En agosto de 1984 el M-19 se tomó Yumbo, un municipio aleñado de Cali y epicentro industrial de la región con altos índices de desigualdad. Ana María y Jaime, una pareja residente de este municipio cuenta la historia desde la orilla del movimiento desmovilizado.
Por: Elen Valencia
Cuando Jaime salió de la casa, Ana María estaba en la cocina preparando la cena para ella y su hijo Andrés de seis años. Terminaba la tarde del jueves 11 de agosto de 1984 y ella guisaba unas papas y un pollo, mientras una empleada planchaba en la sala y veía la televisión. Jaime, su esposo, un zapatero joven, de tez morena, que no sobrepasaba el metro ochenta, había decidido usar un pantalón de jean y una camiseta de trabajo “caqui”. Aunque pertenecía a la guerrilla del M19 que aquella noche se disponía a tomar la capital industrial del Valle del Cauca, su único uniforme era un pasamontaña que había guardado en su maletín junto a los papeles y los artilugios que sus comandantes le habían pedido llevar. Eran las seis y quince cuando cruzó la puerta. Ana seguía en la cocina y Andrés veía la televisión junto a la joven que de vez en cuando se distraía y dejaba un rato más la plancha sobre las camisas.
Aquella tarde Ana, una mujer robusta y sonriente, con el rostro enmarcado por un abundante cabello rizado, miraba desde la cocina sobre sus lentes y procuraba hacer como si nada grave estuviese ocurriendo. Mantenía la calma y permanecía al margen de la situación, había demostrado en aquellos momentos tan convulsos ser una mujer centrada y realista. No tenía tiempo para asumir posturas políticas; ella era el soporte central de una balanza que oscilaba entre las opiniones de su familia y las actividades del hombre con el que se había casado. Aunque Ana no había nacido en una cuna dorada contó con todas las comodidades de las que se podía disponer en la época, su familia era sumamente tradicionalista y conservadora, la habían educado bajo la religión católica y poco se había interesado por los temas políticos y revolucionarios que estaban en boga.
Cuando se casó con Jaime en 1977 desconocía sus inclinaciones por los movimientos revolucionarios. Sabía que su esposo estaba entregado al trabajo comunitario y a la defensa de los derechos de la clase obrera yumbeña, pero jamás se le pasó por la cabeza que también había tomado las vías de hecho y había sido formado por miembros del M19 para pertenecer a sus filas. Lo supo años después de la boda, cuando encontró en un armario viejo de su casa cartillas y panfletos del grupo subversivo. Guardó silencio y nunca le dio la espalda.
***
En 1984 la paz estaba cerca, el gobierno de Belisario Betancur había empezado a negociar meses atrás con el movimiento 19 de abril y la firma de la tregua se veía llegar. El EME se había caracterizado por ser una guerrilla urbana; la fecha que tomaron como nombre hacía referencia a las elecciones presidenciales que señalaron de fraudulentas cuando Misael Pastrana fue elegido presidente por encima de Gustavo Rojas Pinilla; hecho que marcó el inicio del movimiento. El proceso de paz había iniciado con el fin de llegar a un acuerdo en el que el M19 dejara de existir como guerrilla y pasara a participar en la política de forma legítima.
-Desde el año 75 que comencé a ser formado por compañeros del partido Comunista, empecé a interesarme por la situación social, además porque venía de unos padres muy serviciales; mi papá era un poco rebelde. A mí me llamaron la atención las consignas y la forma en que el M19 promocionaba su política militar, siempre conducida hacia la paz.

Para Jaime la paz era como un sueño hecho realidad, para Ana era casi una necesidad: en los últimos años la policía había allanado su casa tres veces; en la primera entraron de manera respetuosa y amable a revisar hasta el último resquicio de su hogar y al no encontrar nada se marcharon. Al cabo de los meses volvieron, quisieron levantar el piso de cemento que tanto les había costado construir y cuando Ana se opuso fue amenazada. Después de la tercera vez, la mujer tenía los nervios desechos y sabía que volverían; así lo hicieron, un día a las tres de la tarde le tumbaron la puerta de madera de un puntapié y entraron seis uniformados armados con fusiles, encontraron a Ana sola y sus hijos dormidos y les apuntaron en la cabeza mientras registraban la casa.
– ¡¿Usted está de acuerdo con lo que hace su marido?! Le preguntaron a Ana los uniformados.
-…
Ana no tenía una gota de saliva entre la lengua y el paladar y presentía su propia muerte cuando uno de los hombres, alarmado, llamó al resto. Habían encontrado un arma dentro de su casa. Minutos después descubrieron que el arma no pertenecía a Jaime si no a su hijo y que no disparaba casquillos sino balines.
La noche del 11 de agosto de 1984 Jaime ascendió por la empinada calle novena y se dirigió hacia el oeste donde se reunirían más de treinta hombres para reforzar la toma de Yumbo o Macondo, como el EME nombraba en clave la pequeña ciudad.
A esa misma hora llegaban de distintos sitios de los andes hombres armados que habían atravesado la cordillera en camiones para dar el golpe. Todo estaba preparado y se veía venir: La toma era la respuesta del M19 al asesinato, un día atrás en Bucaramanga, de Carlos Toledo Plata, uno de sus ex dirigentes que se había reinsertado durante la amnistía otorgada por el proceso de paz en curso y ejercía como médico en la ciudad.

Mientras Jaime esperaba la señal con sus compañeros, otros hombres del M19 armados y en camiones se tomaban las entradas del pequeño pueblo para impedir el ingreso del ejército. Justo a las ocho de la noche lanzaron bengalas en los cuatro puntos cardinales de Yumbo anunciando que iniciaba el operativo.
Primero asaltaron la iglesia del Señor del Buen Consuelo. Aún no había terminado la misa de siete cuando hombres encapuchados entraron a la “casa del señor” y cerraron las puertas dejando encerrados a más de cien feligreses; uno de los militantes pidió el micrófono al sacerdote y éste se lo entregó; fue ahí donde explicaron qué sucedía. Aunque Jaime no estuvo ahí, se puede ver en algunas fotografías antiguas de una revista a los fieles sentados en calma en medio de los hombres y resulta incluso divertido el rostro apacible del cura regordete, joven y con la barba en candado al lado de un hombre que predicaba revolución.
Aquella imagen no era más que un síntoma de lo que se vivía en aquella época en el municipio: ante la ausencia del Estado el M-19 se había convertido en muchos sectores en una suerte de mediador en la población civil para dirimir las discordias.
Era apenas natural la situación, pues Yumbo es y ha sido un hervidero de injusticia y desigualdad. Cuenta Laura Restrepo, en su libro Historia de un Entusiasmo, que la capital industrial del país tenía el mismo alcantarillado desde hacía treinta años y muchos de los barrios no contaban con agua potable. Incluso hoy por lo menos tres barrios cuentan con este servicio de manera intermitente. Las posibilidades laborales más allá de las industrias eran nulas; el futuro parecía haberse asfixiado con el hedor y la podredumbre de las fábricas que pagaban a los obreros sueldos miserables.
Eran entonces esas barriadas obreras las que estaban esa noche en la iglesia y en el parque central, además muchos tenían al menos un familiar o un conocido que engrosaba las filas del M-19. Afuera de la iglesia esperaban Jaime, Carlos Pizarro y otros hombres acompañados por la muchedumbre que salía de la iglesia. Los curiosos se apiñaban en el parque y otros ciudadanos habían bajado de las lomas tras el rumor de que el EME se había tomado el parque. Tenían como propósito prender fuego a la alcaldía; fue entonces cuando descubrieron que las bombas incendiarias que habían fabricado no servían.


Caminaron entonces tres cuadras, hasta donde los Cerqueras y llevaron varios galones de gasolina que Pizarro roció alrededor de la alcaldía y lanzó un fósforo. En medio del fervor de la muchedumbre empezaron a arengar e izaron en lo más alto del asta la bandera azul, blanco y rojo del movimiento. Jaime lo recuerda como una fiesta, imperaba la alegría y el entusiasmo; la policía no pudo hacer nada para disipar aquel jolgorio en lo que parecía ser la tierra de nadie.
El cuartel de policía era un pequeño apéndice de la alcaldía y aunque cuando el M19 se lo tomó no lograron neutralizar a todos los policías, abrieron las celdas y liberaron muchos de los presos; algunos presos políticos, otros delincuentes comunes, otros ni lo uno ni lo otro. Si algo era cierto es que en los días siguientes la persecución a la población civil fue continua; la policía instalaba retenes en las entradas de la ciudad y todo aquel que portara un arma, así fuera un cuchillo de pesca era llevado a la comisaría donde permanecía por varios días y era sometido a castigos y humillaciones como servir a los recluidos agua de los sanitarios.
A treinta minutos del centro de Yumbo está el Batallón Pichincha de Cali y a veinte el Cantón Codazzi de Palmira. Los hombres de las entradas no lograron impedir el paso por mucho tiempo. A las nueve de la noche lograron entrar los militares y empezó la huida. La mayoría de guerrilleros abordaron jeeps y partieron hacia el oeste vía La Cumbre, para esconderse en las montañas y otros hacia el norte y se refugiaron en la iglesia de Puerto Isaac.
Las ráfagas de fusil se hacían cada vez más fuertes, cercanas y continuas y los reportes en la radio cada vez eran más preocupantes y desalentadores para Ana que escuchaba las noticias en la emisora sentada en la sala de su casa al lado de su hijo de seis años. La mujer que hasta el momento había estado relativamente tranquila empezó a contemplar todo tipo de posibilidades, la angustia se hizo mayor cuando tocaron la puerta y dejaron en su casa los dos hijos pequeños de una de sus vecinas que había sido llevada al hospital por un tiro que recibió a la altura de las caderas.

Jaime se escondió en la iglesia y esa misma noche regresó a su casa. En realidad, a ninguno de los combatientes les había pasado mayor cosa; sólo uno de ellos, un extranjero, falleció al intentar saltar la tapia del cuartel de policía. Como diría días después Álvaro Fayad, fue la población civil la que pagó a sangre y fuego, la entrada del ejército.
Durante la toma cayeron dos civiles, el primero al intentar huir despavorido recibió un disparo y el otro fue un hombre que se negó a detenerse en su automóvil en la entrada de la ciudad y le dispararon. El saldo de muertos por parte del ejército ascendió según algunos reportes a veinte personas y según otros testimonios a 42.
Cuando Jaime entró a la casa, Ana estaba dormida en el suelo, había decidido dormir sobre esteras ante la posibilidad de que alguien disparara por la ventana y los alcanzara. Jaime la saludó y probablemente Ana se sorprendió de verlo con vida, como se había sorprendido tantas otras veces.
Jaime es de esos fusilados que viven, lo mataron una y otra vez; la que más recuerda Ana fue pocos meses antes de la toma. Su esposo había salido a hacer una diligencia cuando la mandaron a llamar de una cabina telefónica, era su madre preguntando escuetamente “¿Cómo está Jaime? ¿Usted está con él?”.
Al salir de la cabina notó que todos sus vecinos la miraban de arriba a abajo sin atreverse a pronunciar palabra, fue sólo cuando un hombre se le acercó y le ofreció el pésame que comprendió lo que estaba sucediendo; la emisora Caracol Todelar había informado que un hombre de nombre Jaime Vélez había sido asesinado y su rostro había sido deformado con ácido cerca de la galería del pueblo. Ana quedó muda y por un segundo su corazón dejó de palpitar “Hasta que no lo vea yo misma, no voy a creer nada”. Minutos después vio a su esposo ascender por la pendiente de su casa ante la mirada atónita de sus vecinos. En ese momento Ana se dejó caer sobre la tierra y empezó a llorar.
Ese mismo día Jaime fue a la estación de policía a indagar sobre lo sucedido y recibió lo que asumió inmediatamente como una amenaza.
-Yo soy Jaime Vélez
– Ya veo que usted es Jaime -le dijo el comisario- entonces cuídese.
Y aunque Jaime no es católico está seguro de que tenía un ángel protector, una suerte de fuerza sobrenatural o de suerte deliberada lo mantenía a salvo de los disparos que entraron en varias ocasiones desde su patio, o de los hombres que pasaban noches enteras frente a su casa vigilándolo y esperando cualquier movimiento incriminatorio o sospechoso. Nunca hubo nada.
Jaime no se movía tranquilo por la ciudad, era presidente de la junta de acción comunal del barrio Las Cruces, parecía no temer a lo que pudiera suceder, estaba seguro de que lo que hacía era correcto; a veces tenía el rostro cubierto y portaba un arma; pero la mayor parte del tiempo se dedicaba a hablar de paz y hacer trabajo comunitario como lo había aprendido de su padre, un hombre humilde, un poco insurrecto, pero siempre solidario.

Esa noche cuando Ana sintió a Jaime tumbarse a su lado sobre la estera despertó y se sintió aliviada. Jaime, aunque estaba inquieto, procuró permanecer cerca a su familia, en casa veía con insistencia la ventana. Iba y volvía de realizar su trabajo comunitario en los campamentos de paz del M19: espacios donde la gente recibía medicina, alimentación e instrucción.
– ¿Por qué no prosperaron esos campamentos?
-No prosperaron porque había muchos enemigos agazapados de la paz, había mucha incredulidad sobre el tema y creo que en ese momento existía ya una fuerza muy fuerte del paramilitarismo y esto hizo que se rompiera ese proceso.
El 09 de marzo de 1990, durante la presidencia de Virgilio Barco, en Tacueyó, Cauca, se logró culminar de manera exitosa el proceso de negociación con el M19. Los guerrilleros, como requisito para dejar las armas, exigieron convocar a una Asamblea Nacional Constituyente que dio origen a la constitución política de 1991.
-Como demócrata yo viviré y moriré pensando en un mundo diferente, en un mundo mejor, en una democracia participativa con justicia social– Afirma Jaime sonriendo cuando le pregunto por un proceso de paz más actual.
Ana escucha en silencio, pero también toma la palabra.
-Después de proceso de paz con el M-19 la gente no tenía empleo, el gobierno les dio pañitos de agua tibia y la gente volvió al monte porque no había expectativas en el proceso. Muchos se metieron a otros grupos guerrilleros. Además, se crearon grupos paramilitares que mataron a muchos reinsertados. Uno quisiera que este proceso de paz se diera a consciencia, pero yo no soy tan optimista como Jaime-, cuenta Ana mostrando su dentadura con la mirada achinada por la risa luego de contraponer el optimismo de Jaime. Una risa de escepticismo y a la vez de esperanza.
Comentarios