“Pero cualquiera que conozca a las viejas madres abandonadas a su suerte y a los hijos sin padres, nadie cree lo que dicen” – Estrofa de poema anónimo encontrado en Auschwitz.
Por: José Gregorio Pérez
Mirian Rojas* caminaba segura con unas sandalias doradas por el corredor de la cafetería. Su vaporosa blusa amarilla y jeans se meneaban al compás de sus caderas. Con un bolso pequeño se sentó diagonal a una mesa donde yo estaba. Sus ojos miraban a la puerta con curiosidad como si estuviera esperando a alguien. Tenía la intuición de que era ella. De facciones finas, ojos color miel y piel trigueña, se inclinó para recoger un papel que había caído de sus manos.
La joven de 32 años es una de las 489.687 mujeres que han sufrido acoso, persecución, desplazamiento y prostitución forzada en zonas de conflicto armado, y una de las 94 mil que han sido violadas en once departamentos del país, según un informe de la ONG Oxfam Internacional.
Habíamos convenido, a través de una amiga, que nos encontraríamos a las 10 de la mañana cerca de la terminal de motos, donde se traslada a la gente de Valledupar al corregimiento de La Mesa.
Me levanté de la silla y me dirigí a la mesa donde estaba sentada.
– Hola Mirian, ¿cómo está?
– ¿Usted es la persona que habló con Yorlei*? Pensé que no iba a venir e a iba perder el viaje.
– Aquí estoy. ¿Quiere tomar algo?
– Un jugo, por favor.
El mesero trajo un jugo a la mesa. Mirian tomó el vaso entre sus dedos y bebió un sorbo.
Conocí a Yorleidi cuando contacté a su padre para que me alquilara una habitación en una de las fincas de La Mesa. Le pregunté si conocía alguna amiga o conocida que hubiera sido objeto de abuso sexual por parte de los hombres de David Hernández Rojas, alias ‘39’, jefe paramilitar que se tomó el corregimiento.*
–Yo conozco a una pelada que se llama Mirian. Vive cerca del corregimiento, no sé si quiera hablar. Ella tenía 17 años cuando le ocurrió eso. Yo apenas tenía 15 y estábamos en el colegio. Ella quedó marcada entre las peladas del pueblo, aunque hubo otras, solo que guardan lo que saben por pena y no dicen nada, porque aquí después de la desmovilización hubo gente que decía que a las muchachas les gustaba subir a los campamentos de los ‘paras’ por plata.
– ¿Y tú crees que fue así?
Yorleidi voltea su mirada y meneando la cabeza dice fuerte:
– No. Las obligaron. A las peladas las amenazaban que si no accedían a subir bajaban a matarlas o les mataban algún familiar. Cuando los papás iban a reclamarle a alias ‘39’ o a alias ‘38’, o a algunos de los jefes –porque sus hombres acosaban a las muchachas– les decían que debían llevar pruebas y si no se comprobaban las acusaciones, la pasarían muy mal”.
Saludé a Miriam, quien me extendió su mano.
– Yorlei me comentó que usted quería saber sobre lo que nos ocurrió a varias de nosotras cuando estuvieron los ‘paras’ en La Mesa.
Los 200 paramilitares del Frente Mártires del Valle de Upar, que comandaba el ex-mayor del Ejército, David Hernández Rojas, alias ‘39’ ejercieron dominio de la población desde 1999 hasta marzo de 2006, cuando se desmovilizaron en la cancha de fútbol del colegio Virgen del Carmen.
Un cierto nerviosismo se apodera de la joven, que empieza a jugar con el pitillo y no deja de mirar hacia la puerta.
– ¿Sobre qué vamos a hablar? ¿Esto para quién es o qué?
Mirian me mira fijamente con cuidado. En su rostro se nota la lucha que ha tenido que librar para quitarse una estigma que ronda a las jóvenes de región. Sobre todo para desvirtuar los comentarios de los adultos, convencidos de que las muchachas se les ofrecieron a los paras para cocinarles y lavarles la ropa.
– Sobre lo que usted quiera contar de su experiencia durante la época en que los ‘paras’ estuvieron allá.
– Yo puedo hablar, pero aquí no. ¿Por qué no hablamos en un sitio más tranquilo?
– Vamos al parque cerca del río Guatapurí.
Tomamos un taxi. Mirian s luce más relajada.
– Mire la Sierra Nevada, —me señala por la ventana del vehículo.
Por el vidrio se ve la imponencia de los picos de las montañas de la Sierra del Valle de Upar, tan trajinadas por la violencia que ha azotado a la población del Cesar, en municipios, veredas y corregimientos.
El recorrido dura quince minutos. Llegamos al parque que rodea al ancestral río, donde por estas fechas muchas familias se van a bañar y hacen paseo de olla. Nos sentamos en una banca.
Le hago una broma para distensionarla y su sonrisa revela unos dientes blancos perfectamente alineados que iluminan su rostro.
– Yo no pude estudiar. Esa violencia frenó muchos proyectos de la gente. Llegué hasta grado 11 de bachillerato, eso fue en el 2000. Además, uno carga con un estigma, que se vuelve vergüenza, y más adelante le digo porqué.
Mira hacia el horizonte donde se ven las montañas despejadas, sus ojos se humedecen y se lleva las manos al rostro tratando de detener las lágrimas. Para ella, los recuerdos del abuso son como sombras que la acompañan y por años ha tratado de sobreponerse a eso que llama su pesadilla.
– Es una forma de desahogarme, porque por mucho tiempo lo he callado. Solo lo saben mi familia y dos amigas. Con mi mamá llegamos a un acuerdo para no decirle nada a mi papá, porque yo sabía que iría a reclamarle a ‘39’, y este lo podía matar. Ni tampoco a mis dos hermanos mayores. Por varios años me sentí sucia y llegué a pensar que no valía nada como mujer. Me encerraba en mi casa y dejé de ir al colegio cuando supe que estaba embarazada. Cuando veía a los ‘paras’ pasar por mi casa me daba miedo, porque creía que me iban a sacar a la fuerza para llevarme al monte. Como cuando sacaban a la gente de las casas y se los llevaban, acusándolos de guerrilleros.
Bebe agua de la botella que compramos en la tienda.
– He luchado por superar lo que me pasó porque físicamente quedé muy mal. Estropeada, llena de moretones. Todavía tengo la sensación de su peso encima de mí, con armas y proveedores que apretaban mi estómago, mientras me obligaba a moverme. Me golpeó el rostro tratando de evitar que lo alejara con mis brazos. Fue inútil, era muy fuerte. Aun así lo arañé en el rostro y traté de patearlo con mis pies. Lo que hizo no se lo deseo a ninguna mujer, porque eso te marca para toda la vida y te vuelve prevenida con los hombres. Los dolores en el estómago pasaron, pero los que quedaron en el alma no se van a borrar nunca. La violación envenenó mi cuerpo. No olvido su rostro, jadeando y sonriendo como si hubiera sido un juego. Eso golpeó mi vida por mucho tiempo. Siempre que iba a salir tenía susto de volvérmelo a encontrar. Por eso es injusto que ahora digan que muchas muchachas eran las mozas de esos tipos, sin saber qué pasó y tenerlos que ver todos los días. Restablecer el nombre de uno es tan difícil.
– ¿Usted supo quién fue?
– Con el tiempo supe quién fue. Se llamaba Arturo Fuentes Hernández, alias Piter, estuvo en La Mesa cuando llegó alias ‘39’ con su gente y, en 2002, comandó un grupo urbano del frente Juan Andrés Álvarez en La Jagua de Ibirico. Cuando lo veía pasar por mi casa o el colegio él se reía, yo lo miraba y escupía en el suelo. Sentía asco.
¿Cómo fue que Piter dio con usted?
– Estábamos en el colegio. Recuerdo que permanecía en el retén a la entrada del pueblo y me había echado el ojo. Cuando pasábamos por allí él estaba con un compañero, controlando a la gente que iba a entrar en el pueblo. Una vez me vio y le dijo a uno que montaba motocicleta que lo reemplazara. Yo iba con otra compañera de camino a casa. ‘Piter’ empezó a echar piropos, que de las dos la que le gustaba era yo. Nos decía que nos podía acompañar hasta la casa cuando saliéramos del colegio, para no que no nos pasara nada. Como no le hacíamos caso, él siguió molestando hasta que se quedaba en la carretera y se devolvía al retén. Mi amiga llegó a decirme que ese tipo le daba miedo.
Durante varios días, la escena se repitió. ‘Piter’ aparecía en el retén durante el turno que desde las 12 del mediodía se extendía hasta las 6 de la tarde, cuando la gente ya estaba en casa y la orden era no salir. Las dos colegialas salían de estudiar a la una de la tarde y el paramilitar dejaba a otro encargado del retén para seguirlas.
Mirian toma aliento. Dura en silencio un momento antes continuar su relato.
– A los 17 años no tenía novio. Mi papá era muy celoso conmigo; no dejaba que nadie se me arrimara. Había un muchacho en el pueblo que se llamaba John Fredy y me molestaba. Me escribía poemas en hojas de cuaderno con corazones y me invitaba los domingos a pasear por el corregimiento. Nosotros salíamos del colegio de estudiar y él me mandaba razones con una compañera, que si me podía acompañar. Yo le mandaba a decir que sí. Un día salimos con mi compañera y con él. Cogimos carretera destapada. El ‘para’ nos vio y se vino detrás. John Fredy me cogía la mano, mientras mi compañera se hacía la que no veía nada. Hablábamos de las tareas y me decía palabras bonitas. Ese día ‘Piter’ se interpuso entre John Fredy y yo. Le dijo que le fuera a avisar al papá que lo esperaban en la cancha de fútbol para censarlo. “Pero rápido pelado, le gritó. Que se vea”. A John Fredy no le gustó, se despidió de nosotras, y salió corriendo.
Cada día, John Fredy se quedaba cerca al colegio donde Mirian salía con la compañera del colegio para acompañarla hasta su casa por la polvorienta carretera. ‘Piter’ empezó a conocerlo y se dio cuenta de que John Fredy y Mirian empezaron a salir.

– “Al ‘para’ no le gustó ni cinco que John nos esperara. Me contó que un día le dijo que no se molestara en ir hasta el colegio por mí, que él nos cuidaba y que se ahorrara ir hasta allá. Mi amiga me decía que el tipo empezó a obsesionarse conmigo y era peligroso. Igual le pasó a otras muchachas del colegio, varios paras empezaron a molestarlas y a acosarlas cuando salían de estudiar, a la una de la tarde”.
La violación
– Eso fue un domingo. Fue por la tarde. Yo había quedado con John de encontrarnos muy cerca de La Mesa, por la vía que lleva a El Mamón para salir a pasear. Aproveché que mi papá y mis hermanos habían ido al Valle, al mercado, para vender mango y plátano que producían en la finca. Le dije a mi mamá que me iba a encontrar con Viviana*, una compañera del salón para hacer una tarea. Nos encontramos con John Fredy y salimos a caminar tomados de la mano. Él era muy cariñoso conmigo. Siempre tenía un poema escrito en una hoja para leerlo. Cuando nos sentamos en el prado vimos acercarse a cuatro tipos de esos, entre ellos ‘Piter’ y nos dijo: “Vean a los dos tortolitos, como están de cariñosos”. Los tres tipos cogieron a la fuerza a John Fredy; él trató de soltarse, pero los tres hombres eran muy fuertes y se lo llevaron. Quedé sola con ‘Piter’ y este empezó a tratar de abrazarme y besarme en la cara a la fuerza. Yo me paré y traté de alejarlo con todas mis fuerzas, pero no pude. Él se abalanzó sobre mí, trató de quitarme la blusa y yo no dejaba. Entonces, comenzó a desabotonarme el jean y me lo bajó hasta las rodillas, fue cuando le cogí la cara y lo arañé. Me arrancó los cucos y empezó a violarme mientras buscaba mi boca para darme besos y a decirme groserías, que yo estaba muy buena, que sólo era para él, que me olvidara de John Fredy, que él no era hombre para mí, hasta que decidí quedarme quieta, no forcejear más. El ‘para’ me gritó que por qué no me movía si me estaba haciendo ‘rico’; yo volteé la cara y con una mano alcancé a separarlo de mí. Al rato sonaron tres disparos; yo grité porque sabía que los que se llevaron a John Fredy lo habían matado. ‘Piter’ empezó a decirme:
Te voy a quitar las ganas de ese noviecito de una vez por todas”, y se reía. Luego me golpeó en la cara y me dijo que yo era solo para él, que quien se metiera conmigo le iba a pasar lo mismo que a John Fredy.
Mirian vuelve a tomar agua y me hace un gesto con la mano para que espere.
– Me puse a llorar y me dolía todo el cuerpo. Él se levantó y empezó a arreglarse el pantalón camuflado que tenía en los tobillos, hasta se le cayó la pistola. Los tres tipos que se llevaron a John Fredy llegaron al sitio donde yo estaba. “La pasó bien, no, jefe, —le dijeron— con está sardinita” y se reían. ‘Piter’ les preguntó dónde dejaron el cuerpo y le respondieron que más abajo, “por una cañada”. Yo me incorporé y me subí el pantalón. Sentía asco. Los tipos se reían y decían que “eso me pasaba por andar con noviecito del pueblo”. El cabello y la ropa quedaron impregnados con hierba seca y chamizos; los paracos se alejaron de allí y ‘Piter’ me gritó que si contaba algo mataba a mi papá y a mis hermanos por guerrilleros. Yo sentía que me estaba ahogando y empecé a caminar. Me senté en un tronco y lloraba escandalosamente, maldecía a ‘Piter’, me sentía sucia, siempre tengo en mi cabeza esos momentos. Salí a buscar el cuerpo de John Fredy y lo encontré bien abajo, estaba boca arriba y tenía dos tiros en el pecho y uno en la frente. Su camisa estaba empapada de sangre, me devolví para pedir auxilio. Salí a la carretera y me encontré con un señor que pasaba a caballo. Le dije que abajo en la cañada había un muchacho muerto y que la familia vivía cerca de la vuelta, donde hoy está la estación de Policía. El señor dijo que le avisaba a la familia cuando pasara por allí, me preguntó que cómo sabía, yo le dije que había escuchado varios tiros por la cañada. Yo no quería dejarlo solo. Esperé cerca de allí hasta que llegara alguien de su familia.
Mirian esperó por casi media hora sentada al borde la carretera. El papá de John Fredy bajó al sitio con el hermano mayor, lo reconoció y se puso a llorar. Mandó a traer una mula y como pudo lo cargó para llevárselo. Adolorida regresó a su casa. Cuando llegó, el instinto de su mamá le avisó que había pasado algo y le preguntó si estaba bien. Tenía ganas de vomitar y fue al baño. Después se dirigió a su cuarto. Su mamá la siguió y le preguntó si le había pasado algo.
– Mirian, mija, dígame ¿qué le pasó? Cuénteme. Usted tiene algo.
En medio del llanto le dijo que un paramilitar la había violado, pero no le dio muchas explicaciones. Solo que cuando se dirigía a la casa de su compañera Viviana, los ‘paras’ la subieron a una camioneta y se la llevaron monte arriba. La mamá le preguntó si lo conocía, ella le dijo que lo había visto cerca del colegio y que la seguía cuando caminaba de regreso a la casa.
– Mamita, no le vaya a decir nada a mi papá, porque lo matan y matan a mis dos hermanos, se lo ruego por favor. Él me amenazó que si decía algo yo también me moría, porque en este pueblo las mujeres sobraban. No les diga nada, ¿sí?, que sea entre las dos. Los matan si usted les cuenta sobre esto.
Su madre aceptó el acuerdo. Lo que quedó en el aire fue qué iban a hacer si ella quedaba embarazada.
Mirian siguió asistiendo al colegio. Después de la violación, su comportamiento cambió. Casi no comía ni dormía. Vivía atemorizada de volver a encontrar a ‘Piter’ en el retén. Para sentirse segura le dijo a uno de sus hermanos que la esperara fuera del colegio y la acompañara hasta la casa. Le contó a su amiga lo que había pasado y esta le dijo que a una vecina, que se llamaba Paola*, también la había violado otro paramilitar, que era mando medio, y le decían el Indio. Este llegó a su casa con dos paramilitares más y la sacó a la fuerza. A pesar de que su papá se opuso, la subió a una camioneta y se la llevó para un campamento.
Un día sintió náuseas y salió del salón para ir al baño, tenía ganas de vomitar. La situación se repitió durante varios días y su amiga le dijo que estaba embarazada. Sintió miedo, sobre todo pensando en la reacción de su papá y sus hermanos.
– Piter no volvió al retén. Lo habían sacado del pueblo y lo pusieron en otro cerca de una finca que había en El Mamón y hoy se conoce como La Casona. Allí alias ‘39’ había sacado corriendo a los dueños y todo el mundo subía desde Valledupar para pagarle vacuna. ‘Piter’ me mantenía vigilada, quería saber qué hacía, con quién hablaba, si tenía novio. Un día puso a dos tipos a seguirme en moto porque bajé hasta la entrada donde había una tienda, frente al colegio. Los tipos esperaron que yo saliera con un mercado y después me siguieron hasta que entré a la casa. Él se creía mi dueño.
El embarazo
– Eso fue terrible. Mi mamá compró uno de esos test de embarazo que venden en las farmacias y examinó la orina. Tenía tres semanas. Yo le conté que me daban mareos y náuseas y me advirtió que debía hacer algo. ¿Que si quería tenerlo? Para mis amigas debí haber tomado una pastilla para no quedar embarazada, pero quise tener al niño. Me tuve que retirar del colegio, ya estaba terminando bachillerato. Mi mamá me envió a donde una tía en Pueblo Bello cuando empezó a crecer la barriga, con todas las historias posibles, a pesar de la oposición de mi papá. Eso fue un drama. La gente empezó a decirle a él que yo me había metido con un paramilitar, que este me había dejado preñada y por eso había salido corriendo de allá. Cargué con el estigma de que yo, como otras muchachas, nos habíamos convertido en las ‘mozas’ de los hombres de ‘39’.
– ¿Y en Pueblo Bello, qué hizo?
– Mi tía me cuidó. Al principio no de buena gana, me aconsejó un día que abortara, que no podía tener un hijo de esos hombres, que tenía que sacármelo. Me dijo que conocía a una comadrona que me podía dar un remedio y lo expulsaba rápido, pero yo no quise. Me habló de la violencia desatada allá por los tipos y las matanzas que hubo. Los desplazamientos y la persecución de líderes y campesinos cuando mandaba alias ‘38’.
¿Cómo está su hijo ahora?
– Bien. Se llama Miguel y tiene 15 años. Yo lo amo. Los primeros días de nacido, cuando lo veía en la cama, yo no hacía sino llorar y me preguntaba por qué me había pasado eso, pero él no tiene la culpa de lo ocurrido. Yo le he dicho que él y el papá son dos personas distintas. Lo quiero mucho, vivo para él. Está en el colegio en Valledupar y quiero que estudie para que sea alguien. Que estudie y vaya a la universidad.
Verlo me ayuda a lidiar con mi carga, como llamo a la violación. He trabajado en un salón de belleza. Vivo en arriendo y ahora trabajo en una tienda de ropa; todo lo que gano es para él. Después de todo esto, mi papá no quiso volverme a hablar porque se sentía traicionado, todo porque yo no quería que le pasara algo.”
El estigma
– Unas amigas, aunque no tienen niños, quedaron embarazadas de los paracos y nunca dijeron qué hicieron con el bebé o si abortaron. Algunas todavía viven en el pueblo y cuando nos vemos prefieren callar sobre lo que ocurrió. Quizás ver a mi niño les recuerda que iban a ser madres adolescentes como yo.
En La Mesa hubo mucha cobardía. Las familias sabían que sus hijas eran el trofeo de los hombres de alias ‘39’, pero se hacían las que no sabían nada. Por miedo, y después por vergüenza. No querían que les dijeran que su hija era la moza de tal o cual paramilitar.
Para algunos, especialmente los viejos de hoy, no había muchacha de allá sana. Todas subieron a los campamentos a prostituirse, a lavarles los uniformes. Éramos sus cocineras, sus lavanderas y sus objetos sexuales, cuando en realidad muchas mujeres eran sus esclavas. Sin embargo, algunas de ellas venían de Valledupar, las traían al corregimiento o las contrataban en el Valle, y a ellos les quedaba fácil decir que eran de La Mesa. Quedamos con dos estigmas: frente al pueblo, como las ‘amigas’ de los violadores, y frente a los paras como sus mozas. Para la gente del pueblo era fácil señalarnos como ‘las fáciles’ y para ellos como sus ‘objetos’. Y no éramos ni lo uno ni lo otro, cuando en realidad nos secuestraban para violarnos y humillarnos. Otras se iban con ellos por miedo a que las mataran o desaparecieran a sus papás o hermanos. No teníamos salida: ni para la gente de allá ni para los paramilitares. Las mujeres de La Mesa vivíamos en un infierno. A las que nos atrevimos a tener los niños, a no abortar, nos tocó decirles que sus papás se fueron de viaje por trabajo a Venezuela. Eso lo hice yo. Un día fui a un café Internet a ver dónde estaban Táchira y Maracaibo para explicarle al niño el sitio donde estaba su papá. Tocaba echarle un cuento para poder responder las preguntas que hacía.
– ¿Qué ha sido lo más difícil para usted?
– Lidiar con mi familia. Sobre todo la de mi papá, para que no lo miren a uno feo. Algunas de las muchachas violadas han salido para Valledupar a trabajar como aseadoras, como empleadas de servicio doméstico o como meseras de restaurantes. Allá nadie lo mira a uno mal ni lo señalan. Uno ya entiende lo que pasó y el niño es una muestra de eso, pero él no tiene la culpa, por eso no aborté. Toca seguir viviendo y salir adelante. Todas las noches cuando lo acuesto le doy gracias a Dios por dármelo.
En La Mesa no se sabe el número exacto de las mujeres abusadas durante los siete años que duró el sometimiento de sus pobladores, por parte del frente Mártires del Valle de Upar de las AUC. Como Mirian, muchas jóvenes quisieran tener acompañamiento y entrar a uno de los programas de Reparación de la Unidad de Víctimas del gobierno, pero tienen miedo.
– Es que si visibilizamos lo que nos ocurrió tenemos vergüenza que nos señalen como las ‘putas’ de los paras.
1* El trabajo constituye un apartado de la investigación realizada como tesis de grado para la Maestría en Comunicación, realizada en la Pontificia Universidad javeriana de Bogotá. El trabajo de grado se titula: “Lugares y artefactos de la memoria: relatos de la violencia paramilitar en La Mesa, Cesar (1999-2006). *Nombre cambiado por seguridad.
2* Nombre cambiado por seguridad.
3* Nombre cambiado por seguridad.
4* Nombre cambiado por seguridad.
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