En las laderas de Cali, zona estigmatizada y temida por muchas personas, el pueblo hizo retumbar su voz en los oídos de los poderosos; las élites de la ciudad y sus escuadrones de asesinos. Esta crónica recupera la experiencia de una joven que alzó su voz en medio del fuego del estallido social.
Por Juan Esteban Murillo Ruiz.
Marzo 13 de 2022
Ese 28 bajo la lluvia – La sentada
Esa mañana del 28 de abril de 2021 la estatua del colonizador Sebastián de Belalcázar vio el amanecer derribado en su pedestal, vencido por la justicia del pueblo Misak. Tal gesto avivó la euforia del pueblo caleño para salir a protestar contra la reforma tributaria del presidente Duque. Aquel histórico día alisté mi maleta con mi cámara y bajé hasta la Portada al mar, en Cali, donde está la rotonda del monumento María Mulata, más conocido como ‘el ave’. No sabía lo que me esperaba.
Estábamos en puesta cultural, protestábamos desde la quietud cuando empezó a llover. Algunas personas se refugiaron bajo el techo de la bomba de gasolina Esso y otras nos quedamos mojándonos, saltando lazo o jugando pelota. El panorama del lugar era de fuerza, alegría y berraquera, asistieron sindicalistas y personas del común. Nos tomamos gran parte del sector para manifestarnos. Me reencontré con vecinos, familiares y amigos apoyando una misma causa.

A las 5:30 p.m. sonó un estallido seco en medio de nuestra algarabía, segundos después cayó el primer gas que comenzó a esparcirse entre las personas. Nadie lo vio venir. El artefacto impactó a un chico a mi lado y cayó adolorido. Al ver que se acercaba la tanqueta del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) al bloqueo, fui con mi amiga a ayudar al chico. En ese punto algunas personas cubrieron sus rostros para que la policía no los identificara como insurgentes, cuando ayudaban y defendían a los manifestantes.
Me llené de furia. Me quité la pañoleta que llevaba en el cabello y la amarré cubriendo mi rostro. Para ese entonces el gas lacrimógeno se esparcía por la rotonda, y en ese momento las gotas de lluvia cayeron más gruesas, como piedras. Empecé a grabar con mi celular hasta que ya no pude ver nada. De repente, caí de espaldas en un charco cuando una pipeta de gas lacrimógeno me pegó en el lado izquierdo del torso. Estuve tendida en estado de shock, sumergida hasta los oídos. Sentía el quemonazo en mis costillas y no podía moverme. Los chicos me arrastraron hasta el supermercado, me dieron vinagre para contrarrestar los efectos del gas, me preguntaron si estaba bien y dijeron que me quedara ahí recuperándome. No tenía tiempo ni intención de hacerlo, mi indignación estaba al rojo vivo. No me iba a quedar sentada. Tomé un saco, me puse la pañoleta y me encapuché completamente. Tiré piedra con mis compañeros, éramos muy pocos, seis hombres y cinco mujeres. Tiramos rocas hasta que se hizo de noche.
La nube de gas avanzó sobre las casas, sobre los pasajes y los vericuetos en la montaña. Las personas regresaban a casa con pañuelos empapados en vinagre o agua con bicarbonato en mano. Llegué muy tarde a mi casa. Mi madre estaba muy preocupada porque no lograba contactarme; mi celular se había dañado por el agua. Yo seguía enojada por lo que me había pasado, enojada conmigo misma por descuidada, y también porque no entendía qué era lo que habíamos hecho para provocar el ataque de los policías. Ese resto del día lo pasamos a oscuras porque cortaron la luz en la ladera. Las personas alumbraron con las débiles luces de sus celulares y pasaron la noche en vela.
El paro no paraba
Fui durante ocho días en total; los días más pesados y violentos. Alistaba mi cámara y bajaba al punto de resistencia. No llegaba encapuchada, sólo iba a tomar fotos. El 30 de abril tuve mucho dolor en mi torso, estaba hinchado y cuando me palpaba sentía un desnivel en mi hueso. Me di cuenta de que me había fisurado la costilla, así que me vendaba para lidiar con el dolor. Durante los días posteriores al 28 de abril discutimos mucho con la policía; no querían que bloqueáramos, así que nos amenazaron: “¡no saben en lo que se están metiendo, tendrán problemas muy graves. Mejor dejen así, están mal de la cabeza!”. Bloqueábamos la calle para que no pasaran los carros, un rato sí y un rato no, un rato sí y un rato no. Entablé relaciones con personas que lideraban el bloqueo, me metí de lleno en el proceso. Me quedaba en las reuniones y ayudaba a gestionar lo que se necesitara para estar ahí: agua, comida, insumos médicos. Incluso conformamos brigada de primeros auxilios.
Aún con el bloqueo intermitente nos seguían reprimiendo. Podían ser las dos o tres de la tarde y ya teníamos la tanqueta de la policía en la Portada, incluso podíamos estar haciendo la olla comunitaria y nos atacaban con gases. Ese accionar fue el que motivó a muchas personas a plantarse con fuerza y resistir en el punto; debíamos sacar a la policía y al Esmad de allí.
Siempre retrataba con mi cámara las primeras horas de la jornada, me gustaba tomarles fotos a los rostros de las personas para “encapsular” su fuerza. Luego, cuando llegaba la tanqueta, me encapuchaba. A pesar de que mi madre me pedía no volver al paro, lo hice; ahora era dueña de más razones para seguir adelante. Me encantaba ser parte de la furia de la gente decidida a decir “¡no más!”, quería seguir viviendo a través del lente la realidad de estallido social, ser testigo de las injusticias.

Fuego, mantéenlo prendido fuego. ¡No lo dejes apagar!
En la mañana del 5 de mayo, fui a recoger insumos que profesores y fundaciones le donaron a la primera línea del Aguacatal. Iba por visores, máscaras, gafas, pañuelos y lo que hiciera falta. Aquel día ya no bloquearon desde el monumento al Mar, el Ancla, sino que se ubicaron en la subida a Normandía, frente al edificio Alférez Real. Escuché el primer disparo de gas y pude ver cómo pasó por encima de mí antes de caer entre el gentío. Repartí los insumos con prisa hasta que se los tuve que arrojar para que los usaran, ya que el Esmad y la policía se aproximaban. Cuando el paisaje estuvo inundado de gas vi cómo un policía motorizado venía hacía mí. Los de primera línea me ordenaron que corriera, que saliera de allí. Yo no andaba encapuchada.
No supe a dónde ir. Los policías se desplegaron por todo el sector: tanquetas, motorizados, agentes del Esmad. No tuve más remedio que arrojarme al río Cali, justo al frente del museo la Tertulia. Crucé hasta el otro lado, salí y caminé hacia el edificio Alférez Real, cerca al hotel Hilton. Saqué el celular de repuesto y presioné el botón de transmitir en vivo. No estaba sola presenciando el operativo que sucedía al otro lado. Varias personas documentaban con sus teléfonos cómo la policía lanzaba gases, golpeaban personas e iniciaban los disturbios. Los agentes insistían desde el otro lado en que no grabáramos, pero no nos importó. Nos atacaron por estar grabando, dispararon en nuestra dirección, así que no tuvimos de otra más que huir de ahí. Corrí hacia la Portada y traté de mezclarme entre la gente que iba para allá.
De pronto noté que el policía que se dirigió hacia mí antes de tirarme al río me seguía. Venía con otros dos de su misma calaña. Tomé un desvío por Santa Teresita esperando perderlos en el camino. Iba vestida con unos jeans, una blusa roja y un saco azul. En mi bolso sólo llevaba la cámara. Escuché un grito grueso y ronco: “¡Oiga!”, querían llamar mi atención. Seguí caminando, mi respiración era agitada y pese a que el día estaba frío, sudaba muchísimo. Ya eran las doce del mediodía.
Escuché el sonido de lo que creo fue un disparo. Quedé paralizada y me puse en cuclillas, no podía quedarme pensando si había sido o no un tiro. Volteé y los vi. Empezaron a correr tras de mí, corrí tanto que me salí del sendero.
Escuché el segundo disparo. Llegué nuevamente al río y la única salida posible era tirarme a él. El agua me llegaba hasta la cintura y sólo podía velar por salvar mi cámara. Escuchaba gritos y luego cómo disparaban. Sudaba de la incertidumbre esperando el sonido de ellos entrando al agua, pues ese sería mi final, nadie podría ayudarme, quedaría tendida en medio del caudal y nadie se enteraría de que me habría asesinado la policía. Seguramente inventarían que los vándalos habrían sido los que me mataron. Me sentía muy asustada, demasiado. Río arriba me oculté bajo un puente. Al salir, un vigilante me reconoció y me advirtió que los policías habían estado preguntando por mí. Me dejó ocultarme un rato en su caseta y luego arranqué para la casa de mi amiga. Cuando estuve allá me cambié la ropa mojada, cogí mi capucha, mi pañuelo rojo, el frasco de vinagre y bajé hasta la Portada para volver al juego. No voy a negar que tenía mucho miedo, pero tenía mucha más ira.
Cuando llegó la tanqueta del Esmad a tumbarnos el bloqueo, las piedras se nos quedaron cortas. Un señor nos dijo “ahí está mi moto, sáquenle la gasolina”. Yo accedí. Conseguimos botellas de vidrio, las llenamos con el combustible e improvisamos las mechas con trapos y los pedazos del pantalón de un compañero. Construimos cócteles Molotov mientras los otros distraían a los agentes; hicimos siete botellas y como no lograban impactar la tanqueta seguimos haciendo más. Hicimos otra tanda y esta vez logramos prender la tanqueta en llamas por la parte de abajo y enfrente. Retrocedieron.
Esa tarde de mayo tiramos rocas y tragamos gas como nunca antes. Los chicos quemaron llantas y rompieron todo. Mi sangre ardía como la de ellos. Habían intentado asesinarme. Luego los asesinos del Estado, el ESMAD, los agentes de coraza negra, entraron a hacer de las suyas. Nos dispararon a quemarropa, nos ahogaron con el gas. Esa noche nuevamente Terrón Colorado quedaba inmerso en la penumbra y a la merced de las bestias.

Porque la tomba no me cuida,
a mí me cuida mi ma’ma.
Esa noche ya casi llegando a casa iba caminando elevada, absorbida por mis pensamientos, iba subiendo las escaleras de mi calle cuando escuché un radio y levanté la mirada. Retrocedí unos cuantos pasos y me escondí detrás del muro de un callejón unas casas más abajo. “¡Mierda, hay tres policías en la puerta de mi casa!”, me dije a mí misma. Me puse muy nerviosa. Sentía que con cada inhalación el corazón se me hacía más grande.
Hablaban sobre operativos y sobre el paro, hablaban de los revoltosos, y supuse que me buscaban. Estuve 15 minutos pensando qué hacer, en todos los escenarios imaginados terminaba golpeada, violada, torturada, desaparecida o muerta. Me invadía la sensación de ser una presa sin escapatoria, lista para ser devorada.
Llamé a un amigo de primera línea: “¿qué hago? ¿qué hago?”, le preguntaba. Me dijo que llamara a mi mamá, que debía calmarme o salir de inmediato de allí. No estaba lista para tal situación, creí que si corría me matarían, así que llamé a mi mamá con casi nada de batería en el celular. “Hay tres policías afuera de la casa y probablemente me están buscando, el celular se me va a apagar ya. No sé qué voy a hacer, estoy escondida detrás de un muro, no me he podido mover de aquí, por favor no abras la puerta”.
– “¿Qué hacemos?”, me preguntó.
– “No sé, mamá, no…”. Y se apagó el celular.
Empecé a temblar. Saqué mi cédula y la sostuve en la mano. Dije: “Si me van a coger digo mi nombre, mi cédula y la tiro para que sepan que estuve aquí”. Si me llevaban a la estación de policía sabía que de ahí no saldría nunca, si me llevaban no podría hacer nada, estaba indefensa. Vacié mi bolso y dejé en el antejardín de mis vecinos mi pañoleta roja y el saco con el que cubría mi rostro. No podía dejar que me arrestaran con cosas que me inculparan. Le saqué la tarjeta de memoria a mi cámara, no quería que vieran las imágenes y tampoco permitiría que me robaran mis fotos.
Tenía clavadas en mí las miradas de dos vecinos. No podía con la vergüenza de estar en esa situación. Con mi rostro les supliqué que no me echaran al agua, tenía tanto miedo. Empezaron a conversar entre ellos, pero me miraban y luego miraban a los policías, eran conscientes de lo que sucedía. Me sentí muy pequeña al dimensionar que mi vida dependía de dos personas que no conocía, que no sabía si me iban a delatar o me ayudarían.
Luego, uno de ellos me hizo una mirada de “está bien, te entiendo”. Escuché la puerta de mi casa abrirse. “Buenas noches”, gruñeron los policías. Me puse muy nerviosa, ¿qué estaba pasando allá arriba? Ahora sí tenía la soga al cuello. Me dolió imaginar que esos tres tombos me podían arrebatar todo, la oportunidad de ver crecer a mi familia, mis amigos, a mi país… a mí misma.
Pude respirar otra vez cuando vi bajar a mi mamá y reunirse conmigo. En ese momento no hacía más que llorar en silencio. Mi mamá me susurró, angustiada: “tranquila amor, tranquila”. Me dijo que recogiera mis cosas y saliera delante de ella para irnos lejos de allí.

Los vecinos le dijeron a mi madre que los policías que preguntaban por mí no sabían mi nombre, pero sí cómo me veía. Les explicaron que querían brindarme “apoyo y seguridad”, pero la gente del barrio sabía muy bien que a alguien que se encapucha y tira piedra no lo buscan para darle tales cosas. Hacían rondas por mi sector todo el tiempo e interrogaban a mis vecinos sobre la chica de la pañoleta roja.
Después del incidente no regresé. En el punto de concentración también me buscaron, pero nadie me conocía porque usábamos apodos para llamarnos entre nosotros; yo era ‘guerrera’. Mi familia quiso que me fuera de Cali por mi seguridad. Yo no me quise ir a ningún lado. Me tocó alejarme del paro y del punto de la Portada, lo que me hacía sentir impotente por no poder hacer nada. Estaba enjaulada, neutralizada. No dejaba de pensar que había abandonado mi responsabilidad en la primera línea, y por eso la culpa no me dejaba vivir: ¿cómo iba a descansar sabiendo que afuera mataban a mis compañeros?
Mi exilio duró un mes, en el que lloré y padecí bastante. Me fui lejos de casa. Con el paso de los días la indignación me corroía al verme doblegada y escondida como una delincuente, cuando yo sólo me había defendido de los abusos y ataques desproporcionados de los sicarios de la fuerza pública.
Tuve que sanar ese desdén hacia mí misma, la culpa de haber huido. Durante mi aislamiento pensé hasta dónde me había llevado toda esa violencia incomprensible e injusta. Sentí que puse en riesgo la vida de mi madre, mi familia, mis amigos. También le falté a la gente que se paró firme junto a mí, con quienes lloré hasta tener los ojos rojos, los pies ampollados de tanto andar y el pecho abierto de las angustias vividas.
Estaba sepultada en un dilema personal muy complejo. Quería volver, lo necesitaba para resucitar, pero no sabía cómo. Después de tanta digna rabia, la valentía que tuve para combatir y los dolores que sufrí, supe que yo no iba allí, que ahora mi lucha tenía que ser diferente. No podía seguir enredada en una red de ira, tristeza e indignación. Ya no me bastaba responder con piedra cuando de defenderme se trataba, romper todo se me quedó corto. Necesitaba encontrar otras maneras igual de contundentes para seguir resistiendo.
Cambié mis rocas y las molotov por mi voz y mi cuerpo. El arte fue mi tercer día, así pude emerger de nuevo. El teatro se convirtió en mi consuelo y ahí hallé mi lugar. Adapté un monólogo de Bodas de Sangre encarnando el personaje de la madre y a principios de junio tomé la valentía para regresar.
Bajé con la cara pintada y con el corazón sangrante en la mano.
Bajé como una madre adolorida porque están matando a sus hijos, padres y hermanos. Bajé con un fuerte espíritu, como el de alguien que nace de nuevo.
Bajé para luchar con lo que soy, pues sé que nunca dejé ni dejaré de ser la guerrera de ese rojo pañuelo.
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