante sin mirar atrás, como lo ha venido haciendo desde que tomó la decisión de emigrar.
Cinco años después mi madre, también zapatera y traficante de artesanías y colonias, consideraría seriamente seguir el mismo camino.
-¿Y qué van a hacer ustedes? Preguntaba mamá.
-Ya estamos grandes y sabremos cómo actuar. No somos unos bebés, mamá.
El gran dilema era papá. Lo suficientemente joven para continuar pero demasiado viejo para el mercado laboral, papá depositaba sus esperanzas en la ilusión de viajar a España y trabajar al lado de su mujer. Un sinnúmero de improvisaciones financieras lo habían llevado a hipotecar la casa, abandonar el empleo, ser víctima de robo por un mal llamado abogado familiar, caer reiteradamente en estafas por internet y, finalmente, desistir de cualquier posibilidad de continuar intentándolo, ya sea por falta de financiación o por carecer de fuerzas para volver a perder.
Rosa era un espejismo sonoro; entraba a casa en forma de voz electrónica recorriendo el Atlántico en un par de segundos, tiempo que se veía evidenciado por la des-sincronización entre sus preguntas y mis respuestas. Sin conocerla, atendía su llamada puntual cada domingo en la mañana y me convertía en testigo de su europeización progresiva; mudaba su acento, elevaba su tono de voz y suprimía sistemáticamente las S’s al final de sus palabras. Hola, hijo, me pásaj a tu madre?
Al final del pasillo se vislumbra entre la multitud la entrada a una estación de Metro. A pesar de haber cruzado el Atlántico en un Airbus A330, Rosa ignora por completo el procedimiento para acceder a la estación. Cali sólo contaba con rutas de buses con nombres pintorescos como Papagayo o Crema y Rojo, que paraban en cada esquina ante la señal inequívoca de un posible pasajero agitando el dedo estirado o cada que la puerta trasera acumulaba tantos pasajeros ansiosos de bajar y el chofer tantos insultos que no le queda más que detenerse. Aquellos métodos no parecen muy apropiados para ser aplicados en este sistema, a todas vistas, más sofisticado. No le queda otra alternativa que preguntar en Información.
-Ay, mire niña, es que yo vengo solita y no conozco a nadie. Por qué no me hace el favor y me dice cómo hago para ir a donde salen los aviones pa’ Sevilla. Yo voy pa’ Sevilla y no sé ni cómo hacer ni ná.
-Señora, debe tomar el metro en dirección Terminal S4 hasta la última estación. Ahí pregunta usted y le pueden indicar…
-Ay, ¡pero yo no sé coger eso!
-Permítame le explico…
Nunca pensé que ver cruzar a mi madre la puerta de emigración fuera tan duro. A mis 23 años, con la carrera casi terminada y con una independencia económica ganada a base de trabajo como profesor en un colegio privado a escasos quince minutos del aeropuerto, ver partir a mi madre sin fecha de regreso significó el derrumbe emocional de mi aparente valentía. Una semana antes, tras la aprobación de su visa y su regreso de Bogotá, había dedicado mis ratos libres a transportarla por la ciudad despidiéndose de sus amigas. “Sí, Rosa me ayudó”, les repetía a todas exhibiendo una mirada de Gioconda criolla que podría preceder el llanto o la risa. En cada visita me burlaba un poco de la reacción de sus amigas al recibir la noticia, sin sospechar siquiera la reacción que tendría yo mismo ante su despedida; conversábamos un poco en cada trayecto y aparecían en cada conversa las mismas preocupaciones repetitivas: pobrecito su papá… ¿y si se enferma su abuela..? ¿y a ustedes, muchachos, no les da pesar..? Mamá nunca había salido de casa. En realidad, hasta entonces nunca nadie en la familia había salido de casa para vivir por fuera. No imaginábamos el vacío que se sentiría.

Aún con el jet lag en la cabeza, Rosa María limpia polvo, barre, trapea, guisa, lava platos, vuelve a trapear, intenta comprender el funcionamiento de la plancha vaporeta y descubre el lavavajillas, todo esto muerta de sueño, para luego volver a la cama sin poder pegar el ojo. La primera semana es de llantos, llamadas y trabajo; comunicaciones constantes con sus hijos en Colombia, sesenta céntimos y tres lágrimas el minuto.
-Te vas a enfermar si no descansas -, reclama Virginia, la abuela tierna cuya única misión es dejarse cuidar, – Ven aquí, háblame de tu país-.
Rosa reconstruye una versión maquillada de los problemas y los privilegios de su país. Recuerda el verde montañoso que observó por única vez desde el aire y lo compara con el ocre árido de los paisajes españoles; minimiza un poco los ya conocidos problemas de violencia y narcotráfico, destacando más el calor de la gente, la sonrisa festiva, el chontaduro y el raspao del parque de las banderas; la Feria de Cali, la salsa en Juanchito, el paisa que canta y la rubia que baila. “¡Allá todo es muy lindo!” Por primera vez desde que salió, Rosa logra recordar su tierra sin pagar las tres lágrimas por minuto y sin tragar entero.
Rosa reconstruye una versión maquillada de los problemas y los privilegios de su país
Al aeropuerto fuimos todos los de casa; mi papá, mi hermano, mi abuela y mi madre, quien sería la única en no cruzar la puerta de casa al volver en la noche. Mi otra abuela, la madre de mi madre, descansaba en su casita de esterilla en el campo, sabiendo que su hija partiría pero sin saber exactamente cuándo, una estrategia ideada por mi madre para evitar el sufrimiento de pensar que su hija se iba alejando; para evitar ver, como vimos nosotros, la forma en que el túnel de embarque se la iba tragando.
El silencio ocupó el lugar de mi madre en casa. Intentábamos no hablar para ignorar su ausencia; mi padre observaba las noticias de la televisión española que entraba por cable, mi hermano paseaba con su novia fuera de casa y mi abuela, afectada por el alzheimer, preguntaba dos veces por hora dónde estaba mamá. Yo intentaba exorcizar mi Edipo dibujando un cuadro que nunca acabé y esperando el timbre del teléfono que no sonó hasta las diez, casi veinte horas después de verla partir. Esperaba oír la voz de mi madre, años después me enteraría de que el llanto la traicionó y no la dejó hablar. Hijo -de nuevo la voz electrónica de Rosa con dos segundos de retraso- tu madre ha llegado, eh, que lo sepas. Está bien, pero ej que ahora mihmo ehtá en el baño y no puede hablar, sabes…?
Unos meses necesita una familia para empezar a recoger los frutos de un inmigrante. Trabajando día y noche, más concentrada en los cuidados de Virginia que en las tareas del hogar, Rosa reúne la primera mesada grande y la multiplica por dos mil setecientos enviándola a Colombia para cubrir deudas, comprar regalos e invitar a comer a vecinos y amigos en el corrientazo de la esquina.

Unos días necesita un grupo de vecinos para entender que el negocio funciona. No tardan en llover solicitudes de ayudas para atravesar el charco en busca de oportunidades, preguntas sobre el procedimiento, ofrecimientos de grandes pagos, aunque sea a posteriori.
Una o dos vidas necesita una madre para perder las esperanzas de que su hijo regrese. Para la madre de Rosa dos vidas se resumen en un par de meses. El primero asumido con una espera silenciosa y voluntaria, sentada en una silla mecedora fingiendo comprensión y fortaleza; el segundo sumida en un silencio forzoso y desesperante, postrada en una cama hasta la llegada de la muerte. No era precisamente a ti a quien esperaba.
Dos meses después de la partida de mi madre, su madre -mi abuela, la del campo- empieza a reemplazar las cuatro paredes de esterilla por muros de ladrillo y cemento mezclado con cal; las deudas familiares con prestamistas menores empiezan a saldarse; mi hermano coquetea con la posibilidad de trabajar en España; mi padre continúa conectándose todos los días a la televisión española a través del cable. Yo sigo trabajando como profesor cerca al aeropuerto y preparo tortas de banano los domingos para mi abuela paterna en casa, quien sigue preguntando dónde está mi madre, a lo que todos hemos acordado responder que ha salido esta mañana para Bogotá y que volverá mañana temprano; mi abuela ha acordado consigo misma olvidarlo cada media hora y volver a preguntarlo llena de curiosidad, obteniendo siempre la misma respuesta que le suena tan nueva como el pasado que ya no recuerda… ¿En Bogotá? ¡¿Y por qué no me habían dicho?!
Un día cualquiera mi abuela cae al suelo y no vuelve a pararse. Un derrame cerebral la acuesta en cama y queda bajo la custodia de tres hombres que poco a poco aprenden a bañarla, vestirla, cambiarla, darle de comer y arrancarle media sonrisa en la mitad del rostro que todavía puede mover. Poco a poco la abuela se apaga y su memoria decide olvidar algo más que recuerdos a corto plazo; un día decide olvidar como hablar, otro día olvida como levantar ambos brazos, al siguiente olvida como tragar. Finalmente sus ojos olvidaron la facultad de abrirse, su corazón la de latir y sus pulmones respirar. Hubo algo que el alzheimer no pudo apagar; sus ojos continuaron mirando, su corazón amando y sus pulmones dándonos aliento. Así, finalmente, se apagó la abuela, quedando para siempre encendida en nuestras memorias. Mi madre levantó una oración en silencio que se juntó con las nuestras, a 10.000 kilómetros de distancia y un cuarto de día más temprano.
Rosa entiende rápido que el negocio está en traficar esperanzas. Tomando como fiador la palabra de sus vecinos, consigue ofertas de trabajo para inmigrantes en España y presta el dinero para que vecinos y amigos atraviesen el atlántico y se embarquen en la aventura de cobrar en Euros. El sueño europeo toma fuerza en Mariano Ramos; en poco tiempo, el barrio ve partir a la vendedora de chance, la mujer del mazamorrero, la señora del granero, la hija del tendero, la esposa del camionero… dos o tres hombres están en la lista, pero son las mujeres las más apetecidas. En prolongadas y repetidas conferencias telefónicas, Rosa explica detalladamente cómo presentarse en Bogotá para la visa, dónde comprar el pasaje para España y cómo abordar el metro al llegar a la Terminal S4 ya en Madrid. Así las cosas, la recua de mujeres y el puñado de hombres son recibidos sin problemas en el aeropuerto de Sevilla Capital. Ya en España, Rosa cobra por cuotas el dinero prestado y unos intereses considerables que le inyectan capital al negocio.
Rosa entiende rápido que el negocio está en traficar esperanzas
Mi madre llega al aeropuerto de Sevilla ahogada en llanto, con la firme convicción de traer a su familia, sin imaginar que pasarán cuatro años sin volver a Colombia, que al volver no encontrará a su suegra y será la última vez que se reúna con su esposo. En la puerta de llegadas, Rosa la espera preocupada por el retraso. Ya, hija, no llorej máj. Vamo a casa y llamamoj a tu familia que debe estar preocupada.
Cuatro años han pasado desde la partida de mi madre. Mi padre, mi hermano y yo esperamos en el aeropuerto; mi abuela espera noticias desde la comodidad de su casa en el campo, siguiendo el método de anunciar la llegada sin una fecha determinada para evitar la angustia de pensar en los riesgos durante el vuelo. Habíamos despedido una mujer mayor y asustada con lágrimas en los ojos; recibíamos de vuelta una mujer rejuvenecida que vestía jeans y una enorme sonrisa que no cupo en la maleta y prefirió traer puesta. Los últimos dos meses lucimos la misma sonrisa como uniformados en casa; sabíamos que de vuelta a España regresarían mi hermano y mi madre, pero no sospechábamos que dos meses después viajaría yo. Sólo quedaría mi padre, quien esperaría pacientemente la tramitación de los documentos para su reagrupación.

Para mí vino Europa, los estudios las conversaciones en tres idiomas y medio. Me enfrenté a este continente con una beca que me permitió estudiar y recorrer Portugal, España Francia e Italia a mi antojo, bajo una condición social bastante diferente de la de mi madre, Rosa y mi hermano. Descubro, entonces, que la discriminación es social y no étnica, que el inmigrante no habla inglés ni estudia un master, que los sudacas no pasean, que hay una gran diferencia entre inmigrar y estudiar.
De los viajes, las fiestas y los estudios, he hecho amigos, conocidos, compañeros y uno que otro allegado. Es 6 de julio de 2010, ha pasado un año y nos reunimos en la playa del Miracle en Tarragona para celebrar mi despedida, esperando el festival de fuegos pirotécnicos junto al mar. Viajaré mañana, pasaré tres meses en Colombia con mi padre y mi novia, vestiremos todos la sonrisa uniformada que lucimos con mi madre cuando la recibimos en Colombia. La reagrupación de mi padre está bastante adelantada, así que es posible que vuelva con él al regresar a Europa.
Van siendo las diez de la tarde y el sol todavía no se esconde.
En casa, mi padre prepara las cosas para recogerme en el aeropuerto el día siguiente.
Algunos amigos ya están en la playa. La noche se acerca con parsimonia.
Mi madre, en Sevilla, intenta comunicarse con mi padre.
El teléfono repica en el bolsillo de mi padre. Nadie contesta.
La noche cae lentamente. Se prepara la mecha para encender los fuegos.
Mi madre recibe una llamada a su móvil. Atiende.
Recibo una llamada a mi móvil… atiendo.
Mi padre, a diez mil kilómetros del resto de su familia, ha decidido no esperar mi llegada al día siguiente. Ha cerrado sus ojos y se ha quedado dormido para no volver a despertar. Ha muerto solo, sin más.
Una llama enciende la fiesta de los fuegos artificiales en Tarragona. El Mediterráneo refleja las explosiones de colores que iluminan el cielo en destellos parpadeantes. Y yo, sumergido en esa noche negra de fuegos y fiesta, no veo luces ni escucho explosiones… sólo intento atrapar el momento en que mi padre se zambulló en la misma noche, convirtiéndose en el emigrante eterno que ya nunca vuelve, dejándonos esperándolo justo en la puerta de nuestro reencuentro.
Esperaba encontrarlo al llegar al aeropuerto, en Cali. Abrazarlo, preguntarle cómo ha estado, ver su cara de felicidad al volver a verme y al saber que pronto estaría del otro lado del Atlántico, con su mujer y sus hijos. En lugar de eso, encuentro un par de mujeres que me aman e intentan sobreponerme del vacío. La primera, mi novia, quien me consuela; la segunda, mi madre, quien ha viajado 10.000 kilómetros para despedir a mi padre, para decirle adiós y desearle buen viaje.
Un año después, mi abuela continúa en su casa en el campo construida enteramente en ladrillo gracias a las remesas de mi madre; mi hermano ha conseguido un trabajo y ha comenzado la universidad; mi madre continúa trabajando para enviar algo de dinero; la crisis económica y la nueva legislación laboral han quebrado el negocio de tráfico de esperanzas de Rosa, quien también continúa trabajando como empleada del hogar. Yo empecé otro Master, esta vez sin beca y sin la posibilidad de viajar, bajo las mismas condiciones de cualquier otro inmigrante. Un master que no terminaría; volvería a Colombia pero aún no lo sabía.
El 6 de Julio de cada año, en Tarragona, el cielo continúa haciendo fiesta para celebrar la llegada de mi padre, el único verdadero emigrante de esta historia. El único capaz de comprar un billete de ida sin regreso en medio de una enorme fiesta celestial.

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