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Ciudad Vaga

Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle

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RODAR EN UNA CIUDAD DE CAMINANTES

17 octubre, 2019 Por admin


En Palmira, una pequeña ciudad al suroccidente de Colombia, un equipo de basquetbolistas en situación de discapacidad se está abriendo camino con sus manos. Luego de perder algunas de sus extremidades, luchan por sobreponerse y hoy practican el deporte adaptado, una actividad que es ejemplo de reconciliación con el cuerpo y la vida.


Por: Carlos González, Mercy Insuasti, José Luis Vargas, Aura Camila Lema y Daniela Ramírez.

Es media mañana y el sol pega fuerte en la Alcaldía de Palmira, un edificio de fachada cuadriculada y nueve pisos color crema dispuesto frente al parque principal de la ciudad. Livintong Grueso, un morocho alto, entrenador del club de baloncesto adaptado Te ayudamos, camina por una rampa de acceso junto a seis de los muchachos del equipo, quienes suben con dificultad en sus sillas de ruedas.

–Fuimos, me acuerdo mucho, porque nos invitaron para entregarnos una dotación para los juegos departamentales en Tuluá. Debíamos subir hasta el Concejo, en el segundo piso, pero la Alcaldía Municipal no estaba adaptada para la condición de discapacidad. Entre un guardia y yo nos tocó cargar a cada uno de los muchachos y subirlos por las escaleras–, me cuenta con su acento de la costa pacífica. 

La calle principal que atraviesa al barrio El Prado convulsiona en las noches: caminantes, estancos, negocios de comida rápida, tabernas, gimnasios y asaderos de pollo se cuentan en cantidades a cada lado. En la mañana el sol calienta mesas y botellas vacías. La mirada de algunos colegiales se desvía hacia el hombre que atraviesa a dos ruedas la Carrera 41.

José Martín Salgado, presidente del club Te ayudamos desde hace seis años, es el primero en llegar al entrenamiento. Su piel es trigueña, tiene 50 años y siempre lleva una gorra que le oculta una cicatriz en la cabeza. Su expresión recia esconde una historia de militancia y su camiseta esqueleto deja ver una sirena tatuada en su brazo derecho.

–Me la hizo un amigo cuando lo fui a visitar a la cárcel –me dice sin emocionarse. Luego confiesa que jamás se haría otro tatuaje. 

Martín echa un vistazo a la cancha y espera. El polideportivo de El Prado parece hecho de pequeños accidentes: la pintura de una casa a punto de caerse decora el fondo de una tarima de cemento, baños que funcionan a medias, pelotas de fútbol atrapadas entre las vigas del techo, el tubo de uno de los tableros de baloncesto torcido por el choque de una volqueta. Y hoy, lunes, unas vallas metálicas obstruyen la cancha.

Elkin Toro, un ex policía nariñense, pálido y de brazos largos, llega para ayudarle a Martín. Se baja de un carro al que le ha adaptado los pedales en forma de palancas al alcance de la mano. 

–Yo lo mandé a arreglar. En los concesionarios no te dan la opción. 

Como Livintong no ha llegado, la esposa de Elkin –morena, callada– lo ayuda bajando la silla de ruedas de la parte de atrás del carro. Elkin avanza hasta que sus ruedas se encuentran con lo que alguna vez fue una rampa de acceso al polideportivo. Ahora no es más que un pedazo de cemento resquebrajado en el que las sillas se atascan, pierden el apoyo y patinan. 

–Al menos nos dejaron agua –dice Martín mientras toma un poco de las bolsas que los organizadores de la Segunda Copa Sparta dejaron regadas junto a la cancha.

La Copa Sparta es una exaltación de hormonas  y músculos, un evento de fisiculturismo organizado por el Instituto Municipal del Deporte y la Recreación –IMDER Palmira–, la Alcaldía y el Humbert Gym –la única cadena de gimnasios de la ciudad–. El evento se realizó el sábado y entregó más de dos millones de pesos en premios. 

Martín espera que el IMDER le entregue la misma cantidad de dinero para participar con el equipo en un torneo que se realizará dentro de mes y medio en Popayán.

En Colombia hay más de dos millones y medio de personas en situación de discapacidad, suficiente para repoblar siete veces a Palmira. Aun así, las ciudades colombianas todavía no están listas para acoger de forma apropiada a esta población; más de 7 mil personas en condición de discapacidad viven en Palmira, más de 160 mil viven en Cali. 85 millones habitan en América Latina y buena parte de ellas lo hace en extrema pobreza. Bajo este panorama dos millones de pesos pueden no ser nada, pero para Martín y el equipo ahora pueden serlo todo. 

Los muchachos siguen llegando al entrenamiento. Quienes viven más lejos, como Yani, Eduardo y Vladimir, vienen en uno de los dos buses adaptados que hay en la ciudad. Pocos lo hacen en sus carros, como Elkin y Richard; otros llegan en sus motos, a las que han puesto una tercera llanta para mantener el equilibrio, como Nelson. Mauricio, confiado y robusto, es de los pocos que se desplaza en una moto convencional. Y rodando, como se le dice a andar en silla de ruedas, llegan Martín y otros desde los barrios cercanos. 

Nelson tiene una sonrisa tímida, un deje campesino y 45 años tallados en un cuerpo fornido. Baja de su moto y atraviesa la cancha saltando en su pierna izquierda. 

–¡¿Entonces qué, mocho?! –le grita Mauricio.

–Bien, bien –responde Nelson mientras sonríe.

–¿Y por qué le dice mocho? –, alguien pregunta.

–¿Cómo que por qué? ¿No ve que está mocho?– responde Mauricio mientras todos se ríen. Poco les interesa esconder lo que son. 

Reírse de sus propias tragedias es la forma en que aprendieron a enfrentarse a los otros; pero, sobre todo, a sí mismos. 

Se cambian de ropa, algunos sujetan el tronco a una silla con una banda de velcro elástico, aseguran sus piernas con un cinturón y se vendan los dedos de las manos. Acomodan los cojines para no pelarse las nalgas y atan los pies a la parte baja de la silla de ruedas. Cada quien calienta a su manera. Livintong los mira y se distrae. Charla con alguien en la puerta del polideportivo. Pareciera que se olvida del silbato que cuelga de su cuello.

Jaiver Castillo, un joven entrenador contratado temporalmente por el Imder, dirige el equipo cuando se aproxima un campeonato.Livintong es el antiguo entrenador, ha decidido renunciar a los contratos insostenibles de tres y seis meses con el Imder, pues considera que su trabajo con el equipo va más allá de un papel con su firma.

– A uno lo contratan de esa forma para cansarlo y no poderse pensionar. Luego de vencido el contrato, a uno le toca hacer campaña política para asegurar otra vez un puesto inestable. Antes usted tenía una buena hoja de vida y lo contrataban. Ahora no es así, todo se volvió palanca. Yo quiero asegurar mi trabajo porque tengo capacidades, no porque otro tiene poder–, me dice Livington mientras caminamos hacia su casa. 

Desde hace cinco años colabora con el equipo sin recibir pago. Acompaña a los muchachos en eventos, ayuda a Martín a organizar los viajes y para sostenerse trabaja como profesor de educación física en varios colegios de la ciudad.

Son reiteradas las ocasiones en que a falta de entrenador, el baile de ruedas y balones no ocurre. El equipo se dispersa y las prácticas quedan reducidas a un partido. A nada.

Hoy Martín asume el liderazgo dictando órdenes con rostro alargado y estricto.

–Dejen la charla y empiecen a calentar –le oigo gritar desde el otro lado de la cancha mientras con un trapeador seca los charcos que dejó el aguacero de la noche anterior. Hace girar la rueda de su silla con la mano izquierda, mientras con la otra arrastra el trapeador de un lado para otro. Las cejas fruncidas y los labios apretados delatan la dificultad de la tarea. Se detiene y gira para ver qué está pasando en la cancha: sigue pendiente de que los muchachos empiecen a entrenar. 

Mauricio García, el mejor encestador del país en los juegos nacionales del 2012, es uno de los jugadores del club que más critica el control de Martín sobre los entrenamientos.

–Si por mí fuera yo los cojo a todos y les digo cómo es que se entrena. Organizamos bien el tiempo y hacemos todo lo que me enseñaron en la Selección Valle: calentamiento, velocidad, resistencia, ejercicios de técnica, gimnasio ¡Así es que se debe entrenar! Pero véalo –señala hacia la cancha–, él es el que dice cómo se hacen las cosas acá. 

La noche anterior, Martín vio por televisión una sesión en la que el Senado de la República debatía sobre los derechos de las personas en situación de discapacidad. Desde entonces las preocupaciones lo asaltaron: hay que empezar a gestionar un espacio para el equipo en la nueva Ciudadela Deportiva de Palmira; pero no debe olvidar que lo urgente es obtener el dinero para ir a competir a Popayán. Ya en el entreno, Martín hace pases y varias canastas, y aunque a veces trastabilla nunca se cae. El hombre de la cara larga parece sonreír por dentro. 

Martín y Mauricio se disgustan durante el partido. Discuten por una jugada en la que una falta no fue bien pitada por Livintong. Pero es tarde para enojarse: son las doce y el entrenamiento termina. Los muchachos se pasan de las sillas deportivas, de ruedas anchas, inclinadas y ágiles, a las que usan para rodar por su cuenta, más estrechas y pesadas. Durante la alcaldía pasada –hace ya cuatro años– les entregaron las sillas que siguen usando ahora. Varias llevan la pintura descascarada y en algunas se ven remiendos de soldadura, rines flojos y radios que se han caído por el uso. La mayoría de sillas con las que cuenta el equipo incumplen los criterios deportivos –y humanos– más básicos.

Por otro lado, las sillas personales son ganadas con tutelas impuestas ante Entidades Promotoras de Salud –EPS–, pero son pocas las que se entregan tras una primera petición. Algunos de los muchachos del equipo incluso le han pedido a Martín que les presten las sillas deportivas del club cuando no tienen en qué más rodar. 

-La otra vez le prestamos una a El Indio y casi la desbarata de tanto andar en ella –, recuerda Martín con disgusto al final del entrenamiento.

Eduardo Escobar, un moreno de voz suave, se cambia de camiseta, lava su cara y guarda todo en un maletín negro que carga sobre las piernas. Se asegura de tener las manos secas y se aplica crema humectante para suavizar los callos. 

–Mi mujer se enoja si me siente las manos ásperas, entonces prefiero cuidármelas. 

La dureza en el rostro de Martín se generó, tal vez, con los años. O gracias al Imder y a una negligencia tan fiera como su obstinación para tramitar los recursos del equipo.

Los dos atentados que le hicieron en Cali en 1990, a causa de su militancia en el movimiento M–19, pueden ser otro motivo de su seriedad. Integrantes de las FARC dieron con él una tarde de marzo mientras caminaba en compañía de un amigo. Iban rumbo a su casa cuando Martín escuchó los disparos. Quedó tirado en la acera junto a su amigo, quien perdió la vida aunque no tenía relación con grupos armados. Martín se hizo el muerto durante algunos segundos, ignorando que dos disparos le habían llegado a la médula. En abril del mismo año lo buscaron de nuevo, pero esta vez ninguna bala logró alcanzarlo. 

Aun en esta diminuta ciudad, lejos del fuego cruzado en las montañas, la violencia se pasea con disimulo. Las negligencias del gobierno, la construcción poco incluyente de casas y espacios públicos y la precariedad de las condiciones laborales son algunos de los disfraces que hoy visten y camuflan a la violencia. 

Martín no puede ingresar con su silla de ruedas ni a la ducha de su propia casa. Se baña en el patio sentado en una silla rimax junto al lavadero. Su columna se ha desviado dos centímetros y ya no puede trabajar pegando pisos, una habilidad que conserva de su pasado como obrero de construcción.

Tras intentar de todo para revertir la difícil situación económica del equipo, Martín sabe que ni alcaldes, gerentes o empresarios se interesan por apoyar al deporte adaptado. 

–Hay empresas que pueden dar la dotación de un uniforme, pero la niegan –me cuenta.

Incluso financiar sus gastos personales le resulta difícil. 

–Hace veinte días trabajé pegando un piso y, le digo sinceramente, me di cuenta que ya no puedo más. Mi hermano trabaja como maestro de obra en Jamundí y a veces algo me manda.

Como presidente del club, Martín no tiene sueldo.

–Me ganaría algo si un día fuera a una empresa y me dieran 40 millones de pesos para el equipo, porque tendría derecho al 5% de lo que conseguí. Pero eso no pasa, es difícil. Yo consigo máximo dos millones para viajes que cuestan tres. Y si saco el 5% ¿qué queda? Si me pongo a sacar para mí, no viajamos. Por eso nunca saco, prefiero irme con todo el equipo a jugar. No hago esto para enriquecerme, sino para que nos mantengamos activos.

Martín rueda hacia su casa con una tarea clara en su mente: aun no consigue los dos millones de pesos y no falta mucho para el torneo en Popayán.

Un partido de baloncesto adaptado se juega con las mismas reglas que uno convencional: cuatro tiempos de diez minutos en los que se exige conducta deportiva, velocidad, destreza en manos y ruedas por igual, un ganador y un perdedor. Se suman varios choques y algunas caídas que terminan con un hombre levantándose por su cuenta; aquí en el polideportivo, el espectáculo goza además de manos cubiertas por una grasa negra que evidencia la falta de aseo en el lugar. En cada entreno, partido y campeonato aparece el dolor del esfuerzo en los hombros, además de las secuelas heredadas tras las lesiones. 

Jair es un negro carismático y bonachón. A su mirada tímida la acompaña una cicatriz que rodea el ojo izquierdo. Es de los más hábiles del equipo. Sus largos brazos le permiten jugar como encestador o ‘poste’, como le dicen en la jerga deportiva a su posición.  Lleva casi un año viniendo desde Pradera para entrenar con el equipo. Cuando llega al polideportivo se quita las prótesis vestidas con un jean ajustado y tenis blancos. Deja todo junto a las escaleras. Cambia su camiseta azul por una amarilla y holgada con la que acostumbra a entrenar. Retiradas las prótesis, cada muñón queda protegido con un vendaje duro de color cartón. Jair se asegura a la silla y rueda hacia la cancha, siempre con una sonrisa.

Trabajó como soldado profesional en Corinto, Cauca, una población azotada por el conflicto armado. 

–Fue durante un control de área. A las seis y media de la tarde, me acuerdo, que sonó un bum… me levantó y caí a un hueco y ya ahí mis compañeros me empezaron a gritar que no me quedara dormido – cuenta mientras su voz tenue apaga su sonrisa. 

En la clínica su familia estaba muy inquieta hasta que uno de los médicos se decidió a hablarle. 

Recordaba que me había levantado una mina, pero no sabía que me habían mochado las dos piernas. Pensé que era una, pero no sabía que eran las dos. Lo tomé con calma gracias a Dios, porque sé que esto es un trabajo y todo trabajo tiene sus riesgos.

La explosión de la mina antipersonal le dejó una doble amputación por encima de las rodillas y una pensión que el ejército nacional le paga desde hace seis años. No se podría decir que tiene suerte, pero es uno de los pocos jugadores del equipo que recibe dinero cada mes.

En Palmira, el 69% de personas con discapacidad no recibe ingreso económico. La cifra a nivel nacional es más preocupante: cerca del 81% de quienes están en edad productiva aseguran que su situación de discapacidad ha sido el motivo principal para no ser contratadas. Pero estas cifras, aunque alarmantes, no son extrañas. La tasa de desempleo en esta población es elevada y el acceso a servicios como educación, vivienda y transporte es limitado. Se genera así un círculo interminable entre discapacidad y pobreza.

Elkin va a un costado de la cancha, bebe de una bolsa de agua, se acerca y en medio de la charla me cuenta sobre su primer intento de comprar una casa en Palmira: planeó todo para comprarla en el conjunto Molinos de Comfandi. Pagó la primera cuota y exigió que se adaptaran los diseños a su situación. Después de todo, la ley dicta que el 1% de las casas que se construyan a partir de 1990 tienen que adaptarse con rampas y habitaciones en el primer piso. 

–A los seis meses me dijeron: ‘no, no tenemos casas así, el diseño ya está hecho’, y me devolvieron la plata –hace una pausa con esa tranquilidad que nunca lo abandona–. Es duro porque, imagínese, uno va a comprar una casa y tiene que ir a tratar con el banco. El banco le dice: ‘usted no nos puede demostrar cómo va a solventar el pago de las cuotas’. Yo tengo facilidades porque soy pensionado, pero un discapacitado ‘normal’ no. ¿Quién tiene trabajo serio aquí en el equipo? Nadie. Jair y yo somos pensionados, pero de resto nadie tiene trabajo fijo. Todos son rebuscadores. Aquí el deporte debería ser un trabajo.

Al equipo se le brinda un apoyo al deportista de 400 mil pesos al mes, pero es para todo el grupo. Esto deja a cada integrante con $30.000 mensuales.

–Así no se puede.

Livintong lanza el balón, dos manos se extienden en el aire y lo dejan a la deriva. Mauricio se adelanta rodando, recibe el pase, la cancha se le acaba y lo lanza hacia atrás esperando que alguien de su equipo gane el sorteo de la caída. Cristian lo agarra con movimientos nerviosos. Avanza. Lanza. ¡Encesta!

–¡Braaaaaavo!

–¡Esa es, nuevo!

–¡Así es, pelao! 

El júbilo en la cancha es tremendo. Ambos equipos celebran. Compañeros y rivales se acercan para darle un espaldarazo y saludarlo. Le pregunto si fue su primer punto en lo poco que lleva entrenando con el equipo. 

–No, fue el segundo – me dice sonriendo con timidez.

Sus piernas no paran de temblar. La lesión en su médula hace que el cerebro siga enviando estímulos que le producen movimientos involuntarios. Al bajarse de la silla, después de un partido, quienes sufren de contracciones intentan controlar con las manos los pequeños saltitos que dan sus extremidades inferiores.

Cristian tiene 18 años. Dos en situación de discapacidad. Hace dos meses viene a los entrenamientos con Carlos Cardona, un concejal de Pradera.

Fue un sábado de rumba. Luego de bañarse y ponerse su mejor ropa, Cristian se para frente al espejo y se cuelga unas candongas doradas. Toma las llaves de su casa, saca la bicicleta y desde la puerta le dice a su mamá que llegará tarde. Junto a un amigo recorre las calles de su barrio en una bicicleta que ha ido armando de a poco.

–Era una bicicleta con caja ancha. Tenía las barras y unas llantas bien ásperas. Freno de disco. Estaba calidosa.

Al llegar a la rumba en las afueras de Pradera, varios amigos lo saludan. Después de unas horas la música se detiene por un momento, hay silencio… No se ha tomado un solo trago, pero Crisitan siente un frío deslizándose desde la nuca hasta su cintura. Todo se nubla. Un impacto le aturde los oídos. Está tirado en el piso y ya no ve su bicicleta. Un hombre guarda el arma y se marcha tranquilo.

Luego llegaron dos manes medio borrachos y me alzaron en una moto –me cuenta minutos antes de empezar el entreno.

Trastabillando, los hombres logran prender la moto. Suben a Cristian y lo acomodan, pero su cuerpo se desploma. La moto arranca y a menos de media cuadra la llanta trasera se desliza. Tendido en el suelo su mano derecha queda bajo el exhosto y la parte frontal de sus dedos se calcina. 

–Al man lo cogieron allá en el Bolo hace como un mes. Yo más o menos lo conocía. Después de un tiempo me lo mostraron en fotos. Cuando nos dijeron que lo capturaron fui y puse la demanda. Él era un ‘duro’. A cualquiera le pegaba tiros. Así mató mucha gente. Es más, a otro lo dejó inválido de mera alegría. 

Cristian despierta en el hospital de Pradera y lo único que puede mover es la cabeza. A su derecha hay dos policías que le hacen preguntas de rutina y luego se marchan. Está amarrado con una correa a la camilla. No entiende qué pasa. Su madre se le acerca, guarda silencio. Horas más tarde es remitido a un hospital en Cali donde se entera que no volverá a caminar. 

Pasa un mes y medio internado y lo único que le interesa es volver a su casa, a su barrio, para estar con sus amigos. Hoy, dos años después del accidente, Cristian se sienta fuera de su casa a ver la gente paseándose en las noches. Cuando recién salió del hospital muchos conocidos fueron a visitarle. Hoy muy pocos amigos pasan por su casa.

Es un joven tímido. Muchas de sus respuestas se limitan a un sí o un no.

En casa conoció a su novia, una muchachita pálida y callada de 16 años que su primo le presentó. Llevan un año viviendo juntos. Ella lo acompaña a cada entrenamiento. Siempre ha estado ahí, a su lado.

***

Carlos Cardona va a empezar su calentamiento. Se quita un chaleco café en el que se lee: “Ley 1618 para la inclusión de personas en situación de discapacidad”. Desde hace dos meses practica con el club Te ayudamos como parte de un proyecto para conformar un equipo propio en su municipio. Trae con él a Cristian y Baltasar, los dos primeros pilares de un club que, al parecer, se consolidará muy pronto.

El nombre del negocio que lo impulsó en su natal Pradera cuenta con cierta ironía el episodio que marcó un antes y un después en su vida. El 14 de marzo de 2011 Carlos Cardona estaba en su tienda El líder, por esos días su campaña al concejo de Pradera empezaba a sonar con fuerza. Buscaba impulsar procesos de cambio en las vidas de jóvenes que veían en la delincuencia una posibilidad de sustento. Pero la primera gran transformación de su carrera política la vivió en carne propia. 

–A eso de las ocho y media de la noche llegaron dos tipos diciendo “Carlos Cardona, aquí le mandaron”, y me encendieron a plomo. Me pegaron nueve tiros. Le debo la vida a mi hijo, un muchacho de 15 años que salió en mi defensa, cogiendo mi revólver de dotación y encendiéndose a bala con los sicarios –, narra como si de una entrevista radial se tratara.

Herido de gravedad, fue trasladado hasta el hospital San Vicente de Paúl de Palmira.

–Allí fui víctima del paseo de la muerte, como le dicen: me hicieron perder tiempo diciéndome que no había médicos, que no estaba el especialista que necesitaba… me pusieron a dar vueltas para no atenderme.

Debido a que no reaccionaba, los médicos de la Clínica Valle del Lili decidieron amputarle la pierna izquierda. Quién sabe lo que habría ocurrido con su pierna si no hubiera pasado por tres clínicas antes de esa. 

–Me demoré 15 o 20 días en saberlo. El momento en el que uno se da cuenta de eso es muy triste porque toda la vida he sido deportista, me ha gustado mucho el fútbol.Luego de un par de meses regresé a Pradera y a los tres meses de volver quedé elegido concejal con 513 votos. Y ahí vamos.

El concejal ha conseguido en menos de dos años cinco sillas de ruedas y 20 millones de pesos con su gestión, todo un avance dentro de los ritmos habituales del deporte adaptado en Colombia. Pero incluso él sabe que esto no es suficiente. 

–El Estado crea las herramientas y trata de ocultarlas. A la ley 1618 de febrero 27 del 2013 muy pocos la conocemos. Hecha la ley, hecha la trampa. Yo pienso que tiene que dársele la suficiente difusión para que Colombia sepa que hay una ley que ampara a su población en situación de discapacidad. Por ejemplo, las empresas privadas deben tener entre el total de su planta de empleados un 10% en situación de discapacidad. Pero nadie lo sabe.

A la hora de rodar, brincar o driblar el concejal es poco ágil. Su sobrepeso es su gran impedimento; pero basta con que más de cinco personas se reúnan a su alrededor para que su discurso emerja y convenza. 

Su rostro, gordo y achatado, reserva algo. 

–A veces voy por la calle y se me arrima un niño a preguntarme: “Ay, ¿a usted qué le pasó?”. “Me mordió un perro”, le respondo. “¿Y eso duele?”. “Sí, papito, duele mucho”. No veo por qué hay que contarle a un niño el horror por el que uno pasó. Podemos mostrar las cosas desde un camino diferente.

Con seis meses de nacido Héctor Fabio Erazo, El Indio, contrajo poliomielitis, una enfermedad que afecta el sistema nervioso y destruye las neuronas motoras de los músculos. Sus piernas no conocieron los saltos de la infancia, pero El Indio siempre sonríe como si fuera un niño.

–Si hubiera tenido dinero hoy sería un vegetal en un rincón. Pero no, yo mismo me rehabilité y salí adelante. Mi papá me hizo unas muletas cuando tenía 6 años, si no yo no hubiera andado tanto.

Su tronco y brazos gruesos contrastan con sus diminutas piernas. Siente el calor del mediodía y envuelve su cabeza en una camiseta blanca. Vamos a cruzar la calle pero el flujo de los autos no da espacio.

–Ojo nos coge un carro y quedamos inválidos –, me advierte mientras se ríe.

Adivinar cuál es la silla con la que entrena es cuestión de conocerlo. 

–Mírela bien y se da cuenta de quién es: está soldada por todos lados, le falta pintura y es como para alguien bien grande –, me dice Livintong mientras saca las sillas de la bodega. 

–Es del indio –le respondo. 

–¿Si ve que no hay necesidad de pensarlo mucho? Las sillas se parecen al dueño.

En un costado lleva un sticker de un indio piel roja que con unos kilos más, y algunas plumas menos, sería su versión en caricatura. El indio la usó durante un tiempo para andar la calle y la devolvió remendada, claro, por él mismo. 

Es un rebuscador de tiempo completo, un hombre que a sus 53 años no se cansa de la calle. 

–Nosotros éramos once hermanos y teníamos un papá que decía: “el que cumpla 18 años se va de la casa porque yo no voy a mantener a nadie gratis”. Yo pensaba siempre en eso. Entonces cuando tenía 16 años me fui para Medellín, luego para la costa, la Guajira… y así anduve en muchas partes del país. Me volví un andariego. Aprendí mucho de la calle: a no coger vicios, a conocer a la gente y, sobre todo, a trabajar.

Su silla personal costó cincuenta mil pesos, lo que bien podría valer el repuesto de una nueva. La consiguió de segunda, faltando una semana para la Tercera Media Maratón de Palmira, en la que quería participar como fuera; pero la silla necesitaba algunos arreglos. Encerrado en su casa se prometió que la tendría lista para correr por el centro de la ciudad como en su juventud. A los 20 años aprendió a soldar en una fábrica de sillas de ruedas y trabajó 15 años en una importante industria metalúrgica de la ciudad. 

Su suegra acostumbraba a decirle que su hija moriría de hambre viviendo con un minusválido como él. El indio siempre le restó importancia.

–La mamá de mi mujer era ciega. No me podía ni ver –me dice mientras frena su silla en medio de un ataque de risa–. Esa señora me odiaba porque yo era discapacitado. Le decía a la hija: “vas a tener unos monstruos con ese señor”.

Sabe arreglar zapatos, arma y vende sillas de ruedas, arregla relojes…

–De eso vivo, de todo. 

Caminamos un tramo más bajo el sol inmisericorde del medio día. El indio rueda como si nada mientras yo camino con dificultad.

–Ahora vivo solo, porque cuando tenía a mis hijos sí era duro. Pero ya los crie, ya qué hijuepuchas –se adelanta para poder subir a un andén antes de que un semáforo se ponga en verde y lo embista algún carro–. Antes me tocaba levantarme a las cuatro de la mañana, entraba a un taller a las seis y salía a las dos de la tarde. Aprendí a trabajar maquinaria agrícola, hasta que se me presentó la oportunidad de ser taxista, y fui a Bogotá y Medellín en mi taxi. Es curioso porque muchas personas normales no han hecho lo que yo he hecho. Yo me siento bien.

Las suelas de mis zapatos hierven y no quiero pensar en cómo lo hará el caucho de las ruedas que Héctor desliza por sus manos. Hoy me siento como el verdadero discapacitado junto a este hombre.

***

Las diferencias entre los integrantes del grupo se marcan por su forma de vida, aunque compartan algunas causas de discapacidad. En el registro colombiano para la localización y caracterización de personas con discapacidad se dice que el 68,3% de las situaciones se deben a enfermedades como la polio, alteraciones genéticas y complicaciones durante el embarazo o el parto;  las siguientes causas más frecuentes son accidentes, en su mayoría de tránsito o de trabajo, con el 16,9%. La violencia –ya sea por delincuencia común o conflicto armado– ha generado sólo el 2,9% de las discapacidades. Sin embargo, en este equipo de 15 personas, se plasma la absurda efectividad de las minas antipersona y la sentencia muda de las balas.

La práctica del baloncesto adaptado genera dolores en la espalda, espasmos que hacen temblar las piernas o sensación de vacío en el estómago. Pero los muchachos saben que el malestar también es alivio. Practicar un deporte es fundamental para ellos. Tras las lesiones, cuerpo y mente deben sincronizarse para superar y aprender a convivir con los cambios. Vencer los miedos en el momento de desplazarse, conocer las capacidades propias y superar las barreras que impone el entorno, son algunos beneficios que ofrece el deporte. 

Sin embargo, menos del 6% de las personas en condición de discapacidad en el país practican actividades deportivas o recreativas. Y aunque todos quisieran hacerlo, no existirían las condiciones necesarias.

En el equipo, por ejemplo, si una persona externa quiere ingresar, por más que el club esté dispuesto a recibirla, no hay sillas disponibles para jugar. Las más antiguas ya están obsoletas y las más recientes están asignadas. Esperanzarse en el presupuesto de la alcaldía o del Imder para adquirir sillas nuevas es una utopía.

Es mediodía y afuera del colegio Humberto Raffo Rivera de Palmira los estudiantes esperan a ser recogidos. Richard, un joven de 15 años, espera en una silla de ruedas a su mamá. Sus compañeros corren cerca de él; algunos se burlan, pero Richard se contiene. Alguien ha llamado su atención. Se acerca y lo sigue con la mirada. Un hombre que podría ser su papá viene también en silla de ruedas. Por fin veía a alguien como él. 

Un día de entrenamiento, Héctor Fabio le dijo que sería Selección Colombia. Pero el chico nunca le prestó mucha atención, pues desde el incidente que sufrió, su confianza se vio seriamente afectada. 

–Acabábamos de comprar la moto, una Yamaha 175. Veníamos de visitar a mi tía en Pradera, cuando vimos a unos tipos sospechosos en la carretera y mi papá empezó a acelerar. Al ver que no nos podían alcanzar comenzaron a disparar. Lo hicieron muchas veces y yo solo escuchaba las detonaciones. Ni siquiera sentí el impacto. El que recibió la mayoría de disparos fue mi hermano Henri, él iba atrás, yo en la mitad y mi papá manejando. A Henri le tocaron cuatro disparos en la espalda y uno de ellos lo traspasó y se me incrustó en una vértebra.

Mi papá nunca paró, nunca nos caímos hasta que llegamos a la entrada de Palmira. Ahí mi hermano se desmayó y mi papá me preguntó si me podía bajar de la moto. Pero no pude. Desde ese momento perdí la movilidad en las piernas, no pude sostenerme más. Ese día escuché las últimas palabras de mi hermano. Fue muy duro, ese fue el último día que lo vi.

Richard vive desde los siete años con una lesión que le impide el movimiento de las piernas. Detestaba que sus compañeros de colegio le dijeran postrado o paralítico, o verlos jugar mientras él se quedaba en el salón. Algunas veces no entró a clase porque el aula quedaba en el segundo piso del colegio y no le ayudaban a subir.

Se cuestionaba todo el tiempo, pero aprendió a no dejarse afectar por las palabras de otros. Después de casi tres años entrenando fue convocado para la Selección Colombia de baloncesto adaptado. Ahora luce seguro de sí mismo.

La primera vez que entrenamos fue tan duro que vomité. No aguanté. Pero en la Selección me enseñaron a esforzarme más de lo que creía que podía. El cuerpo siempre da más de lo que uno cree.

El equipo llega a la ciudad de Popayán el miércoles en la mañana. El Campamento Polideportivo organizado por la Federación Colombiana de Deportes para Personas con Discapacidad Física es el motivo del viaje. Las calles del centro están siendo reconstruidas. La fachada y la puerta principal del hotel también están intervenidas, así que los muchachos ingresan por una puerta de emergencia por la que no cabe una silla de ruedas.Algunos tienen que quitarle una rueda a la silla para entrar.

El hotel es de una sola planta, lo que facilita el acceso y la movilidad de los muchachos. Como llegan antes que el resto de equipos invitados, escogen las habitaciones más grandes y cómodas. Se instalan por grupos de tres o cuatro, procurando intercalarse entre los que tienen mayor y menor movilidad para así poder colaborarse ente sí.

Para las personas con movilidad reducida es indispensable el acceso a baños adaptados, rampas de acceso, puertas amplias, zonas de circulación y espacios internos que garanticen su seguridad e independencia. Para ello, el Congreso creó en el 2013 la ley estatutaria 1618, que reglamenta el pleno ejercicio de los derechos de las personas con discapacidad. Exige a las entidades públicas y privadas el diseño e implementación de condiciones de acceso para esta población.  

El principal problema que enfrentan las personas con discapacidad es que la ley provee un plazo de diez años para mejorar en un 80%, como mínimo, los niveles de accesibilidad en las construcciones viejas; mientras que las nuevas construcciones no se ven directamente afectadas por estas directrices. Si bien el hotel de una sola planta facilita la movilidad, los baños no están adaptados, no tienen barandas y son estrechos.

–Tenemos dos sillas rimax en el baño de la habitación, una la usamos para apoyarnos y pasarnos a la otra que está dentro de la ducha y así poder bañarnos-, me cuenta Vladimir. 

La sede del campamento es el Complejo Deportivo de Popayán, construido en el año 2012 para los juegos nacionales. El Imder Palmira negó los dos millones de pesos que el equipo necesitaba, así que pidieron dinero prestado para el viaje y lo pagarán a cuotas con el subsidio la Alcaldía les da como reconocimiento al deporte. Ya no contarán ni siquiera con los $30.000 mensuales. 

Tras la inauguración del campeonato se aproxima el segundo partido. Suenan pitos y barras. La gradería del lado derecho está llena. El sol se ha ido y hace bastante frío. Son las 6:30 de la tarde. Palmira enfrentará a Popayán en un clásico del suroccidente colombiano.

–Este partido es muy parejo, así que pilas –, oigo que le dice la árbitro a sus jueces de línea. 

Los entrenadores alientan a sus equipos. Los jugadores se muestran seguros. Aunque se conocen de partidos anteriores y  han creado lazos de amistad, es la hora del juego y cada uno buscará que el nombre de su ciudad sea recordado. 

Una sensación de vacío inunda los estómagos. Es el primer partido del campeonato para Palmira. Las miradas se concentran. Suena el pito largo, el balón vuela y parece lento al bajar. Dos pares de brazos se cruzan y el balón lo toma Palmira. Se dirigen al espacio de Popayán, pero rápidamente el contrincante lo recupera. Todos ruedan hacia el lado contrario. Un pase corto cerca del área es recibido por un payanés alto y de pelo oscuro. Jair intenta bloquear con una pantalla a los contrincantes, pero son muy ágiles. Posición lateral, lance y… cesta para Popayán. Los gritos llenan el coliseo menor y la cara de los palmiranos se torna seria. Son dos puntos para Popayán, cero para Palmira. 

El jugador número 5 de Popayán toma el balón y los palmiranos parecen darle paso como a uno de los suyos. Dos, cuatro, seis puntos para los payaneses. ¿Cuántos más? 

–¡Qué hubo, muchachos! –alega Jaiver desde un costado de la cancha.

Seis a dos. 

La banca del equipo se mueve. Yani es reemplazado por Elkin. Jaiver y Livintong caminan de un lado para otro.

–¡Cúbranle los espacios, cúbran..! Ese 5 nos va a dejar el roto –me dice Jaiver desesperado.

Diez a dos. 

–Hermano, es que si le dejan los espacios y no hacen las pantallas, ¿cómo quieren que ganemos? –murmura Livintong. Da unos pasos y aproxima las manos a su cara para gritar: –¡Cogelo ahí, ahí!

Dieciséis a dos.

Los entrenadores tratan de calmar a los muchachos en la banca. Creen tener con qué revertir el marcador. A sus espaldas, el 5 de Popayán, un hombre de unos 47 años, trigueño y espigado, lanza y hace su décima cesta.

El partido termina. Cuarenta puntos para Popayán, diez para Palmira.

Quedaron campeones a nivel nacional en 2012 y en los juegos departamentales de 2013, pero en este campamento de fogueo quedaron en el penúltimo lugar. Sin pena, sin gloria, y ahora sin un lugar dónde entrenar.

***

Días después, una carta de la Junta de Acción Comunal del barrio El Prado le notifica al equipo que el contrato con el polideportivo se ha vencido. Deben buscar otro lugar para entrenar. Aunque la Ciudadela Deportiva de Palmira fue inaugurada hace poco, no hay lugar para ellos, pues –según les ha notificado el Imder– no cuenta con bodegas para guardar las sillas ni condiciones en las canchas para que puedan rodar.

–Por esta época del año hay muchos eventos y no podemos desacomodar todo –dice Pedro José Martínez, coordinador de deportes del Imder Palmira.

*** 

Un año y medio después del desafortunado partido en Popayán, el equipo consigue entrenar con mayor frecuencia en la Ciudadela Deportiva de Palmira. A pesar de las dificultades que se mantienen al pedir apoyo al IMDER o la Alcaldía Municipal de Palmira, el equipo logró viajar en 2015 al Campeonato Nacional de Interclubes, donde ocuparon el tercer lugar y a los juegos departamentales, donde quedaron en el segundo puesto. 

No todos los integrantes del equipo que participaron con sus historias en este reportaje siguen entrenando. Richard, por ejemplo, vive en Cali y ha conseguido un mejor trabajo como profesor. Otros, como Vladimir, han visto decaer su salud al no recuperarse de las peladuras o escaras en sus piernas. Pronto tendrá una cirugía donde le tratarán una hernia. 

A su vez, se han unido nuevos deportistas. El número de integrantes del equipo aumentó y ahora hay entre ellos una mujer. Martín sigue como presidente del equipo por tercer periodo consecutivo, pues nadie se le mide a andar detrás de los alcaldes o del IMDER exigiendo los apoyos. Además tienen un nuevo entrenador, José Chiquito, Licenciado en Educación Física y especializado en baloncesto, y aunque lo contratan cada tres meses, durante el último año han tenido continuidad con él. 

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