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Ciudad Vaga

Escuela de Comunicación Social - Universidad del Valle

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RECONSTRUIR MIRADAS

17 octubre, 2019 Por admin


Margarita, una optómetra caleña, trabaja cada día para darle una oportunidad de integración social a pacientes que han perdidos sus ojos. ¿Se puede herir con la mirada?


Por: Juan David Ramírez, Daniela Carmona, Cristian Leal, Alexandra García.

Una mujer fabrica ojos

La doctora Margarita recibe a Samuel en su consultorio casi al medio día. El muchacho, alto y apuesto, luce gafas oscuras para ocultar la mirada que aún no reconoce como la suya. Al entrar se sienta sobre una de las enormes sillas donde semanas atrás la doctora tomó las medidas para fabricar el ojo artificial que ahora está usando, y se quita las gafas para ser revisado una vez más. 

-Parpadea un poco. Listo. Ahora mira hacia arriba.

La puerta corrediza nos separa de quienes esperan afuera, es un consultorio pequeño, somos tres y nos vemos algo apretados. Esta vez viene por un último retoque: la prótesis, una concha de polímeros fabricada para conservar fielmente las proporciones de su ojo sano en la cavidad lastimada, se desvía un poco de la altura normal cuando parpadea. Samuel es un joven vanidoso. No quiere andar otro momento sin corregir aquel error. Por lo demás, su prótesis ocular es casi perfecta. El resultado de una disciplina que mezcla ciencia, técnica y arte.

En la calle hace un calor insoportable pero adentro el clima parece idóneo. Estamos en el segundo piso de la Torre A del Centro Médico Imbanaco de Cali. Ahí, la doctora Margarita lleva 26 años dedicada por completo a la optometría y fabricación de prótesis oculares, ayudando a pacientes de distintos lugares de Colombia.

Todos llevan una historia de duelo: han perdido una parte de su rostro. Las razones van desde enfermedades congénitas, traumas por lesión o infecciones que devoran el rostro. Procesos siempre difíciles. A pesar de que la doctora Margarita conoce esta clase de historias a través de los años, la que Samuel cuenta sobre la pérdida de su ojo izquierdo le conmueve especialmente.

Una noche a comienzos del año, va de regreso a casa por el barrio San Antonio. Se ha despedido de sus amigos después de negarse a ir de fiesta, quiere volver temprano y descansar. Camina chateando con el celular en la mano. No cae en cuenta de un barrista que le mira con envidia y le sigue desde la oscuridad. Se disputa un partido en el Estadio Pascual Guerrero, pero como otras veces, no sabe qué equipos juegan. 

-Parcero, una moneda.  

-No tengo nada, todo bien. 

Se asusta, guarda el celular y avanza con velocidad. Lo siguiente es un acto de odio que aún no puede explicar. El barrista se acerca por detrás y le clava una puñalada en el rostro. De esa siguen tres más en la espalda. Después del ataque, el barrista decide que no quiere el dinero ni el celular. En el andén donde trató de robar, deja un cuerpo desangrándose, sólo, en mitad de la noche. Como puede, impulsado por una voz en su interior, Samuel se levanta y trota hasta llegar a la Clínica Comfenalco, a seis empinadas calles de aquel intento de homicidio. Ahí se desmaya hasta despertar al día siguiente para comprobar su pesadilla. De todas las heridas, una le duele más que las demás. Su ojo izquierdo está destrozado y su cerebro lastimado, el puñal ha hecho contacto con  él.

La doctora Margarita termina de pulir los bordes de la prótesis mientras Samuel acaba su historia. Cada vez que la cuenta revive la angustia de aquel momento. El miedo. La doctora le entrega de nuevo su prótesis y él ansioso la coloca con su ayuda. Con cuidado, primero la parte superior y luego la inferior. Toma un espejo de su maleta y observa el reflejo sin las gafas oscuras. Siente que está completo. 

-Este tatuaje me lo hice después de aquella noche -, cuenta mientras señala sobre su pantorrilla la figura de un ojo llorando estelas de colores. Dice que al verlo recuerda aquello que lo hace fuerte. Si bien la prótesis ocular no le devuelve la visión en el ojo que perdió, ni borra de su mente los recuerdos de aquella amarga noche, al igual que el tatuaje, le sirve para afrontar su nueva condición. Con el ojo artificial puede hablar de frente a las personas, sin miedo por la ausencia de una parte. Porque aunque no pretendamos hacer daño, cada vez que miramos con insistencia a un discapacitado, lo estamos arrastrando a la inseguridad, a la desconfianza en sí mismo. Repasar dos veces a quien nos parece diferente causa daños profundos en personas que luchan por reconocerse y aceptarse cada mañana frente al espejo.  Ahora Samuel encuentra en los reflejos, de nuevo, una mirada.

Margarita tiene una voz amable, las manos inquietas, pero muy delicadas, los ojos oscuros y el cabello al hombro teñido de castaño claro. Cuando habla se hace entender fácil. Está sentada en el laboratorio de diseño facial que instaló en la parte trasera de su casa, donde crea las prótesis que terminan sobre el rostro de sus pacientes. Nos cuenta que no sólo diseña ojos. También es especialista en fabricar prótesis para el resto de los órganos que se encuentran en el rostro. Desde hace 9 años es anaplastóloga profesional.

La anaplastología es la ciencia que reconstruye partes del cuerpo con anatomía artificial. Una actividad multidisciplinaria de la medicina que permite rehabilitar, a través de prótesis, la función estética del rostro o las demás partes del cuerpo. A pesar de la enorme demanda, esta profesión es casi desconocida. Tanto, que incluida la doctora Margarita, Colombia sólo cuenta con tres anaplastólogos.

Todo el laboratorio huele a pegamento acrílico. Con él adhiere los hilos rojos que simularán los vasos sanguíneos en los ojos artificiales. El cuarto está iluminado por luces de neón y una ventana grande. Se ven vitrinas con prótesis faciales, libros de medicina ordenados sobre varias repisas e instrumentos para manipular los materiales. Hay un mesón largo con los ojos que pronto serán parte de la vida de alguien. Están en varios tarros con los nombres de sus dueños anotados en tiras de cinta de enmascarar. Los revisa con paciencia. Prende la máquina y se acomoda un tapabocas.

A pesar del ruido de la pulidora, nos cuenta sobre su experiencia. Pasa tanto tiempo escuchando trabajar aquella máquina, que le parece el sonido natural de la habitación. De niña se acostumbró al mismo ruido de los motores y a los olores del acrílico, porque su padre era laboratorista dental. Creció viendo cómo se fabrican prótesis dentales. Parte de los equipos que tiene en el laboratorio son heredados de él.

Estudió Optometría en la Universidad de la Salle en Bogotá. El mismo año en que se gradúa inicia a trabajar en el Departamento de Oftalmología del Hospital Universitario del Valle en Cali, donde conoce un gran número de pacientes que pierden el ojo por culpa de traumas.

Historias de estas hay muchas, todas las que te imagines. Y no había quién hiciera las prótesis.

En caso de daño grave, se removía todo el globo ocular herido con la idea de no afectar al ojo sano. En el siglo pasado este procedimiento es considerado extremo para todos los casos. Crece el número de pacientes sin ojo que no pueden conseguir prótesis a su medida.  En ese momento los ojos artificiales son estandarizados. Se importan desde países como Alemania, Argentina o los Estados Unidos para venderse en las tiendas especializadas. Aquellas prótesis de la época son prácticamente iguales.

La amputación significa enfrentar de forma abrupta una discapacidad. En el caso de los ojos, las secuelas son difíciles. Las personas asocian su propia identidad con la integridad  de su rostro. Por eso Margarita sintió que necesitaba aprender a fabricar las prótesis. Una decisión difícil considerando que para ese momento no existe divulgación sobre la fabricación artesanal de ojos artificiales. No hay libros sobre el tema. No existe el internet para consultar. No hay maestros que conozcan la fabricación ni la técnica. Sólo hay pacientes dispuestos a que intente algo. Lo que sea con tal de reconocerse como antes.

Margarita detiene la pulidora y se levanta de la silla. A veces pasa tanto tiempo en esa posición que se cansa y debe ponerse en pie para continuar.

Transcurren años antes que la doctora Margarita cobre por crear sus primeras prótesis. Siente que no son lo bastante buenas para devolver la confianza que los pacientes pierden con su amputación. Dedica su tiempo libre a experimentar y prueba infinidad de materiales y técnicas. De a poco, mejora sus resultados. Se quita el tapabocas y nos aclara que el doctor Paul Stanley es el responsable de que aprendiera la correcta forma de fabricarlos. Nos dice que sin él, sus conocimientos sobre la construcción de prótesis habrían tardado más años en desarrollarse.

En 1984 llega a Cali una misión humanitaria de VOSH (sigla del inglés que traduce Voluntarios Optómetras al Servicio de la Humanidad). Son una institución de optómetras, dentro de la cual hay un oftalmólogo. El doctor Paul Stanley, estadounidense de Boston, experto en la fabricación de ojos artificiales con más de 30 años de experiencia. Cuando Margarita se entera, cita a 70 de sus pacientes sin ojos, los monta en siete ambulancias y los lleva hasta el centro de salud donde VOSH opera durante la misión.

-Él se cogía la cabeza. Decía que jamás había visto 70 pacientes sin ojo juntos.

En tres días alcanza a fabricar 23 prótesis. Una cifra record. Durante ese tiempo la doctora Margarita permanece a su lado observando cada proceso. Por primera vez detalla su correcta fabricación. Ninguno de los dos habla el idioma del otro con soltura, por lo que es más difícil intercambiar palabras que ayuden a entender mejor la manera en que trabaja. Sin embargo, Margarita pregunta todo lo que puede en cada uno de los procedimientos. It is my top secret, responde el doctor cada vez que le pregunta sobre algún aspecto de la fabricación. 

Construir prótesis oculares es una tarea realmente difícil. Los profesionales no entregan sus conocimientos sin antes estar seguros del compromiso del aprendiz con sus pacientes. Antes de irse, el doctor Stanley descubre que la doctora Margarita quiere aprender para ayudar. Ella no se le separa en ningún momento. Le muestra dos prótesis que días atrás fabrica, él las evalúa y finalmente permite que aprenda a su lado. Al cuarto día debe marcharse, pero le deja claras instrucciones para proceder. También le regala equipos, máquinas y materiales. Aún quedan 47 pacientes sin prótesis de los 70 que le acompañaron. Siente la obligación de ayudarlos. A ellos y todos los discapacitados que pueda. 

En esas lleva 30 años.

Según el DANE, en nuestro país hay 1.143.992 personas  que presentan algún tipo de discapacidad visual. Lo que equivaldría a llenar catorce veces el parque Simón Bolívar en  Bogotá. Más de un millón de personas que se enfrentan a miradas hirientes en las calles, y que deciden, en muchos casos,  afrontar su condición desde casa, escondidos, refugiados de quienes, con curiosidad, volcamos la mirada sobre ellos. 

A pesar de la importancia de estos dispositivos en las vidas de los discapacitados, encontrar quién realice un trabajo integral y asesore la rehabilitación de forma correcta es difícil. El trabajo para mejorar la calidad de vida de alguien en condición de discapacidad no es solo estético o técnico. Quien suple esta necesidad debe hacer un acompañamiento al usuario, requiere de una sensibilidad especial para entender sus problemas, su condición de vida y el entorno que le rodea.

La relación de la doctora Margarita con sus pacientes logra ser muy fuerte. La mayor complicación que podía tener en su oficio de optómetra era tratar con orzuelos, irritaciones o infecciones. Desde que decide incursionar con las prótesis oculares se enfrenta con verdaderos dramas. Más aún cuando hace 9 años se gradúa como anaplastóloga y atiende casos en los que el usuario está a punto de morir o sufre alguna enfermedad degenerativa. Para ellos una prótesis es la oportunidad de transformar la soledad o la depresión en que se encuentran.

La doctora Margarita lamenta que no todos puedan acceder a las prótesis.

En Colombia, el desarrollo de técnicas para construir prótesis oculares de forma artesanal es mínimo. Ni siquiera es una práctica formalizada. Aún existe muy poca bibliografía para su divulgación y los centros académicos apenas empiezan a interesarse de forma seria en la formación de profesionales de este tipo. Quizá con el impulso de experiencias como la de la doctora Margarita, una pionera en nuestro país, se logre obtener una regulación en la adquisición de estas prótesis y aumente la oferta y calidad de estos dispositivos tan importantes para la rehabilitación de millones de personas. 

La violencia que enceguece los días

Paola alista la bicicleta para recoger a su sobrino y a su hijo en el colegio. Vive en el barrio Capri, en el sur de Cali. Toma el recorrido de la Calle Quinta frente al Hospital Psiquiátrico Universitario hasta llegar al barrio Meléndez, donde ambos estudian. Se protege del sol con una gorra y recoge su cabello ondulado a través del agujero de la cachucha. Son unos quince minutos de trayecto entre cicloruta y calle. Antes de llegar al cruce de la 80, al frente de  la Tercera Brigada del Ejército Nacional, toma las precauciones necesarias ante tanto tráfico. Es prevenida con los carros que pasan a gran velocidad, sobre todo por su lado izquierdo. En esta parte de su rostro perdió el ojo cuando era niña. 

La subida por el barrio Meléndez es caótica. El sol golpea durísimo a la una de la tarde y más de un colegio finaliza a esa hora sus clases. La calle está repleta de carros subiendo y bajando, motorratones disputándose carreras y cientos de niños saliendo de estudiar. Hay poca señalización vial y no se ven guardas de tránsito. Sin embargo, Paola avanza con tranquilidad, concentrada. No permite que su discapacidad altere el recorrido, aunque su rango visual es limitado en el costado izquierdo. Llega y ambos están listos. Su hijo monta en su propia bicicleta y ella sube a su sobrino en el asiento que acomodó sobre la barra de la suya. De nuevo, el camino de regreso.

Paola es una mujer no muy alta, un metro sesenta y cinco cuando mucho. Lleva unos pantalones cortos que permiten que el sol se refleje  en sus rodillas y  pedalea incansable  mientras transporta el peso de su sobrino en la barra y  el maletín con cuadernos en la espalda. Paola tiene treinta y cinco años y por momentos parece  olvidar que hace más de veinte alguien le arrebató parte de su mirada.

A los 11 años, mientras juega en el antejardín de la casa de sus abuelos en el barrio Las Acacias, sufre el impacto de una bala perdida que destruye su ojo izquierdo y deforma parte de su rostro: la mejilla, la nariz y el parpado inferior. Desde entonces se ha sometido a diferentes cirugías reconstructivas y ha cambiado cuatro veces su prótesis ocular.

Siete años después del accidente, Paola se encuentra frente a frente con la persona que disparó el arma que la hirió. Este hombre, que había estado en la cárcel por delitos diferentes, la busca para ofrecerle disculpas y aclararle lo ocurrido. Según él, quería dispararle a un perro, pero falló. El resentimiento y la rabia que Paola siente durante todo ese tiempo desaparecen en ese instante. Ella asegura que ha sido capaz de perdonar.

En el proceso para conseguir su actual prótesis, Paola tuvo que pasar por momentos muy difíciles. Los tediosos y largos trámites de la EPS que deben hacerse por toda la ciudad, la llevan a conocer a un doctor de la Clínica Oftalmológica del Valle quien es el encargado de realizar la prótesis. El día de la consulta el hombre saca una caja llena de ojos que le mide sin limpiar. Prueba uno por uno, intentando encontrar el que le calce. El doctor tampoco se preocupa por el inmenso dolor físico que Paola está sintiendo ni por lo incómoda que está. Este incidente la obliga a renunciar a una prótesis brindada por la EPS y decide conseguirla de forma independiente, pero no todos tienen esa posibilidad. 

Paola recurre a la doctora Margarita, quien además de fabricarle la prótesis a su medida, con impresiones previas, búsqueda del color exacto del ojo y detalles minuciosos en su finalización, le da un trato humano, de persona a persona y no solo de especialista a paciente.

Son pocos los que acceden a las prótesis 

Juan de Dios es el primero de los recicladores del centro en llegar a la Plaza de Caycedo. Acomoda sobre el muro de una fuente de agua, la caja donde pone los envases y papeles que le sirven de las basuras. Se sienta y con el único ojo que tiene traza el recorrido que hace cada mañana a las siete en punto, desde la Catedral de San Pedro hasta las calles de Sucre. Le espera una larga jornada agarrando y separando basura, lo que le afecta aún más las infecciones en la cuenca vacía de su ojo derecho.

Es un hombre anciano, de piel negra, su barba blanca oculta un poco la delgadez de su rostro, pero su cuello esquelético y clavícula marcada nos revelan a un hombre físicamente frágil. Mientras vigila la cafetería que debe abrir dentro de diez minutos, voltea por completo el cuello para vernos llegar desde su costado derecho. Abrir locales es apenas uno de los muchos trabajos que hace a diario, aparte de reciclar, para pagar la habitación donde vive: cinco mil pesos la noche en alguna “olla” del centro de Cali. Nos recibe con una sonrisa amable después que lo hemos citado en la Plaza. Con la voz ronca, habla de forma pausada sobre la pérdida de su ojo, nos dice que no le interesa buscar una prótesis que ocupe su lugar. No está seguro que sea posible. 

Según el último censo del Dane, él es uno de los 25.090 discapacitados visuales que vive en Cali, una ciudad de dos millones trescientos mil ciudadanos. Eso es casi un tuerto o un ciego por cada 91 habitantes. Las estadísticas en nuestro país nunca son precisas sobre la cantidad de los primeros o de los segundos, pero evidencia el promedio que no puede acceder por diversos motivos a una prótesis ocular: ocho discapacitados de cada diez. El 80 (%) por ciento.

El mismo censo revela que la falta de dinero y el desconocimiento sobre servicios de rehabilitación son los dos principales motivos para no acceder a las prótesis. Ambos son el caso de Juan de Dios. Tampoco es fácil encontrar registros al día sobre discapacidades de la visión, ni en la Secretaría de Bienestar Social, ni en la Secretaría de Salud; por lo cual es difícil hacerse un panorama completo del número de discapacitados y la manera en que se pueden auxiliar.

No se siente menos por la pérdida de su ojo, pero reconoce que moverse por la ciudad cada día es un esfuerzo difícil. A pesar de sus energías, vivir con un solo ojo significa más tiempo para moverse y menos para trabajar. Teniendo en cuenta sus condiciones de vida, un grupo socioeconómico muy bajo en el que todas las cifras coinciden sobre la dificultad de tratar en temas de discapacidad, rehabilitación y salud, es probable que como él, se encuentren muchas más personas en la ciudad. Víctimas, cuyo rostro refleje secuelas de alguna riña callejera, una bala perdida o del daño colateral del crimen organizado.

Juan de Dios no siempre ha sido discapacitado. Cuenta con tranquilidad que hace 11 años, el 13 de octubre del 2003, fue víctima de una bala perdida en un atentado en contra de “Los Yiyos, Jaime y John Jairo Londoño, hermanos y jefes de la oficina de cobro más temida de alias “Don Diego”. 

Por esa época existía una guerra entre los narcotraficantes. Era común escuchar sobre atentados y masacres en todo Cali, así como de balas perdidas encegueciendo vidas con una precisión miedosa. Pero los daños no sólo se pueden calcular en las cifras de muertos. Víctimas deben continuar con sus vidas aún con sus heridas abiertas. 

Aquel 13 de octubre festivo, diez sicarios armados con pistolas y ametralladoras disparan de forma absurda durante 15 minutos en Cañandonga, uno de los grilles más representativos de la rumba caleña sobre la Calle Quinta. “Los Yiyos” huyen con vida.

Mueren siete personas y otras 11 escapan heridas. Juan de Dios, el portero de esa noche en Cañandonga, es uno de esos sobrevivientes.

– Yo salgo corriendo y un balazo me alcanza y me vuela la retina -cuenta mientras mueve las manos. -Me sentí ya muerto, porque donde me lo pegue aquí…-señala un poco más arriba del orificio vacío de su ojo derecho, a la altura de la sien, sin poder terminar la frase.

Una pequeña mujer con delantal de cocina llega para abrir la puerta de la cafetería. Juan de Dios debe dejarnos un momento mientras le ayuda.  Cuando camina desde la fuente de agua hasta donde está ella para ayudarle, sus 62 años se vuelven evidentes. Achacado, un poco encorvado. Camina de la misma forma en la que habla: despacio. Tiene un pantalón de jean roto, una vieja camisa beige con líneas verdes y un par de tenis empolvados. Apenas acaba de saludar con la mano a la mujer, intercambia unas palabras y abre el local. Regresa a nuestro lado. En el camino tiene que turnar su rango visual entre nosotros y la caja. Como es normal, le molesta que la situación se repita para todo y sólo vea una parte del cuadro cada vez que se enfoca sobre un objeto o persona.

El desconocimiento de la rehabilitación ocular es enorme. Mayor es la desconsideración con las personas que la viven. Después de la amputación, demoró unos dos meses en cicatrizar la herida de bala. Aún no se recupera de las miradas inquisitivas de la gente que a diario se encuentra en la calle y no separa su atención del lado derecho de su rostro. A su edad y en su condición sabe que es difícil encontrar un trabajo digno para sobrevivir o la comprensión por parte de los curiosos que por morbo se detienen a mirarlo.

El mugre que puede entrar en su cuenca no parece ser un problema. Todo el tiempo tiene las manos sucias de la basura que agarra para separar papel y envases de vidrio. Un riesgo gigante considerando los cuidados que expertos como la doctora Margarita sugieren con tanta insistencia.

Se alista para dejarnos y toma un tinto. La mañana no cuenta con muchas horas y debe continuar con sus trabajos. Es un hombre sin posibilidad de recibir ayuda. Con paciencia, que la noche es oscura y larga –dice mientras regresa por su caja de cartón frente a la Catedral de San Pedro. Como Juan de Dios, cientos de personas más  no pueden acceder a prótesis por cuestiones económicas y desconocimiento de sus derechos. Personas que en muchos casos evitan, al máximo, salir a la calle para no ser observados por quienes, con curiosidad y algo de ignorancia, hacemos sentir esa ausencia aún más grande.

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Filed Under: REPORTAJES

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