Cada vez que Adriana pasa por los almacenes de ropa, los sensores vibran. Para explicar la activación de las alarmas de metales en los aeropuertos, porta un carnet que revela su excepcional condición. En un giro desafortunado de la vida esta mujer de 33 años sufrió un accidente que transformó totalmente su cuerpo. También su forma de ver la vida.
Por: Ana María Posada
Me había extraviado en la urbanización Buenos Aires, calles angostas y cerradas aparecían cada vez que daba una vuelta. Después de diez minutos perdida, encontré la casa de tres pisos donde me esperaba Adriana Ramírez. A pesar de los inconvenientes, llegué puntual a la cita. Adrianaacostumbraba salir a trotar en las mañanas. Trabajaba en un salón de belleza en Armenia desde las 6:30 de la mañana hasta que caía la tarde.
-Se abría muy temprano porque se atendía gente de la alcaldía y la gobernación. Yo trabajaba en jornada continua hasta las siete de la noche. En el salón cortaba cabello, uñas y cepillaba. Como no vivía en Montenegro, todos los días me tocaba coger transporte para llegar a Armenia, y 10 minutos se demoraba el trayecto. La carretera tiene muchas curvas peligrosas, todo el mundo pasa por allí, hasta las tractomulas.
Observé detalladamente todo su cuerpo, no parecía haber sufrido lesión alguna. Me asombró que fuera una mujer alta y vigorosa, de sonrisa amable. Hablaba con un acento paisa muy peculiar.
-¿Conoces a alguien con una experiencia similar?
-No, pero cuando llegué al hospital y me acostaron, no me podía mover, y al frente de mi cama, estaba una muchacha evangélica de 33 años, llamada Nancy. Ella se rompió el cuello como yo, pero en una piscina. Ella tenía la mamá al lado; en cambio yo estaba sola. La abogada, la directora, todas las personas que trabajaban en el hospital me cogieron mucho cariño y me ayudaron. Nancy hablaba mucho conmigo pero jamás le vi el rostro, sólo hasta que nos operaron. Pero hablamos como mes y medio, todos los días. Cuando nos vimos la cara después de la operación, estábamos sentadas, ambas sin pelo, parecíamos como dos robotsitos allí sentados.
El accidente ocurrió llegando a Armenia, a las siete de la mañana, en una peligrosa curva de la carretera entre Montenegro y Armenia. Adriana iba con Daniel cuando ocurrió la tragedia. Sus ojos se pusieron inquietos cuando me comenzó a contar, mientras me ilustraba el accidente con sus manos.
-Estaba hablando con Daniel, íbamos despacio en un automóvil Spring, y la tractomula adelantó, y en la curva con la cola borró el carro, lo sacó hacia la orilla. Nos dio duro, mandó el carro de lado contra un barranco. Cuando chocamos me fui hacia adelante y el cinturón me devolvió, en eso sentí el jalonazo en la columna, no en el cuello, y quedé intacta pero perdí el conocimiento. Sólo me sangró la nariz y el ojo izquierdo se puso rojo porque me golpee contra la ventana y los vidrios se rompieron.
Fueron sacados por la Defensa Civil; los auxiliares habían dicho que Adriana se había partido todo el cuerpo. Nunca llegó la policía ni los agentes de tránsico al lugar del accidente.
-Nos sacaron en camilla y nos llevaron al hospital San Juan de Dios en Armenia. Como Daniel sólo se rompió una pierna y se lastimó las costillas, la mamá se lo llevó para Medellín. Me dejaron sola. Después nos tocó llamar a Daniel para que me mandara los papeles del seguro. Seguros Liberty pagó veintiún millones de pesos, y el resto lo pago el SOAT.
-¿Y en Montenegro con quién vivías?, ¿Quién es Daniel?
-Sola, con un amiga en un apartamento. Daniel Delgado es un amigo, era médico de la Clínica Central pero la mamá se lo llevó a vivir a Medellín. Él me pegaba el aventón a veces hasta Armenia, otras veces cogía el colectivo.
Cuando llegó al hospital inmediatamente le pusieron suero, y fue inyectada numerosas veces para calmarle el intenso dolor.
-Desperté cuando me estaban quitando la ropa, me cortaron la tanga y el brasier, me colocaron ropa clínica y me dijeron que no me podían operar hasta que no se confirmara el dinero, porque los neurocirujanos no trabajan gratis. Yo tenía Sisben, pero no sirve para pagar treinta y ocho millones de pesos que costaba la operación. Me iban a operar el doctor Zúñiga y el doctor Oviedo, ellos venían y hablaban conmigo, pero no daban la autorización para que me operaran rápido.

-¿Qué pasó después?
-Todo el tiempo estuve en la cama sin poder moverme, allí me bañaban, me daban la comida por una manguerita, una comida licuada, también me daban compotas. La cabeza estaba intacta, sólo podía moverla para los lados, pero debía pedir ayuda para no pelarme y para voltear el cuerpo; permanecía en única posición hasta que alguien me volteaba.
Estuvo mes y medio sin poderse mover, con el cuello fracturado. Había perdido toda conexión con las demás extremidades, sólo podía hablar.
-Me echaban cremas para que no me pelara, porque uno se lacera cuando está en una cama por mucho tiempo. Todos los días llegaban las enfermeras a bañarme con agua caliente, llegaban con una ponchera, me ponían de lado, me secaban, me cepillaban, tenían mucha práctica. Las damas rosadas me trajeron ropa.
Las damas rosadas son un grupo de mujeres que ayudan y acompañan a la gente que no tiene visitas, y como la familia de Adriana no vivía en Armenia, permanecía sola.
De pronto bajó la tía adoptiva de Adriana, una señora amable y rolliza que me ofreció juguito de lulo. El perrito me estaba mordiendo los pies bajo la mesa, no se estaba quieto.
-¿Cuéntame, cómo fue el proceso de la operación?
-Al mes y medio por fin me operaron, me pusieron unos tornillos de platino, pesan demasiado. Me sentaba en la cama y ¡pum! me caía. No aguantaba porque la cabeza te queda como grandota. Me metieron diez tornillos desde la corona del cabello, hasta el inicio de la espalda, no tengo vertebras cervicales en mi cuello – me mostró en su cuello como resaltaban levemente los platinos en la piel-. Las vertebras cervicales son unos huesitos muy delgaditos, cuando se parten hay que retirarlos, y colocar un platino y los tornillos a los lados.
Le colocaron mucha anestesia porque la operación fue larga. Duró nueve horas, entró a las doce de la noche y salió a las nueve de la mañana.
-El anestesiólogo me dijo “no tengas miedo, estás en mis manos, te vamos a operar para que vuelvas a caminar”. Me hicieron firmar un papel, decía que si yo llegaba a perder alguno de mis sentidos, si quedaba ciega o sorda, era un riesgo que asumía a conciencia. Yo firmé y dije, lo que Dios quiera.
Cuando Adriana salió de la anestesia, despertó alucinando, su fiebre era alta. Se miró en el espejo y se horrorizó al ver su cara hinchada y su ojo rojo –parecía un monstruo-. Ella solía lucir su preciado cabello hasta la cintura, -me señaló la extensión con su mano- pero se impactó tanto al verse calva, que entró en shock nervioso. Comenzó a llorar desconsoladamente. Por la fiebre, sentía que su cabeza echaba fuego, se desesperó tanto que los doctores no tuvieron más remedio que inyectarla. Al despertar se encontraba más tranquila, pero la cabeza le pesaba –yo sentía piedras adentro-, me decía mientras se tocaba con su mano la nuca.
-¿De dónde sacaste fuerzas para seguir adelante?
-Creyendo mucho en Dios; lloraba mucho y sentía que me iba a morir. Entonces me agarraba a leer la biblia, le decía a Dios que no le pedía nada, sólo salud. Lo mío era para haber muerto o haber quedado en una silla de ruedas. Pero brinco, corro, salto y eso no lo podía hacer – me dice emocionada-. Me parece muy lindo, el milagro que Dios ha hecho en mí.
-Cuéntame sobre tu recuperación.
-No perdí ninguno de mis sentidos después de la operación. Cuando empecé a caminar, inicié arrastrándome, caminaba despacito, me dolían los pies. Me hacían masajes en los pies con toallas calientes; luego pude doblar las rodillas de a poquito pero dolía mucho; pero entre más duele uno llora, pero llora de ganas de caminar. Al principio salí en silla de ruedas, después cogí las muletas y empecé a soltarlas. Me colocaron dos litros de sangre y como no tuve donante, me la cobraron. Me daban pastas para dormir y aún tomo dos de clozapina y no son adictivas. Con ellas me siento relajada, me acuesto y duermo como un angelito. En el hospital las inyecciones me mantenían dopada.
Todo el proceso de recuperación duró cerca de un año y dos meses. Estuvo con cuello ortopédico casi por un año y volvió a trabajar en la peluquería.
-¿Por qué nadie de tu familia fue a verte?
Fue entonces cuando hubo un momento de silencio, la miré y su rostro se tornó taciturno. Como si recordar le doliera en su memoria. Me sentí inoportuna con la pregunta, pero en un instante comenzó a hablar tranquilamente.
-Nadie fue, porque con mi mamá biológica tengo poca relación. Además vive en Calarcá. La mamá que tengo en Palmira es adoptiva. Mis hermanos fueron después a la casa cuando salí del hospital, cuando ya tenía el cuello ortopédico.
Cuando llegó a casa muchos conocidos fueron a verla, pero al hospital nadie asistió. Esto le dolió mucho porque se sintió sola. Afortunadamente hubo personas muy especiales en el hospital que la apoyaron en su recuperación. Alberto Cortez, el pastor de una fundación evangélica, la alentaba con frases bonitas. También le ayudó con la droga y le donó un cuello ortopédico antes de salir. Dice haber tenido muchos ángeles alrededor suyo que la alentaban.
-¿Después de las intervenciones médicas que recibiste en tu cuerpo, sufriste algún efecto secundario?
-Sí, al principio empezó a borrárseme la mente. Un día en Armenia, paré en el Parque Fundadores. Iba para el edificio San Roque donde vivía con mi novio. Miré para todos lados y me di cuenta que estaba perdida, empecé a temblar asustada porque no sabía dónde vivía.
Luego, un policía la orientó pero se asustó porque su mente estuvo totalmente en blanco. Llegaba a un determinado lugar y no reconocía nada, le daba miedo salir sola y olvidaba lo que le decían. Estos lapsos repentinos de pérdida de memoria le ocurrieron en varias ocasiones, cuando comenzó a recuperase del accidente.
-¿Has sufrido cambios notables en tu cuerpo?
-El cabello me ha crecido mucho, ya me hice cortar las punticas y me creció lo más bonito; estaba rubia y ahora soy castaña. Me engordé con tanto suero .Todavía me tiemblan las manos cuando cojo un vaso, es por la operación de la cabeza. Mi cuerpo ahora es como una muñeca de porcelana, si me caigo me quiebro, y si me quiebro no puedo volver a caminar.
Cada vez que Adriana pasa por los almacenes de ropa, los sensores vibran. Teme hacer sonar el detector de metales de los aeropuertos, por eso carga todo el tiempo un carnet especial, que revela a pocos su excepcional condición.
-¿Hay cosas que solías y que ya no puedes?
-Me encantaba montarme en los juegos mecánicos. Ahora si monto en un carro chocón me va a doler el cuello, si me atoro cuando como la comida, no me pueden pegar en la espalda. Si me llego a caer y me lastimo el cuello, nunca más me vuelven colocar ni tornillos ni platinas. Los tornillos sólo los ponen una vez de por vida, al caerme puedo quedar inválida para siempre.
-¿Entonces qué precauciones tomas cada vez que vas a salir?
-Cuando me voy en moto le digo a una persona que se vaya despacio, pero no estoy exenta de que pase algo. Debo evitar subirme con alguien que esté ebrio en un carro, debo fijarme que el bus venga despacio. Cuando viajo, tengo una bandita blanca que es de espumita, me la coloco en el cuello. Cualquier jalón fuerte, o si alguien me llega a golpear en la espalda, me mata.
-¿Puedes practicar algún deporte que no te lastime?
-Sí, puedo nadar, puedo jugar baloncesto, pero siempre debo fijarme en estar de frente, que no me vayan a tirar la pelota por atrás. Cuando juego baloncesto sólo encesto, no puedo correr mucho con el balón porque puedo caer.

Los rayos se convirtieron en uno de sus principales temores, cuando le pregunté sobre sus miedos me comentó al respecto. También teme a la oscuridad y a la soledad.
-Cuando hay tempestad, debo estar bajo techo porque el platino atrae a los rayos. Me da terror, se me para el corazón cuando se va la luz. Y ver que matan a alguien me da mucho miedo.
Cuando le pregunté acerca de su padre biológico, su mirada se volvió a perder por unos segundos hacia instancias remotas de su pasado. A papá lo mataron, me dijo con la mirada caída. Tan sólo tenía doce años, y le tocó ver cómo un maleante le quitaba la vida a su padre con un tiro de pistola. Dice haberse quedado pegada al piso en aquellos instantes, paralizada, como si el tiempo corriera lento, para que cada triste minuto nunca se le borrara de la mente. De allí viene su miedo a las armas.
Adriana, vivió en Palmira muchos años con Luis Fernando Flores y Rosalba Gómez, a quienes llama de cariño papás, ya que la acogieron en su adolescencia. Hace un mes decidió vivir definitivamente en Palmira junto a su familia adoptiva.
-¿Cómo es tu nueva vida?
-Acá en Palmira estoy muy contenta, tango un novio que me ama, pronto me pasaré a vivir con él en un apartamentico en los Sauces. Duermo bien, me tomo los medicamentos juiciosa, pero a veces me canso de tomar tanta pasta, desearía que me las quitaran.
-¿Cómo imaginas tu vejez?
-Me moriré con los tornillos, nunca me los van a sacar, porque ya no tengo los huesos. El médico me dijo “esto quedó por dentro y por dentro se queda”. Con ésto me muero, este ya es mi cuello.
Su primer hijo lo tuvo a los 16 años. En la actualidad sus hijos varones de 18 y 10 años, viven con su abuela materna en Calarcá. Ella dice que allá están muy bien, que ella los visita cada 15 días y les lleva dulces.
-Ambos son flacos y altos como yo, y Camilo es muy lindo- dice orgullosamente.
Adriana me cuenta que dejó atrás la etapa de las rumbas, se ha propuesto ser más responsable, dice que el accidente le hizo poner los pies sobre la tierra, le hizo bajar los humos. Cuando le pregunté qué quería para su futuro me respondió:
-Quiero tener tranquilidad, paz, quiero ir a la iglesia, me gustan las alabanzas, quiero tener buenos amigos. Me cambió la vida estar en una cama sola e incapacitada; aprendí a valorar el cuerpo, a quererlo; a ser más sencilla con la gente porque era un poquito creidita; el corazón me cambió.
Se despide afectuosamente con un abrazo, me dice que ya casi será su cumpleaños y que espera volverme a ver pronto. La vida está llena de choques como el que sufrió Adriana. Algunos nos dejan paralíticos para siempre, otros, se convierten en segundas oportunidades para rehacer y mejorar nuestras vidas. Adriana busca ser feliz, se ha olvidado que tiene los tornillos y ya no le duele nada. Seguirá cepillando cabellos, mientras espera el momento de casarse con su novio.
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