¿Será acaso que no se enteraba? Sí. Era bella. Tenía esa extraña belleza que encarnan los cuerpos adornados para el escenario. ¿Señorita? Sí. Esa fue la palabra, la misma con la que le pidieron bajar del taxi. Cientos de policías bailaban la danza de la caza, mientras la Señorita descendía con su cédula en la mano.
Por: Alexander Amézquita
“Me olvidaré de lo que fue
nadie sabrá lo que yo siento
simularé que soy feliz
la procesión irá por dentro.”
No pensar en ti (Raffaella Carrà)
El patio de las bironchas
¿Será acaso que no se enteraba? Sí. Era bella. Tenía esa extraña belleza que encarnan los cuerpos adornados para el escenario. ¿Señorita? Sí. Esa fue la palabra, la misma con la que le pidieron bajar del taxi. Cientos de policías bailaban la danza de la caza, mientras la Señorita descendía con su cédula en la mano. ¿Segura? Sí. Segura que del taxi-para el camión-del camión-para una celda-una celda en cualquier estación en una noche lejana, fría y bullosa de Bogotá, por allá en 1987.
Fría era Bogotá. Faltaba poco para las doce de la noche. La Señorita llegaba a entregar la corona, una de las tantas que había de ganar, en la discoteca Géminis Club, ubicada en la carrera 12 con calle 24. ¿Señorita? Todavía. Cuando vio por la ventana supo que había una batida. –Devuélvase–, alcanzó a decirle al taxista. ¡Ya no! Cuadrillas de policías husmeaban como perros los documentos de identidad ¿Nombre? ¿Apellido? ¿Número de identificación? ¿Alguna señal o particularidad? Sí. La invitaron a bajar del taxi. –Señorita, usted también, sus documentos–. Pero qué elegancia, qué trato más hermoso. El policía amable lo supo. –¿Pero qué pasa?– Quizás se preguntó el uniformado. Hasta allí le alcanzó la elegancia. Cinco, siete, once, veinte… eran patadas, eran golpes, eran palabras, y todo junto hería, supuraba rabia.
Arriba, en el camión, en el centro de un montón de carne apretujada, todo era una masa de gente, gente deforme de tanto apretón, arrejuntados, arrinconados. Una vez en la Estación 100 de policía, en plena Avenida Caracas con calle Sexta, fueron bañados con violentos chorros de agua.
¿Señorita? Ya no hay más Señoritas, ahora lo único que hay son maricas, enfermos, travestis, transformistas o una masa de esa gente rara, que finalmente, para la policía, era gente igual. Lo mismo de siempre. Un poco de hombres, que tenían poco de hombre, y por eso vestían como mujeres.
Aunque a partir de 1981 la homosexualidad dejó de ser un delito en Colombia, en el imaginario colectivo de los años ochenta, seguía vigente la idea de que hombres que tenían sexo con otros hombres eran enfermos. La medicina había hecho lo suyo, y como escribe Walter Bustamante en su artículo “El delito de acceso carnal homosexual en Colombia”, publicado en la revista Co-herencia, en julio de 2008, se lee que “… médicos y psiquiatras consolidaron diversos modelos de inclinación homoerótica que coincidían en que ‘algo no funcionaba bien’, estaba dañado. Esa idea se recogió en la cotidianidad, y a los sujetos homoeróticamente inclinados se les llamó <dañados>”.
La incomprensión, el desconocimiento y el lastre de muchos años siendo considerados unos delincuentes, eran evidentes en las redadas y persecuciones de la que eran víctimas hombres y mujeres que, por su orientación sexual, ‘atentaban’ contra el orden moral y social.

***
A las ocho de la mañana fue trasladada a la Cárcel Distrital de Varones, en Bogotá. Allí permaneció, hacinada con más de veinte personas en una celda para ocho. Reducida a dormir en un rincón, sentada sobre una espuma sucia, mugrienta. ¿Absurdo? Sí. Señorita, es tan absurdo. Pero cierto. Esa misma mañana intentaron violarla. Sacó fuerzas y se defendió. Fueron tres. Los gritos escapaban de la celda. Fue protegida, trasladada y obligada a dormir en los pasillos del patio de las bironchas, como se le conocía al patio que recibía a los maricas, travestis, transformistas y hombres de cualquier denominación que se igualaban con ese delito que era ser homosexual. 13 días durmió la Señorita en los pasillos. Con una alergia en la piel que no la dejaba dormir, ni siquiera pensar. Fue separada de su vida, de su familia, de su trabajo, de sus amigos. Fue como deshacer su alma en un segundo ¿Señorita? Creo que no lo volvió a ser más.
***
Y el encargado gritó: “¡el que quiera llamar a su casa tiene que recoger colillas!”. Y ella fue la primera en levantar la mano. Recoger colillas era salir a la calle, esposada y descalza, con la ropa más roñosa, pues sus prendas estaban confinadas. Ella pesaba 58 kilos, con unas medidas muy de bailarín, pero le tocó usar ropa de talla 40, amarrándola con un alambre para que no se cayera. Así, salió a recoger los restos de cigarrillos de una manzana completa, que cubría en ese entonces la Cárcel Distrital de Varones en Bogotá, con eso se ganó una llamada a casa de su madre …
***
Un abogado. Más de 100 cartas. Cientos de llamadas. Visitas de amigos. Gente preguntando por ella. Una corona sin entregar. Presos. El rostro desbordado, colgando en el filo de su mentón.
−¿Y qué hizo?
−Llamé a casa y les dije en qué condiciones estaba.
−¿Qué hicieron ellos?
−Inmediatamente se comunicaron con un abogado que defendía a la comunidad elegetebei, que no se le llamaba así en aquellos años.
−¿Y sirvió de algo?
−Este abogado se puso en función inmediatamente. Llegó con ropa limpia, con zapatos, con todo lo necesario para estar bien. Ya de la oficina de Derechos Humanos, que en ese tiempo no se llamaba oficina de Derechos Humanos, sino Ayuda para los homosexuales, me habían llevado unas chancletas y un cepillo dental, entonces ya…
[SILENCIO]
…Perdón, hacía mucho que no hablaba de esto. De hecho muchos desconocen esto.
***
−¿Quién es usted? − Preguntó el juez. Y la Señorita respondió: “lo que pasa es que a mí no me creyeron que soy artista. Soy uno de los pocos transformistas que tiene un carné especial que da la Alcaldía, para poder trabajar”. El juez y todos los presentes en la audiencia se dieron cuenta, por voz de la Señorita, que ella había sido invitada a trabajar en la Escuela de Caballería y en el Batallón de Mantenimiento del Ejército colombiano, y en la Dirección Nacional de la Policía. ¿Su trabajo? Animar novenas de aguinaldos, fiestas y otras celebraciones. Como una rubia de percal, bailando en un cabaret y los chicos deleitándose con esa bimba, bironcha, floripondia, galleta, loca, mariposón…

Después de 13 días de estar en el patio de las bironchas, La Tatiana, como la llamaban todos allí, salió sin rubor, sin plumas, sin zapatos de punta, sin corona. Recuerda tantas cosas, especialmente cuando la formaron para tomarle una foto, que ella muy bien llama: “¡asquerosa!”. ¿Por qué? “¿Se pueden imaginar el aspecto de unas personas detenidas, bañadas, desmaquilladas, vueltas nada? La fotografía tenía que ser espectacularmente horrible”, afirma hoy, quien fuera la Señorita.
Tatiana Traumanova era el nombre de la transformista detenida en esa lejana noche bogotana, con su rostro dibujado con rímel, sombra y colorete. La misma que había comenzado a vestirse de Señorita desde muy niña; que brincaba hasta aprender algunos pasos de baile; quien terminó danzando para importantes compañías.
Corría 1984 o 1985, ella ya no lo recuerda, cuando Tatiana Traumanova, la Señorita, vistió sus primeras prendas femeninas para un escenario, ocultando ese cuerpo tosco y peludo que le pertenecía a su dueño originario. Velando esas partes íntimas para que no lo delataran, claro todos sabían que era un cuerpo prestado para vestirlo de mujer, pero ¿por qué no fingir? ¿Cómo no prestarse a ese juego de mentiras? ¿Acaso no era parte del espectáculo? El cuerpo es un territorio gobernado por lo moral, lo político y lo cultural. Tatiana Traumanova bombardeaba ese territorio impuesto, obligado.
Se dice de mí
“Yo soy la vedette, la vedette / de un teatro de revista / empecé siendo corista / y como soy chica lista / aquí me ven de vedette, de vedette de revista / tengo más plumas que nadie / lentejuelas que es lo bueno / y un montón de joyas falsas / que de lejos dan el pego”.
Yo soy la vedette (Esperanza Roy)
Alfonso Rivera fuma cigarrillos Marlboro, los de la caja roja. Algunas veces hasta una cajetilla de 20 unidades al día. Pesa 74 kilos. Sufre de alopecia pendeja, como él dice: “me da pelo aquí, y acá no”, por eso se rapa a ras. Calza 40. Mide 1.66 metros. Nació el sábado 20 de marzo de 1954, en Bogotá. Tiene 62 años, los ojos, no sé de qué color, y un amor especial por el flamenco. Me invita a su casa. Me enseña su colección de discos en acetato. Comemos un almuerzo preparado por él. Hace calor. Vive en un quinto piso. El ruido de los carros entra por la ventana. Ropa colgada sobre la lavadora. Me asomo a la ventana, hay dos tipos en la esquina que conversan bajo el sol de la tarde. Alfonso fuma. Los gritos de un vendedor de trapeadores. Una telenovela mexicana en un canal nacional. El cielo azul. Gotas de sudor.
¡Ay! de mí / me deprime mirar ese estúpido espejo otra vez / porque veo / la cara cansada de un hombre nacido al revés / rara mezcla de niña vistiéndose sola para ir a un festín… /
Alfonso Rivera llegó a Cali en 1990, hizo parte de una revista que cautivó al público caleño. El empresario, dueño de la discoteca Romanos Club, le ofreció un show permanente en su negocio y de paso labores administrativas, ya que Alfonso tenía experiencia con bares y bailaderos en la capital. En Romanos trabajó hasta el 2006, cuando la discoteca cerró y Alfonso dejó el escenario que durante tantos años había sido refugio, primero para Tatiana Traumanova y luego para Lok Flores. Junto con su pareja, Diego-Veruzka, como es conocido en Cali por su pasado artístico, trabajaron para otros bares y saunas, hasta que les llegó la hora de buscar un local dónde continuar con sus propuestas artísticas. Así nació la Barra Punto G, un pequeño lugar, que alcanza a generar hasta 10 empleos, hoy ubicado en el centro de Cali, en el número 4-25 en plena Calle 16 del barrio San Nicolás, un sector históricamente plagado de litografías y comercio, que en el día padece de un bullicio incontrolable y en la noche sufre de una soledad abrumante.

La Barra Punto G es un extraño lugar, un poco cálido y sofocante. Adentro una barra divide en dos partes este pequeño rectángulo. Las mesas, tiradas hacía a la pared, dan paso a unos pocos metros de pista para baile. Al fondo, después de la barra, dos baños y un pequeño camerino, donde apenas cabe una persona de pie, dejan otro pedacito de baldosa para que los clientes bailen esas charangas, porros, pachangas, boleros, salsa de la vieja guardia y canten a todo pulmón ranchera, baladas y otras extrañas cantilenas del cancionero latinoamericano. La Barra Punto G es un lugar donde se puede ver un aura de camaradería entre tantos extraños que sin querer tienen tanto de sí, que parecen uno solo. Alguna vez escuché a personas referirse al lugar como “un sitio para loquitas pobres, para locas ordinarias”, eterna discriminación dentro de un grupo que lucha porque se les respeten sus derechos.
Allí llegan señores de bigotico y cabello engominado, hombres con pantalón de quiebre, jubilados con camisas de manga corta, peluqueros, jóvenes despistados buscando con quién conversar, chicos musculosos cargados de tatuajes, gente como yo, gente como usted. Si me tocara definirlo diría que es una pequeña cueva kitsch, popular, fuerte, común y a la vez mágica, sensible, familiar; donde guarecen, de las miradas y las palabras, ‘animalitos’ provenientes de toda la diversidad sexual.
***
Fue hace poco más de diez años cuando conocí a esta Señora. Ataviada en un empolvado camerino, mezcla de polvo de maquillaje y humo de cigarrillo.
–Mucho gusto, soy Lok Flores –dijo como actuando.
–Hola, ¿Loca con ce?
–No niño, Lok con ka. Con ka.
Pasaron casi 40 minutos. Lok se maquilló, se acomodó sus partes, me contó algo de su historia. Abajo, una discoteca medio vacía del centro de Cali la esperaba para su presentación. –Llevo años metida en esto y no me canso –dice Lok como tratando de convencerme.
Lok Flores es un homenaje a la cantante y actriz gaditana Lola Flores. La idea surgió en el año 1995, y se hizo realidad un martes 21 de noviembre, en pleno apogeo de la discoteca Romanos Club, uno de los sitios más recordados de la fiesta gay en Cali, que tenía cierta importancia a nivel nacional. En ella no se permitía la entrada de mujeres y se especializaba en tocar música tropical y ritmos un tanto pasados de moda para una época de sonidos de sintetizador que ya conquistaba el gusto de las nuevas generaciones de jóvenes homosexuales en los años 90. Atrás quedaría la Señorita Traumanova, fueron casi 10 años, un viaje desde Bogotá hasta Cali y muchas historias que se guardan en viejos álbumes de fotos roídas.

Aquel martes, a las 12 de la media noche la música se detuvo, pero esta vez no fue por culpa de la policía y sus acostumbradas redadas. Salida de la nada, como un fantasma, fue presentada:
“Llega a Colombia la espectacular-la sensual-la divina-la perfecta-la única-la siempre imitada y jamás igualada-la Más… ¡Lok Flores!
Lok saludó al público, unas 250 personas, sentadas en sillas, en el suelo, en las gradas, amontadas para este nuevo espectáculo. Comenzó a rodar la primera canción. Aunque en sus primeras apariciones solo interpretaba bulerías, fandangos, coplas y cante jondo, Lok supo que era necesario incluir otros ritmos, canciones reconocidas en el gusto popular para captar la atención de un público cada vez más diverso.
Desde esa noche de noviembre se celebró, por varios años “La hora del desahogo”. Una revista transformista-musical, que permitía el concurso entre viejas estrellas del transformismo caleño y las nuevas generaciones. Cuerpos de hombres vestidos cuidadosamente de mujer. Canciones de desamor. Baladas histéricamente románticas. Nombres que nada tienen de casual, y que su sonoridad todavía retumba en los recuerdos de tantos clientes: Dalida / Hilary / Tara / Doris David / Kelly Jones / Adela Ferrer / Terry / Mani / Stephania Lehiton / Annie / Carmen de Oro / Yessica / Conga / Pamela / Lady Cleo / Georgina / Mani Fox / Melissa / Popis /Tatai / Veruzka / Dominic / Saix…
Loca noche Lok
−Adoro toda la música que habla de los sentimientos: boleros, tango, merengue, salsa, rancheras.
−Es que es la música que habla, que dice la verdad de la vida. Porque quien más y quien menos, siempre ha tenido algún amor o algún desengaño.
Entre tinieblas
(Pedro Almodóvar)
Hace en la Barra Punto G un ruido tremendo de risas y conversaciones, hombres y hombres bailan juntos, moviéndose al son de Natusha: “hoy te tengo que hablar / y me vas a escuchar / que tan bajo llegaste / con tus intenciones / de niño patán…”; en la barra, sirviendo cerveza y aguardiente, pendiente de la música está Diego. Un cliente me mira y me canta apuntándome con su dedo: “tú la tienes que pagar / tú la tienes que pagar…”; sonrío. Entre los asistentes reconozco algunas caras, clientes de cada domingo, que no les importa esperar hasta las 9 o 10 de la noche, aunque deban trabajar a primera hora del lunes, con tal de ver a la Señora: Doña Lok Flores.

Poco después de las nueve, las luces se apagan. Las pantallas de los dos televisores que hay en bar, nos muestran una pequeña introducción, viejas imágenes de Lok que nos recuerdan qué tanto tiempo ha pasado. Sin enterarme los aplausos dan paso a la Señora, muy diva, muy ella: Lok Flores:
“Te vas / yo me quedo triste y sola / tenías que ser tan cruel al despedirte / qué clase de cariño tú me diste / que caro estoy pagando por quererte…”
Lleva el cabello corto, hasta los hombros, sombra azul, labios rojos. Un traje negro con aplicaciones color plata, los aretes son largos y su gargantilla se escurre hasta el inicio de sus senos postizos, usa zapatos tacón francés color negro.
“…te juro que jamás había llorado / todo / todo fue triste entre nosotros / sabía que tendrías un día que irte / pero nunca imaginé que de este modo / pero que yo te olvide no es tan fácil / aunque el tiempo que viví fue solo un sueño…”
Se confunde la voz de Rocío Durcal y los clientes. Cantan. Todos cantan. Siguen la canción al pie de la letra, yo me siento un poco avergonzado, recuerdo haberla escuchado en la radio, pero no soy capaz de seguirla. Un jovencito, mira a Lok y se entrega en un acto de interpretación que parece robarle el show. Casi llora. Lok sabe actuar, acude a él, a su público y juntos siguen cantando.
“…y ahora que te vas / despierto de mi sueño / para que pague por soñar / lo que no debo / pero muy caro / pagaré / haberte amado / me dejas / con la deuda / y te vas…”
Lok se conecta con su público a través de las canciones, cada quien lo interpreta a su manera, cada quien carga su dolor, su pena. Ella está allí para exorcizar esos dolores del corazón.
***
Alfonso fumando. Su cuerpo es historia. Una historia violenta que nos recuerda que no estamos solos, que somos vulnerables. Alfonso. Nadie sabe por qué. Alfonso. El 28 de diciembre de 1986. Fueron tres. Tres puñaladas. Un atentado. Bogotá. Alfonso. Son cinco. Alfonso. Cerrando heridas. Cinco cicatrices. Caminos de esperanza. Alfonso. Enciende sonrisas. Zafarrancho. No precisa dolor, todo en él es amor. Alfonso. Diego. Alfonso. Un abrazo oscuro sobre su hombro, se escurre por todo su brazo. Alfonso fumando. Hace mucho que no bebe licor. Alfonso fumando. El dolor. Una operación. 2005. El dolor. Incesante. Fuerte. ¿Indiferente? ¡No! Alfonso triunfante. Alfonso aterrorizado. Alfonso. Cinco heridas. Alfonso canta. Canciones de Helenita Vargas. Alfonso canta. El público lo aplaude. Alfonso cura heridas. Para eso usa a Lok Flores.

Abultado el escote. Pintura color verde en los párpados. Lentejuelas en el borde de su vestido. Manga bombacha. Detrás de ella, colgando de la pared, viejas fotos de Marilyn y Madonna la miran cantar. Ellas allí, colgando, oxidadas por el paso del tiempo y la luz. Enaltecidas en un altar de cinco fotos desalineadas en una pared a medio pintar. Pero a nadie le importa, no vienen a verlas a ellas, la gente llega por Lok, quien esta noche regresó con su acento español, rememorando a la Durcal, levantando sus piernas, moviendo sus brazos.
Algunos ventiladores refrescan el lugar. Seis luces azules, en forma de círculo, dividen la barra de la pista. Diego desde adentro le da indicaciones, Lok mira para un lado, mira para el otro, canta. Diego la mira. Le sigue los pasos sobre el suelo de baldosas blancas. Vuelve a mirar, casi no sonríe. Mira de nuevo y Lok la alcanza con sus ojos, Diego mueve la cabeza, dice sí. Algunos celulares graban el show, el flash de otros capturan fotos que luego veremos en Facebook. Ese muchachito, el que viene por primera vez, la mira asombrado, mascando chicle, no para.
−Qué tal amigos, ¿cómo estáis?
−¡Muy bien! –responde el público.
−¿Bien? Os veo con una cara de felicidad.
−¡Jajajajajajaja!
−Qué rico que estén aquí –Lok saluda a un grupo de seguidores, y reconoce a alguien nuevo–. Hola, ¿ya habías venido acá? –le pregunta al muchachito.
−¡No! –responde a secas, como si prefiriera no responder.
−¿No? Te tenemos una sorpresilla.
−(Risas del público)
−Porque aquí inauguramos a todas las loquillas que vienen por primera vez, jajajajajajaja… por eso se llama sorpresilla.

El muchachito masca chicle. No para. Ahora masca con mayor intensidad.
−Estáis vosotros con Lok Flores, la reina del show, la mejor, la única, la excepcional, la siempre imitada, la jamás igualada, la más de las más.
Lok invita al centro de la pista al muchachito. Lo sienta y le canta una canción de Isabel Pantoja: El Señorito. En medio del susto este muchachito con el cabello corto engominado, camisa a cuadros y un incesante mascar de chicle se convierte en parte del show. Lok lo rodea. Lok lo acaricia. Lok le canta:
“Presume porque puede / de su palmito / El señorito / se lleva el gato al agua / por ser bonito / El señorito / e igual en la Gran Vía / que en Leganitos / en Sol y en la Cibeles / se escucha a gritos / decir a una cambera / de bolso y güito / estoy como una perra / que me derrito / por morder las hechuras / del señorito / Se-ño-riiito…”
Lok nos hace reír. Lok es tan bella. Lok qué locura.
***
Lok. Han pasado algunos minutos. El espectáculo está por terminar. Lok. Por qué Lok. Lok. ¿Esa canción? Lok. Por qué no la cantas. Por qué no la bailas. Por qué. Algunos la recuerdan por cuenta de esa telenovela. Otros aún sienten el susurro del acetato acompañando a Tita Merello. ¿Qué se dice de ti? ¿Qué eres fea? ¿Qué caminas como un malevo? ¿Qué eres chueca? ¿Qué tu nariz es puntiaguda? ¿Qué tu figura no ayuda? ¿Qué tu boca es un buzón?
“Si charlo con Luis / con Pedro o con Juan / hablando de mí / los hombres están / critican si ya / la línea perdí / se fijan si voy / si vengo / o si fui…”
El cigarrillo que tantas veces la acompaña ahora es cómplice en el escenario. Mueve el cabello. Gesticula cada fumada. El humo sale violento: por la nariz por la boca hacia arriba hacia abajo. Camina en círculo. Mira a su público. Nadie está agotado. Las sonrisas acompañan los últimos minutos que le quedan. Lok. Me mira. Se acerca a la cámara y le escupe una bocanada de humo que se pierde en el escenario.

…se dicen muchas cosas / más si el bulto no interesa / ¿por qué pierden la cabeza ocupándose de mí?…”
El pelucón comienza a moverse con frecuencia. El cigarrillo se acaba y el humo se estanca como una nube espesa sobre nosotros. El vestido comienza a caer lentamente. La canción avanza sin reparos. Los clientes ríen más. Todos saben qué pasará, pero parece que asumen una actitud de novatos, de recién llegados. Los rostros, quietos, impávidos, tan solo saben seguir con su mirada el cuerpo construido para esta noche.
“…yo sé / que muchos / que desprecian compañía / y suspiran / y se mueren / cuando piensan en mi amor / y más de uno / se derrite si suspiro / y se quedan / si los miro / resoplando como un Ford…”
El vestido cae por completo. Una trusa negra. Medias veladas hacen ver su piel mucho más clara. Zapatos de tacón. Relucen. Embellecen. Despelucada. Sintonizada. Se adueña de sus miradas, de la mía, de la de Madonna y Marilyn. Del señor que pasa por allí, a su trabajo o a su casa, y se detiene junto con otros a verla desde la calle. Arremolinados en la puerta.
“…si fea soy / pongámosle / que de eso aún / no me enteré / en el amor / yo solo sé / que a más de un gil / dejé de a pie / podrán decir / podrán hablar / y murmurar / y rebuznar / más la fealdad que dios me dio / mucha mujer / me la envidió / y no dirán / que me engrupí / porque modesta / siempre fui / ¡Yo soy así!…”
Lok gira. Gira de un solo golpe y arranca de su cabeza esa cabellera postiza. Desnuda. Sin pelo. Calva. Lok provoca aplausos. Gritos. Silbidos. Honesta. Lok nos recuerda que es el final. Nos recuerda que es solo una ficción de nuestra vida real.
Apretada. Caminando en medio de los asistentes. Se detiene sin reparo a saludar. En trusa. Sudada. El maquillaje rebelado. Huele a cigarrillo. Los clientes la felicitan, le tocan la calva. La oscuridad ha vuelto. La música obliga al baile. La danza del gozo. Apretada. En medio de tanta gente. Ahora la quieren saludar, abrazar. Apretada. Ya nadie le gritará ¡maricona! Como le gritaron a aquella Señorita. ¡NO! Ahora le agradecen. Señora. Ella -un poco a la fuerza- busca su rincón. Al fondo. Todo es una masa de gente de risas de abrazos. Lok, como puede, sale de esa amalgama de felicidad. Huye. Atrás del escenario. Sola. Apresura el paso, sobre las pocas baldosas que le quedan para llegar a su camerino. Allí, encerrada, casi encarcelada en apenas dos metros cuadrados, desfigura su rostro. Desviste sus carnes. Se despide. Se borra a Lok en silencio. Afuera, la clientela baila al ritmo de ‘Mala pata’, interpretado por Hugo y su Conjunto. Algunas voces le siguen el ritmo:
“Peor pa’ti / que no estas más a mi lado / tanto que yo te había dado / y te fuiste por ahí / no sé por qué / con tu nueva compañía / de menor categoría / dices que te sientes bien / ayer yo vi / el porqué nadie te nombra / y es que no eres ni la sombra / de lo que eras junto a mí / si te va mal / ven que yo te doy la mano / no soy santo ni villano / pero te puedo ayudar…”

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