A los meses, renté el primer piso de una casa en ruinas por mil doscientos dólares. Lavamos, botamos muebles viejos y basura, sacamos ratas muertas y organizamos lo mejor que pudimos. Ahí vivimos hasta que remataron la casa y nos sacaron. Otra vez me fui para una pieza.
Por: Óscar Osorio*
Yo amo los Estados Unidos. A una aquí le dan oportunidades y no la humillan por gorda, ni la discriminan por nada. Vivo en Elizabeth desde hace cinco años. Esto es como un barrio de Cali o de Jamundí. Por la Wetsfield, está lleno de panaderías, restaurantes, farmacias y supermercados colombianos. En el vecindario, la mayoría somos caleños.
Tengo una demanda para la agencia de empleo y otra para la oficina del correo donde me accidenté. Son dos indemnizaciones que deben salir en uno o dos años. Allá ha habido otros casos como el mío. Una muchacha se dañó dos discos no más y le dieron treinta mil dólares. Yo tengo diez discos lastimados abajo y diez arriba. Creo que me van a dar más de cien mil dólares.
Ya pronto voy a meter los papeles para la residencia y, cuando me den esa plata, me voy para Colombia a arreglarle la casa a mi mamá. Ese es mi sueño: yo llego, le alquilo un apartamento por dos meses y la mando para allá mientras levanto dos piezas en el segundo piso, construyo otro piso con dos cuartos y un baño para mi hermano, y hago una terraza para el lavadero y los perros. Cuando termine, me compro una casa para mí en Cali y otra aquí, en New Jersey.
A mi hija la voy a traer apenas pueda. Ella tiene quince años y vive con mi mamá. El papá lleva tres años en la cárcel por violencia doméstica.
Ese hombre también era muy violento conmigo. No me pegaba, pero me maltrataba verbal y psicológicamente. Lo conocí en el barrio Los Chorros. Yo tenía diecisiete años; él, cuarenta y nueve. Me lo encontraba en la parada del bus y nos poníamos a charlar. Él trabajaba en las Empresas Públicas de Cali y yo le dije que me gustaría tener un teléfono para hablar con mis amigas. Me pidió la dirección. Cuando que una mañana yo estaba en pijama y veo a ese señor en la puerta de mi casa: “Yo vine a poner el teléfono”. Qué susto tan hijuemadre. “Pero si nosotros no tenemos plata”, le dijo mi abuela. “No, tranquila”, le contestó.
Mi casa fue la primera que tuvo teléfono en Los Chorros. Tiraron ese cable desde abajo. Por dios, bendito. Eso era todo el mundo diciéndole a mi abuela: “Doña Lucila, me hace el favor y me regala una llamada”. A veces, tenía que salir corriendo: “Vea, vecina, que la esperan al teléfono”. A la señora del frente le hablaba la hermana desde Texas y ella sacaba una silla y se sentaba horas a conversar. Ese es el orgullo que me llevo: yo era la única que tenía teléfono en esa loma.
Ese señor comenzó a ir a la casa a visitarme, a decirme que estaba enamorado. A mí no me gustaba y no le atendía la visita. Él insistía y yo le inventé que estaba casada, que esperaba un niño. Averiguó y supo que era mentira. Así pasó un tiempo hasta un día que me cogió aburrida. Me invitó a salir y nos fuimos a Candilejas, en la calle Quinta con 66, por la Universidad Santiago de Cali. Ahí ponían baladas. Él se agarró a tomar y cuando que nos estábamos dando un beso. Yo quería saber cómo era besar a una persona mayor.
Entonces, el hombre comenzó a darme plata, que tenga cien, que doscientos mil pesos. Esa gente de Emcali gana mucho dinero y él era del sindicato. Se vestía muy bien, con ropa de Alberto VO5 y de Arturo Calle. Me llevaba a comer, a escuchar música. Me acosté con él y seguimos vacilando. Mejor dicho, me compró. A mí me daba pena con los amigos por ese novio tan viejo. Yo, tan bonita y con ese cuerpazo, podía tener un novio joven, pero pensaba: “Dios mío, yo me meto con un muchacho y el día que se muera mi abuela, qué voy a hacer, qué va a ser de la vida de mi hermano, de mi papá. Tengo que ser superior a mis papás, hacer dinero”.
A los meses quedé en embarazo. Él cumplió los cincuenta y se graduó en la Universidad Santiago de Cali de Administrador de Empresas. Ese mismo mes se jubiló. Nos fuimos a vivir juntos en su casa del barrio Caldas y nació la niña. Era el año 2006. No le gustaba que fueran las vecinas y no me metía en los papeles de la empresa porque decía que algún muchacho me dañaba la cabeza y lo matábamos por la pensión. Me destruyó el celular que me había regalado mi abuela y no me dejaba usar el computador que tenía en la casa. Yo era como una empleada del servicio. “Qué hijuepucha, yo me lo aguanto por la niña, y el día que se muera este viejo, me queda la casa y la pensión”, pensaba. Era duro porque me humillaba todo el tiempo. Me decía que esa casa era de él, que yo no tenía nada, que era una muerta de hambre, una basura.
Mejor dicho, nosotros vivíamos igualito que mi papá y mi mamá, pero mi papá sí le pegaba unas golpizas a mi mamá. Yo nunca lo vi o me parecía normal porque no lo recuerdo. Una vez dizque mi hermano se le enfrentó con una plancha y lo amenazó: “Hijueputa, ya estoy cansado de que le estés pegando a mi mamá. Ahora yo estoy grande. A ver cómo quiere”. Él tenía catorce años y mi papá no dijo nada. Eso fue en una Semana Santa.
Mi papá era la vida mía. Yo lo amaba. Él me mimaba, me abrazaba, me besaba. A mí nunca me pegó ni me insultó. Al contrario, él no consentía nada conmigo. Le decía a mi hermano: “Cuidadito con ir a tocarme a la niña, porque te mato, malparido. A las mujeres no se les pega”.
Mi mamá sí me pegaba, durísimo. A mi hermano también. Doblaba la correa y nos sacaba sangre. Ella nos golpeaba porque nosotros éramos muy traviesos. Eso es bueno, porque yo me crie bien. No es por picármela, pero no fumo, no tomo, no uso drogas, no me robo nada.
Mamá era empleada del servicio en casas de familia y le decía a mi papá que estaba trabajando interna. Era mentira, ya tenía otro marido en Jamundí. Cuando yo tenía diez años, ella se fue del todo. Mi papá, mi hermano y yo nos quedamos con mi abuela Lucila en Cali, en el barrio El Trébol. Éramos muy pobres, pero nunca aguantamos hambre. Gracias a dios, a la pensión de ella y a lo poquito que ganaba mi papá trabajando de cerrajero cuando estaba aliviadito, siempre hubo para un arroz con huevo o una papa con guiso.
Mi hermano se enfermó de la cabeza y no pudo seguir estudiando. Nunca ha trabajado y se la pasa por ahí, sin bañarse, perdido. A mi abuela le dijeron que lo habían embrujado, pero los médicos le diagnosticaron un trastorno mental hereditario, una esquizofrenia indiferenciada. Una tía mía sufría de lo mismo. Mi papá también y, cuando le daban las crisis, lo internábamos en el San Isidro por quince días o un mes. Salía bien y podía trabajar.
Yo veía a mi abuela tan pobre y no sabía cómo ayudarla. Cuando que todas mis amigas con el cuento de que había llegado una señora y se estaba llevando a las muchachas a España para trabajar en la prostitución. Yo pensaba en la pobreza de mi mamá, en el problema de mi hermano y de mi papá. “Yo saco adelante a la familia y le compro una casa a mi abuela”, dije. Yo nunca había tenido hombre, pero no me importaba prostituirme. Tenía catorce años. Ese no era el problema, la señora le sacaba cédula a uno y la hacía pasar por mayor. No me fui porque me dio miedo dejar a mi abuela sola, ya tan viejita. De El Trébol, se llevaron a un poco de peladitas. No volvimos a saber de ellas. Solo de una que le mandaba buena plata a la mamá y de Diana, que llegó con marido español.
Diana nos contó que él era un cliente habitual del negocio. Ella le dijo que estaba muy aburrida porque le habían quitado los documentos y la tenían retenida, que le robaban el dinero. El hombre los denunció. Llegó la policía y cogieron a esos tipos. A ellas, les dieron una hora para que se fueran y las que no tuvieran para donde irse, las deportaban. El hombre ese se la llevó para su casa, se casó con ella y le dio papeles. Nos contaba llorando que si no hubiera sido por él todavía estaría en eso, que una no puede salir. Yo decía: “Gracias a dios no me fui”.
Entonces, decidí que era mejor estudiar. Yo apenas había terminado la escuela primaria. Hice el bachillerato acelerado en el barrio El Troncal, pero no pude ir a la graduación porque no tenía para pagar los derechos. Me dio mucha tristeza. Un sobrino de mi abuela le compró la casita de Los Chorros. No fuimos para allá y comencé a estudiar Laboratorio Clínico, en Intenalco. Estudié dos años y me gradué. No lo ejercí porque me puse a vivir con el papá de mi hija.
Él no me dejaba un peso y yo tenía que juntar moneditas para ir al internet. Aprovechaba en las tardes, cuando se largaba a hacer política. Aprendí a meterme a esa página de Cali es Cali. Yo me vestía, me maquillaba y conversaba con hombres ahí. Yo decía: “Yo tengo que conocer a alguien e irme a vivir al extranjero”. Es que ya no veía otro camino para salir de la pobreza. Con el papá de mi hija llevábamos cuatro años y todo se ponía peor. Además, mi papá y mis abuelas se habían muerto. Ya no tenía que estar ahí para cuidarlos.
Una tarde, una amiga me dijo en el chat: “¿Si viste la publicación que hizo mi hermano?”. “¿Y quién es tu hermano?” Me mostró una foto mía toda bonita y un comentario de él. Cuando que ese muchacho me escribió: “¿Se acuerda de mí? Yo era el que iba a Jamundí, el que vendía los pandebonos, el que la enamoraba a usted”. Nos pusimos a charlar. Me contó que los papás lo mandaban a pasar las vacaciones, que allá me había conocido y le gustaba; que todavía le gustaba. Todos los días conversábamos por esa red. Me pidió que fuéramos novios y yo acepté. Me dijo que me iba a mandar plata.
Me separé del papá de mi hija. Él me pasaba doscientos mil pesos mensuales. Mi novio de internet, ochocientos mil. Renté una casa cerca de la de mi mamá, en el barrio Villa Tatiana de Jamundí. Compré mi camita con base, mi juego de sala y de comedor; llevaba a mi hija a patinaje y le regalaba cosas; le ayudaba a mi mamá para los servicios. Vivía muy bien y no necesitaba trabajar.
Cuando que un día me dice: “Voy a ir a Colombia, nos vamos a casar y me la voy a traer”. Yo feliz porque una veía que la gente se venía para Estados Unidos y al tiempito estaban levantando su casa. Lo del matrimonio estaba complicado porque él no era bautizado, ni había hecho la primera comunión. Le saqué la partida de nacimiento y el registro civil, y lo hice ir al consulado para que sacara la cédula. Yo tenía un vecino que era parecido a él, pero delgado, y le pagué doscientos mil pesos por cada curso que se necesitaba. Ese muchacho se bautizó, hizo la primera comunión, la confirmación y el cursillo matrimonial con los papeles de mi novio.
Mi prometido viajó a Cali por un fin de semana para casarnos. Cuando llegamos a la iglesia, el padre lo encerró en una pieza y le preguntó si se estaba casando libremente o lo estábamos extorsionando. Él le dijo que no, que me quería.
Me acompañaron cuatro vecinas y mi hija, que la vestí bien bonita. Mamá no estaba de acuerdo con ese matrimonio. Ella no fue ni dejó ir a la familia. Después de la ceremonia, tomamos fotos y nos fuimos, con un pastelito de flores, a escuchar música a la casa de una amiga. Por la mañana, él se devolvió para Estados Unidos. Era el año 2014.
Nos seguimos viendo por internet. Él me mandaba mi plata. Volvió un año después y ya tuvimos sexo. Se quedó varias semanas. Regresó a Estados Unidos y metió los papeles. A los meses me llegó un correo de la embajada diciéndome que la solicitud ya estaba en trámite. Pasaba el tiempo y no me llamaban para la cita. No me aguanté. Saqué el pasaporte y me fui para la agencia de viajes Belisario Marín. Le dije a la muchacha: “Yo soy casada con un ciudadano americano y tengo los papeles metidos hace dos años”. Ella me dijo: “Si usted pide visa de turista, va a dañar el proceso que lleva”. Yo le dije: “Le voy a pagar sus ochenta mil pesos y usted llene el formulario, que ya queda bajo mi responsabilidad”. Me dijo: “Después no vaya a decir que no le advertí”. Me dieron las citas para el 18 y 19 de julio del 2016.
Hice una carpeta con los papeles de casada, los recibos de Western Union, las fotos del matrimonio y de las visitas de mi esposo, los formularios, los documentos que me habían mandado de la embajada, las fotos para la visa. Todo. Cogí un bus y me fui para Bogotá. En la primera cita, me tomaron las huellas y la foto. Al día siguiente, me fui vestida sencilla. Había visto muchos videos por Youtube sobre cómo era que tenía que comportarme: levantar la cabeza, sostener la mirada, mostrarme relajada, no coger el teléfono hasta que me dijeran, contestar sin gaguear. Todo. Iba más preparada que un kumis.
Me tocó el turno y me atendió una señora muy formal: “Buenos días. Puedes tomar el teléfono”. Yo: “Buenos días, sí, señora”. “¿A qué vas?”. “Si usted me da la oportunidad, voy a ver a mis suegros, ya que están delicados de salud”. “¿Cómo se llama tu esposo?”. Le di el nombre completo. “¿Hace cuánto se conocen?”. “Desde niños, desde que tenía once años”. Me preguntó muchas cosas, que si él venía, que las pruebas de que me mantenía, que los papeles de casada. Yo le contestaba de una y le mostraba documentos. Ella cogió mi pasaporte y se fue a hablar con otro tipo. Volvió y me dijo: “¿Usted sabe que tiene una aplicación en proceso?”. “Sí, señora, pero mis suegros están muy malitos de salud. Yo quiero ir antes de que les vaya a pasar algo”. Ella se metió a un computador y tecleaba ahí unas cosas. Se quedó mirándome y me dijo: “Ok, bienvenida a los Estados Unidos. Apenas llegues, le dices a tu esposo que te haga un cambio de estatus”. Yo sentí una emoción. Todavía me estremezco cuando lo recuerdo. Me senté en unos asientos de hierro y me puse a llorar. La señora me vio desde allá y le dio risa.
Viajé dos meses después. Nos fuimos para el aeropuerto a las tres de la mañana. Mi mamá y mi hija, llorando. La niña tenía diez añitos. Con un taco en el pecho, pasé esa puerta. Me acordaba de lo que me decía mi abuela: “Mija, cuando se le presente una oportunidad, tiene que hacerle porque solo pasa una vez en la vida”. Yo sabía que tenía era que ir para adelante.
Nunca había montado en avión y me gustó. Me dieron desayuno y refrigerio. Me atendieron como a una rica. Cuando que aterrizamos en Miami. Yo estaba feliz porque había llegado a territorio americano. No sabía qué hacer. “Para donde va Vicente, va la gente”, dije y dele detrás de todos. Llegué a las ventanillas de Migración y me puse a hacer la fila. Estaba relajada porque mi esposo era ciudadano americano y yo tenía la protección de mi abuela y de mi papá.
Pasé el pasaporte. “¿Y usted para dónde va?”, me preguntó un oficial, que era como cubano. “Para donde mi esposo”. “¿Qué dirección?”. “Esta”. Yo la llevaba apuntada en un papel. “¿A qué viene?”. “A ver a mi esposo”. “¿Y quién le compró el tiquete?”. “Mi suegra”. Yo iba preparada. “¿Y el pasaje de regreso?”. “No, yo no sé; eso fue lo que ellos me mandaron. Si quiere, llámelos”. Se paró y se fue. Cuando volvió, me dijo: “Tiene plazo hasta marzo para salir del país”. Me habló todo grosero y me tiró el pasaporte. Yo cogí mi maleta y dele, como Pedro por su casa. Tomé otro avión a Orlando y me encontré con mi esposo y mi cuñada.
Me llevaron para el apartamento. Había un computador y yo veía a mi familia por cámara. Me pegaba unas lloradas. Yo sentía un dolor, una tristeza, una nostalgia. En esa ciudad no se ve a nadie en la calle. Me la pasaba encerrada en el apartamento, aburrida porque no tenía con quién conversar. A mí me gusta es la recocha, estar con gente, ser sociable. No tenía papeles y no podía conseguir trabajo. Yo decía: “No, esto es muy horrible, esto no es para mí, yo aquí no puedo vivir”. Pasó un mes y yo con qué ganas de devolverme. Llore y llore.
Mi esposo trabajaba en Uber y decía que no hacía nada. Yo sin poder mandarle un peso a mi mamá. Él comenzó a decir que no podía pagar las cuotas del carro, que no tenía dinero para la renta, que el trabajo estaba muy malo. Mentira, él era adicto al sexo y quería estar día y noche haciendo el amor. Mantenía era como cansado y se echó en las petacas.
La mamá le decía que entregara ese apartamento, que se volviera a vivir en la casa de ella, pero que a mí no me dejaba entrar allá. Esa señora me insultaba, me decía que me fuera y me amenazaba con llamar a la policía y aventarme con Migración para que me devolvieran para Colombia. Horrible. Al fin, conseguí trabajo en un hotel de housekeeping. Duró muy poco y volví a lo mismo, humillaciones y pobreza. Tres meses en esa situación me parecieron veinte años.
Una amiga de New Jersey me dijo que me viniera y ella me ayudaba. Me volé para acá sin avisarle a nadie, sin dejar rastros. Era diciembre de 2016. Me quedé en el apartamento que alquilaban ella y la mamá. Fui a la agencia de empleo con unos papeles chimbos y empecé a ganar ocho con cincuenta la hora. Ahí estuve unos meses, hasta que comencé a tener problemas con ellas y me conseguí un rincón en una sala de una señora por cincuenta dólares en la semana. Ahí también tuve problemas y me fui a compartir pieza con la mamá de una amiga que se había devuelto para Colombia. A los meses, renté el primer piso de una casa en ruinas por mil doscientos dólares. Lavamos, botamos muebles viejos y basura, sacamos ratas muertas y organizamos lo mejor que pudimos. Yo compré una nevera y una cama. El piso tenía cuatro piezas. Yo ocupaba una con la mamá de mi amiga y alquilé las otras tres. Pagaba la renta y me quedaba plata. Con el tiempo, fui arreglando la cocina, las puertas; hice una ventana; compré muebles de segunda. Ahí vivimos hasta que remataron la casa y nos sacaron. Otra vez me fui para una pieza.
Yo ya había aprendido a vivir en este país y había estado en muchos puestos. No aceptaba nada por menos de diez dólares. Estaba trabajando en dos partes y ganaba bien. Enviaba platica para Colombia y me quedaba algo de ahorro. Un día, la agencia de empleo me mandó para Newgistics. Yo quería hacer récord en este país y saqué otros papeles chimbos, pero con mi nombre y mi apellido. Comencé a trabajar allá. Me pagaban once con setenta y cinco. Es lo mejor que he tenido. Yo escaneaba en la computadora y ponía en una línea. A veces, me tocaba empacar el correo en unos sacos. Yo trabajaba muy bueno, de tres de la mañana a tres de la tarde y me llegaban cheques de mil doscientos dólares.
Llegó la pandemia y yo seguí en Newgistics, pero ganando menos: cuatrocientos a la semana. Comenzaron a cerrar esos correos, que un día Connecticut, otro Maryland, otro Pensilvania. Dijeron que iban a revisar papeles y yo me eché la bendición.
Un día de septiembre de 2020 estaba en el lunch y vi que se le cayó un juguito a alguien. Alcé esa botella y la puse, quebrada, en la nevera. Calenté mi comida. Cuando que me voy a sentar y me resbalo en ese mojado. Me abrí de patas y caí debajo de una mesa. Yo sentí un dolor en las caderas y el mundo se me vino encima.
Duré ocho días sin poder caminar. Volví al trabajo y no me dejaron entrar. Pasaron quince días y yo mal, con ese dolor. Comencé a ir y a venir del hospital a la casa. Me hicieron una resonancia y resulta que tenía todos esos discos de la columna lastimados. Me busqué un abogado y puse la demanda. En unos dos años sale.
Ahora estoy en una factoría, pero cobro en cash porque se supone que no puedo trabajar.
Yo no sé cómo, mi esposo se consiguió mi teléfono. Me comenzó a llamar y me dijo que lo fuera a acompañar, que lo tenían que operar del pene porque tenía un problema en el prepucio y se le estaba infectando, que también se había lastimado una rodilla y no tenía quién lo cuidara. Yo había vivido como cuatro años con un muchacho caleño, pero era muy borracho e irresponsable y nos habíamos separado hacía poco. Me eché la bendición y me fui para Orlando en enero de este año. Lo operaron y lo cuidé. Él me dijo que se venía conmigo. Me lo traje porque yo necesito la residencia para poder ir a Colombia cuando me salga la plata de la demanda. Estamos viviendo en una pieza.
Ya prontico vamos a volver a meter los papeles.
Dahiana Girón**, Elizabeth, New Jersey, agosto 7 de 2021.
** El nombre ha sido cambiado por voluntad de la protagonista.
*Esta crónica hace parte del libro Allende el mar. Crónicas de inmigrantes colombianos en Estados Unidos escrito como resultado de un proyecto de investigación-creación, desarrollado gracias a la beca Fulbright Investigador Visitante Colombiano y al año sabático otorgado por la Universidad del Valle. En tanto relato documental, la historia aquí contada se atiene estrictamente a la información allegada en la investigación. En relación con los procedimientos textuales, el cronista actúa con absoluta libertad en pro de lograr un tratamiento literario de dicho relato. En este sentido, la primera persona es una voz híbrida que se construye en un espacio de tensión entre la del cronista y la del protagonista.
Comentarios