En el oriente de Cali existe un barrio en el que cada esquina tiene su pasado, cada graffiti cuenta una historia y cada ladrillo representa una lucha. Se trata de Potrero Grande, un barrio al que se entra con miedo y se sale con nostalgia. Esta es la historia de cuatro mujeres que no se resignan a seguir perdiendo a sus jóvenes en la violencia.
Por: Verónica Salguero, Wendy López, Fernando Pretel, Juan David Saavedra.
Verla arder, esa era la idea. Ya no soportaba su limitada vida, ni su casa de esterilla y cartón, con techo de plástico y tejas retorcidas de zinc que el viento arrastraba de vez en cuando hasta las orillas del río. Tampoco soportaba el piso que variaba con el clima: en invierno era barro y en verano una gran polvorera. Lucrecia Piedrahita no había tenido una buena racha, llevaba meses quejándose de su miseria. Un cerillo y un galón de gasolina fueron suficientes para calmar su furia. No sacó nada, ni una foto. Después de discutir a gritos con sus hijos, redujo a cenizas su rancho y, con él, los de ciento cincuenta familias que vivían a su alrededor, Incluyendo la casa donde funcionaba, al mismo tiempo, la biblioteca y el restaurante comunitario.
—Esa no era la intención de Lucrecia, ella no calculó que se quemarían todas esas casas y menos la biblioteca. No se salvó un sólo libro, de los casi cinco mil. De nada nos sirvieron las capacitaciones en prevención y rescate. Yo, que había pasado las pruebas lo mejor que pude, me clavé dos puntillas en el pie y terminé en una ambulancia incapacitada, mientras el capitán de los bomberos preguntaba ¿pero y dónde están los rescatistas?—. Cuenta Alejandra Castillo con una risa contagiosa. De aproximadamente 36 años, es una mujer robusta y tierna, de piel azabache y cabello rubio, gracias a sus extensiones artificiales. Muy expresiva, incapaz de comenzar una frase sin esa sonrisa que adorna con hoyuelos en las mejillas. Ella convierte cualquier tragedia en un relato gracioso, habla con fuerza y escucha con atención; es madre de dos hijos y feliz abuela de una bebé de 6 meses. Ex bailarina de salsa y sobreviviente de un cáncer que la sumió en una profunda depresión, de la cual salió gracias al trabajo comunitario.
En Cali los asentamientos han sido constantes, a fuerza de ocupaciones, tanto desplazados como familias de escasos recursos de la ciudad, han ejercido presión social ante la problemática de vivienda. Barrios como El Poblado, Marroquín, Charco Azul, Alfonso Bonilla Aragón, Puertas del Sol, Las Orquídeas entre otros, han comenzado como asentamiento y posteriormente se han legalizado. En los años cincuenta, la Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca (CVC) puso en marcha el proyecto Aguablanca en el Oriente de Cali. Consistía en construir una barrera de tierra o “jarillón” destinado a contener las aguas del río Cauca para habilitar una amplia zona de 5.600 hectáreas: dos veces la extensión de Haití. Esta zona, por su precario sistema de alcantarillado y drenaje, tiene un alto riesgo de inundaciones pero la pobreza ha hecho que las familias más humildes se asienten allí.

La Biblioteca Comunitaria Puertas a la Sabiduría, surge hace quince años en Brisas de un Nuevo Amanecer: un asentamiento a orillas del Río Cauca en el oriente de Cali. Martha Cuestas le dio vida a la biblioteca luego de advertir la necesidad de un espacio en el que la comunidad pudiera hacer consultas escolares o leer un libro para distraerse. —Un día les compré a mis hijos una enciclopedia, de esas que vendían a cuotas. De repente todas las tardes se me empezó a llenar la casa de niños y madres que la pedían prestada para hacer las tareas. Y así fue como empecé mi trabajo con la gente—. Martha es una mulata de ojos pequeños y mirada profunda, delgada y caderona; muy atenta y amable, habla con soltura y mucha seguridad; parece que conoce cada detalle de su comunidad y que nada se le escapa.
En varias ocasiones, las pandillas han acudido a la biblioteca para que intervenga en los acuerdos de paz y convivencia.
La mayoría de estos asentamientos se fundan en las zonas alejadas de la ciudad, sobre todo a la orilla del Río Cauca y las laderas. Zonas que por sus condiciones geográficas tienen alto riesgo de inundaciones y deslizamientos; carecen de servicios públicos, hospitales y parques. Sus habitantes difícilmente logran encontrar un empleo bien remunerado y la educación es un privilegio. Cali se ha configurado como una ciudad en conflicto constante, en la que se hace inversión social en barrios aledaños al centro o cerca a zonas industriales, pero se abandona y se descuida la vida en las zonas apartadas. Los asentamientos han sido zonas temidas por el resto de la ciudad. Durante los últimos cincuenta años los desplazados por la violencia y los sectores deprimidos de Cali han tenido que recurrir a la ocupación de tierras como única alternativa de vivienda. Marginales y sin mayores posibilidades, construyen sus casas con latas, plásticos y cartones; combinan prácticas del campo como el cultivo de plátanos, tomates, naranjas, la crianza de gallinas y cerdos para subsistir.

—Extraño mucho mi rancho en Brisas, porque era como una finquita, teníamos pollos, maíz, y más espacio. Además con mis vecinos nos conocíamos desde hace muchos años y nunca tuvimos problemas; en cambio acá quedamos lejos. Las casas las repartieron con unas balotas y la que usted sacara le tocaba sin derecho a decir nada—. Se lamenta Ana Valencia, madre de Alejandra e integrante de la biblioteca comunitaria. Llegó a Cali hace más de cuarenta años, huyendo de la violencia en Barbacoas, Nariño. Es la mayor del grupo con cerca de 70 años, goza de mucho respeto y consideración por parte de la comunidad. Es dulce con los niños, les lee cuentos y dibuja con ellos. El cansancio se refleja en su rostro, tiene ojos tristes, grandes ojeras y el cabello encanecido. Es bajita y menuda, habla poco y ríe mucho, ni siquiera una úlcera crónica que hace varios meses la acompaña, logra apagar su humor.
A Brisas de un Nuevo Amanecer llegaron cuatro mujeres huyendo de la miseria. Ante la posibilidad de construir una casa propia, no se detuvieron a pensar en los desalojos de la fuerza pública ni en las inundaciones. Con sus propias manos levantaron sus ranchos y después dieron vida al comedor y a la biblioteca en la que albergaron centenares de niños que deambulaban mientras sus padres rebuscaban algo de comer en el reciclaje o el trabajo informal. Organizar la biblioteca no fue fácil. Este grupo de mujeres caminaba diariamente la calurosa ciudad, recogiendo en las unidades residenciales los libros que la gente ya no usaba. Cuadra a cuadra las enciclopedias, diccionarios y literatura iban llenando una pesada carreta que luego arrastraban hasta el asentamiento, en donde se había adecuado un salón en madera y cartón, con una mesa en el centro y estanterías improvisadas.
—Esa era nuestra tarea diaria, pero ha valido la pena. Cuando por fin tuvimos la biblioteca, nos sentimos las mujeres más famosas del barrio. Todo el mundo venía a consultarnos y a pedirnos opinión—, cuenta con emoción Pilar Escobar. Es la encargada de hacer promoción de lectura con madres gestantes y niños menores de cinco años. Pilar es tímida y callada, le gusta trabajar con la gente y promover el deporte entre los jóvenes para evitar el consumo de drogas y su ingreso a las pandillas. Su hijo y su madre son la razón de su vida. Lamenta sacrificar tiempo con ellos, pero no se arrepiente de su trabajo con la comunidad. —Lo volvería hacer, si volviera a nacer trabajaría con mi gente-, dice satisfecha y con los ojos humedecidos.
En una cancha de baloncesto caben 14 casas de Potrero Grande y sobra terreno.
En el 2006, durante la alcaldía de Apolinar Salcedo, La Playita, Brisas del Cauca, Las Vegas, Venecia y Brisas de un Nuevo Amanecer fueron algunos de los asentamientos reubicados en Potrero Grande, un barrio dotado de servicios públicos, recolectores de basuras, carreteras, escenarios educativos y culturales. A primera vista parece una solución digna y decorosa del problema de vivienda en Cali, sin embargo desde un principio el barrio fue insuficiente. El costo total del proyecto asciende a 34.000 millones, con lo que se construyeron en principio 1.750 viviendas. Pero las familias que debían reubicarse superaban las 4.200. Son casas de ladrillo, de dos niveles, uniformes y bajas, con piso de cemento, una sola habitación, un baño pequeño y un salón que hace de sala y comedor. Casas de tan sólo veintiocho metros cuadrados, pensadas para familias de cuatro o seis personas. En una cancha de baloncesto caben 14 casas de Potrero Grande y sobra terreno.
El proyecto urbano no contempló en ningún momento la biblioteca ni el comedor comunitario, por eso estas mujeres decidieron salir todas las mañanas con una carpa y la carreta llena de libros. Por cuadras reunían a los niños para leer, hacer manualidades y hablar con ellos. Cada día se rotaban los deberes: mientras unas conversaban y leían con los niños, las otras preparaban en leña la colada de Bienestarina que se repartía con galletas de soda después de las actividades.
Con los días, la jornada de la mañana no fue suficiente para ellas, entonces decidieron visitar un sector más en la tarde, trataban de no repetir las cuadras y llegar hasta los lugares más apartados de Potrero Grande. Los niños corrían detrás de ellas para participar de las lecturas, inclusive, muchos cruzaban a sectores que no podían llegar porque la pandilla que lo manejaba estaba en conflicto con la pandilla del sector donde vivían. —Esa era la idea cuando salíamos a leer con los niños: acercarnos, conocernos, crear lazos de solidaridad—.
La reubicación no respetó lazos de vecindad ni amistades construidas con los años, las casas fueron sorteadas y ninguna familia pudo decidir en cuál de los sectores quería vivir. Potrero Grande tiene 12 sectores, en los que se han reubicado familias de distintos lugares de la ciudad, sobre todo de la parte alta de Siloé y asentamientos a la orilla del río Cauca. Con los nuevos vecinos, llegaron también nuevos conflictos; disputas por territorios y control de cuadras por parte de pandillas y oficinas de cobros que aprovechan la poca presencia del Estado y la precariedad en la que viven los jóvenes para vincularlos a robos y homicidios.
Muchas de estas oficinas son manejadas por bandas criminales desmovilizadas de los paramilitares y las guerrillas, unidas a actividades de narcotráfico dentro y fuera de la ciudad. Prácticamente cada sector cuenta con una pandilla, incluso dos, dicen algunos habitantes de Potrero Grande. Cada cruce o esquina puede ser una frontera invisible y en cada parque se juega la vida. De acuerdo con la Personería, en la Comuna 21 hay 8 pandillas con 170 miembros, aproximadamente. En la ciudad hay cerca de 134 pandillas que hacen presencia en 17 comunas de las 22 que existen.
Nosotras no aceptamos las fronteras invisibles; si todos vivimos aquí, sufrimos los mismos males. No podemos seguir matándonos—, dice Pilar elevando el tono de su voz. Uno de los recuerdos más dolorosos es el de un niño de 14 años que asistía a la biblioteca y por involucrarse con pandillas asesinó a otro de su misma edad. Ellas guardan la fotografía de una navidad, en la que aparecen los dos menores abrazándose y sin saber, irónicamente, que al pasar los años uno de ellos caería en manos del otro. De los 1.973 asesinados en Cali el año pasado, 247 eran menores de edad y otros 1.000 tenían entre 18 y 30 años. Y es que son los jóvenes, en su mayoría hombres, entre los diez y los veinte años quienes están siendo víctimas y victimarios del conflicto en Potrero Grande. Todos ellos en algún momento de su niñez han jugado juntos y han compartido lecturas; pasado un tiempo se aburren de la biblioteca, que tiene un enfoque infantil y por necesidad o protección terminan trabajando en oficinas de sicariato, consumiendo drogas y odiando a sus propios amigos.
—Aquí todos somos víctimas. Vivimos con la zozobra de un tiroteo, una bala perdida. Sin tener cómo alimentar a nuestros hijos. Botados en este barrio donde no le importamos a nadie—. Asegura Martha, mientras nos cuenta la historia de una joven mujer, madre soltera de una niña de tres años, quien busca en las redes sociales una salida a su angustiante situación económica y encuentra un mexicano que le ofrece apoyo. Él insiste en que viaje con su niña, pero del mexicano sólo se sabe lo que el perfil de internet muestra, no hay ninguna garantía de seguridad y bienestar allá, pero aquí tampoco.
La cuadra donde está ubicada la biblioteca es una de las más figuradas por los noticieros locales, porque es el límite de cuatro sectores distintos que suelen enfrentarse a bala y piedra por el control del territorio.
El barrio sólo cuenta con un colegio, “El Queso”, así lo llaman los niños por sus paredes rectangulares con orificios redondos de tamaños diversos. La oferta escolar del colegio es inferior a la demanda del Potrero Grande; sólo puede atender la tercera parte y también debe brindar cupos a niños de sectores aledaños. El 25% de los adultos están desempleados y los que trabajan obtienen un sueldo inferior al salario mínimo. La mayoría de las mujeres trabajan como empleadas domésticas y los hombres como vigilantes u obreros de construcción; los jóvenes se aventuran a limpiar vidrios y ofrecer comidas en los semáforos.
—A los muchachos les rompen las hojas de vida cuando la dirección es de Potrero Grande. Acá nos toca poner direcciones de barrios como Compartir o sectores menos estigmatizados para que nos llamen a la entrevista—, comenta Alejandra, mientras nos muestra una fotografía de su hijo mayor en el celular.
—Él ya se graduó de bachillerato y prestó servicio militar, cuando volvió del ejército comenzó a mandar hojas de vida y nadie lo llamaba. Un día le dije que le cambiáramos la dirección de la casa y fue así como pudo conseguir trabajo, aunque sólo era por tres meses.
La mayoría de los habitantes de Potrero Grande vive de la informalidad, los ingresos oscilan entre los ciento cincuenta y doscientos mil pesos mensuales, suma insuficiente para cubrir los gastos familiares. Un gran porcentaje de las casas de Potrero Grande están atrasadas en las hipotecas, aunque las cuotas son de cincuenta mil pesos mensuales, no hay recursos para cubrirlas. A unos los desplazan los bancos y a otros los desplazan las pandillas.
En una de las cuadras de Potrero Grande se pueden ver casas abandonas que exhiben en sus muros los orificios por donde entraron las balas. Ventanales con vidrios rotos dejan ver como algunas de las casas aún conservan la decoración de sus antiguos dueños. Uno de los cuartos tiene pegado en la pared los dibujos de una niña que alguien intentó arrancar con premura, pero el pegante fue más eficaz. Una de esas casas pertenece a una recién nacida, que con sólo seis meses de vida ya debe lidiar con la violencia y el despojo. Su mamá no aguantó el parto y su papá no aguantó el conflicto.
Sentada en una de las mesas infantiles, Ana pasa las hojas de un cuento a la vez que observa a los niños que juegan a su alrededor. Ellos corren sonrientes y se esconden en una casa de juguete en el antejardín mientras ella habla de la tristeza que le produce verlos con hambre y no tener alimentos para ofrecerles. —Por eso acá los muchachos se meten en problemas, porque no tienen nada—.
A lo largo de la historia las mujeres han tenido que enfrentarse a una sociedad indolente, a ser tratadas como personas de segunda clase y sin derechos. Han sido confinadas a la cocina y la obligación perpetua de criar los hijos. En medio de violentas batallas las mujeres han ido conquistando el derecho a autodeterminarse y dirigir su vida, sin embargo, en escenarios de exclusión y extrema pobreza el machismo sigue azotando. Un alto porcentaje de niñas entre los 12 y los 15 años dejan las escuelas y se abandonan a maternidades atropelladas. Muchas deben criar a sus hijos solas, bien sea por el abandono y las burlas de sus compañeros o porque la muerte se ha empecinado con los hombres del barrio.
Ana nos asegura que ella nunca tuvo suerte en el amor, el padre de sus hijos les abandonó cuando aún eran muy pequeños. Igual le ha ocurrido a su hija Alejandra, a quien le mataron su compañero y a Pilar que ni siquiera menciona al padre de su hijo. —No vale la pena recordarlo— Nos dice mientras se cruza de piernas y acomoda su falda ceñida, hace un guiño con las cejas y se queda sonriente pensando. La única que ha logrado consolidar una relación de pareja es Martha; sin embargo, reconoce que no ha sido fácil, el hecho de pasar tanto tiempo fuera de casa es tomado como una forma de abandono a su hogar. Han sido muchas las discusiones para hacerle entender a su familia que ella puede ser una buena madre y esposa sin parecer una esclava, y que su felicidad está en salir todos los días en busca de esos niños que tanto la esperan.

Hace seis años un vecino del barrio que consiguió un trabajo en España, admirado por la labor en la biblioteca, decidió dejarles la casa en comodato por diez años; para que dispusieran la biblioteca y el comedor comunitario. Felices buscaron la manera de organizarse como fundación y así conseguir recursos y financiación para dotar el espacio. Decidieron llamarse Koretta King, en honor a la esposa de Martín Luther King. Una mujer que al igual que ellas luchaba por los derechos de los más pobres y los afrodescendientes. Lograron donaciones de libros infantiles y recursos para el comedor. Sin embargo, el comedor sólo funcionó un año, cada día llegaban más niños y menos ayudas. En el 2011 “Las korettas”, como las llaman cariñosamente en el barrio, ocuparon el segundo puesto en el concurso “Por una Cali mejor” y con el dinero lograron comprar una casa en la que esperan reabrir el comedor e instalar la emisora comunitaria con los jóvenes.
En Potrero Grande somos mucho más que historias violentas.
La biblioteca es un salón pequeño y con rejas en el antejardín; sus paredes están sin repellar y los zancudos acompañan las lecturas. Sólo caben tres mesas pequeñas. Cuando se llena, los niños se sientan a leer hasta en el sanitario. Hay pocos juegos infantiles, desgastados por el uso y el abuso. No cuentan con muchos materiales de trabajo, sólo hay una caja llena de colores disminuidos por el sacapuntas y las hojas para pintar son un privilegio. Los cuentos llevan años sin ser renovados, tanto que los niños se los saben de memoria, aun así ellos llegan todos los días sin falta para jugar y aprender. —La lectura es una excusa, sabemos que ellos no es que se vuelvan grandes lectores, pretendemos inculcar valores por medio de los libros. Que aprendamos a respetarnos, que nos sintamos orgullosos de ser afro y que los niños aprendan a quererse y a cuidarse—, replica Martha, mientras nos enseña un libro infantil de Mary Grueso, escritora, poeta y narradora oral colombiana. En sus libros destaca la belleza del Pacifico y el orgullo de haber nacido negra.
La cuadra donde está ubicada la biblioteca es una de las más figuradas por los noticieros locales, porque es el límite de cuatro sectores distintos que suelen enfrentarse a bala y piedra por el control del territorio. Sin embargo, durante los doce años que llevan trabajando con los niños, bien sea en la calle o en la biblioteca, nadie las ha amenazado o agredido. En varias ocasiones, las pandillas han acudido a la biblioteca para que intervenga en los acuerdos de paz y convivencia.
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Carlos es un trigueño, alto y corpulento. De labios gruesos, ojos claros y mucho ímpetu al hablar. Hace ocho meses salió de la cárcel, pagó una condena de cinco años por varios delitos. No le gustan las entrevistas y desconfía de todo aquel que entra a Potrero Grande sin pertenecer al barrio. Está convencido que el arte y la creación de microempresas ayudaría a reducir los índices de violencia del sector. —A mí me llamaban Sata. Lo que decía se hacía. Pero en la cárcel me di cuenta de que esa no era la vida que quería para mí, ni para mi gente. Por eso cuando salí comencé a trabajar por la comunidad. Es lo único que me interesa ahora; y claro, a veces cuando las cosas no me salen bien, me dan ganas de volver a las mías—. Expresa con altivez mientras empuña su brazo y lo posa sobre la mesa, respira profundo y retoma. —Martha ha sido un gran apoyo en este cambio, ellas son un gran ejemplo para nosotros—. Sonríe y mira las jovencitas que desde la puerta lo cortejan.
— Nos sentimos muy orgullosas de los resultados. No podemos negar las problemáticas y la violencia porque son una realidad, no se puede tapar el sol con un dedo, pero en Potrero Grande somos mucho más que historias violentas. De hecho los pelados en conflicto son pocos, pero suenan mucho. La mayoría de nuestros jóvenes son personas trabajadoras, con ganas de superarse y tener una vida más tranquila; por la mala fama y el estigma les niegan oportunidades—. Nos dice Martha llena de orgullo; 32 de sus chicos están cursando carreras universitarias como psicología, trabajo social, ingenierías y diseño. Todos están becados y comprometidos a retornar a sus comunidades los aprendizajes. —Son los herederos de nuestra labor, es muy satisfactorio saber que pusimos un granito de arena en la vida y formación de ellos—.
Luis Manuel orejuela es un futbolista de 19 años, estudió en Potrero Grande y visitó constantemente la biblioteca comunitaria. Con mucho temor, su mamá lo despachaba todos los días en bicicleta a los entrenamientos de fútbol en el barrio Siete de Agosto; en Potrero Grande no había escuelas deportivas. Después de varios años de entreno, el Deportivo Cali decidió reclutarlo en sus filas y cambiarle la vida. Hoy vive en un modesto barrio de la ciudad, con su madre y hermanos a quienes sueña con pagarles una carrera universitaria; se transporta en un carro último modelo y viste impecable de pies a cabeza. Sin embargo, en pleno ascenso de su carrera vuelve cada día al barrio que lo vio crecer, sabe que es un referente para muchos niños y no piensa decepcionarlos. Su triunfo no ha hecho que se olvide de sus amigos que tanto lo protegieron.
Ellas se hinchan de orgullo con cada joven que logra sobrevivir y darle un destino a su vida distinto al que parecía tener predestinado.
Fueron seis mujeres las que originalmente organizaron la biblioteca y trabajaron con la comunidad, pero dos de ellas han tenido que buscar empleos y alejarse del proceso. Hoy Martha, Alejandra, Pilar y Ana sostienen la biblioteca con tesón. Tienen un sueño por cumplir: fundar un colegio con la pedagogía Waldorf; piensan que hay que superar la mirada superficial de que el problema se resuelve, dando comida al hambriento, enseñando al ignorante y ocupando al ocioso. Su filosofía está fundamentada en el amor y el respeto por el otro. Estas mujeres no se resignaron a su condición de desplazadas y excluidas, hoy cursan carreras universitarias y se sientan frente a frente a discutir políticas públicas y proyectos para el barrio con dirigentes y expertos. Ellas se hinchan de orgullo con cada joven que logra sobrevivir y darle un destino a su vida distinto al que parecía tener predestinado.

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