Manfred caminaba afanado para llegar pronto a su casa. Iba con el rosto a gachas pero mirando sigilosamente de reojo a su alrededor, ya no se podía andar por ahí tranquilamente. Desde 1933 la vida de Manfred y la de su familia había cambiado radicalmente.
Por: Ángela María Trejos Collazos
Estaba ansioso de llegar, era día de pago y en sus bolsillos ya había algo de dinero para su casa; cuando llegó, se encontró con La Gestapo, la fuerza policial política de Alemania. Lo recibieron a golpes y se lo llevaron a Frankfurt junto a 1000 judíos más. En la estación de ésta ciudad los agruparon y los dejaron al cuidado de un grupo de Dobermans que prestaban guardia con recelo y les mostraban los colmillos blancos y cortantes a cada insignificante movimiento.
“…sin policías, pero unos perros nos vigilaban, nadie se movía del miedo”
Todos iban camino a Sachsenhausen, un campo de concentración a media hora de Berlín. Lo primero que vieron fue una especie de casa muy grande de fachada blanca, portón ancho y barrotes, unas cuantas ventanas a los costados, dos puertas más pequeñas a cada lado y un reloj en lo más alto del techo. Eran las mismísimas puertas del infierno, abiertas y con demonios de quepis negro y guantes de cuero rondando en cada esquina.
Así se inició la dantesca experiencia de Manfred. La bienvenida al averno venía acompañada de garrote puro y como obsequio su uniforme de franela rayado azul y gris, para combinar a la perfección con las celdas. Aquel jueves de febrero de 1938, Manfred Eckstein, a sus 19 años, fue despojado de su identidad, ahora clasificado con el color amarillo, como todos los judíos, y marcado con una estrella de 6 puntas, símbolo de su “pecado” para los nazis.
Kesselbach era un pequeño pueblo de Alemania, ubicado en la región de Hessen. En él habitaban 80 familias de comerciantes y agricultores judíos, entre ellas la familia Eckstein. Leopold y Minna vivían con sus 5 hijos en la Calle 12. Mientras Leopold trabajaba en el campo cultivando, Minna se encargaba de Hermann, Ludwig, Sidonie, única hija mujer, Manfred y Norbert.
Temprano en la mañana llegaba el desayuno, un café negro, tan amargo como ese lugar y una pieza de pan tan oscura como el café. Después de recibir el soplo de vida que proporcionaba el desayuno, Manfred debía salir a trabajar la tierra y a recibir de nuevo la porción de maltrato y golpes a la que tenía derecho y parecía no acabar nunca. Muchos no lo soportaron, enloquecían bajo el yugo asfixiante de sus guardianes, bajo bofetadas y burlas, bajo escupitajos y patadas en el trasero. Muchos optaron por abrazar las cercas eléctricas y morir instantáneamente con cientos de voltios carbonizándolos por dentro; era preferible morir a seguir viviendo en aquel infierno. Llegado el medio día recibían un plato de sopa insípida, servido y entregado con desprecio. ¿Cómo era posible no morir envenenado por la maldad, los insultos, las humillaciones y los malos sentimientos con que venía preparado aquel almuerzo? Sólo Manfred lo sabe. Después de todo un día de trabajos forzados y malos tratos, el mismo café amargo y el pan oscuro con el que iniciaba el día, lo despedía del mismo; a las 7 de la noche, absurdamente debían conciliar el sueño o por lo menos guardar silencio hasta que los rayos del sol entraran de nuevo por las rendijas de los barracones.
“Para levantarse a media noche no podía levantar la cabeza, porque le veían. Si usted alzaba la cabeza y salía fuera de la ventana ahí mismo lo mataban”
A las ya mil desgracias que Manfred soportaba en Sachsenhausen, se le sumaba lidiar contra el frío asesino del invierno. Aquel traje rayado de franela no servía de nada, era como estar desnudo, desnudo y solo. Al igual que Manfred, sus padres, hermanos, tíos y primos, se encontraban en distintos campos de concentración soportando torturas iguales o peores a las que él soportaba en ese momento, aguantando los latigazos del invierno que quemaban la piel, desayunando la misma amargura que él o quizá sin que les dieran de comer. Era un sufrimiento casi insoportable, una desesperación silenciosa que lo enloquecía día a día. Tal y como él lo sentía, sus familiares iban muriendo uno por uno; su tío fue amarrado y asesinado a pedradas por La Gestapo en alguno de los campos de concentración.

El invierno también se llevó a muchos que no lo soportaron. En el mismo barracón donde se encontraba Manfred, había una pareja de esposos con las manos tiesas y moradas, el frío les provocaba dolores insoportables y se les dificultaba trabajar. “…fueron a la enfermería, pero yo sabía que ahí enfermos no habían. ¿Sabe qué remedio les hicieron?, les cortaron las manos”.
Febrero, marzo, abril y aún seguía con vida, resistiendo los horrores del campo, el hambre era insoportable, Manfred lo recuerda con los ojos fijos y algo húmedos, “murió un compañero y lo escondimos dos días para que nos dieran el almuerzo de él, después por el olor ya se dieron cuenta”. Es imposible recordar un día en el que no le dieran palo, sin poder quejarse de dolor o de furia, un insignificante quejido y le hubieran dado muerte sin chistar, Manfred sufrió en silencio todo y hoy a sus 90 años no ha podido dejar de guardar en silencio sus dolencias y enfermedades, quizá porque nada podrá superar el dolor que vivió en su Alemania natal.
En su mente hoy, 71 años después, recuerda claramente cómo asesinaron a uno de sus compañeros, uno de los tantos que vio morir en los 6 meses que estuvo en Sachsenhausen. En este campo de concentración fueron asesinadas cerca de 100.000 personas a golpes, a bala, de hambre y quién sabe bajo cuántos métodos más.
“Un día por la mañana nos hicieron levantar temprano, llegó un oficial y preguntó a un preso el nombre, vio que era judío, se quitó los guantes y con él le pegó como 50 veces en la cara, hasta que él se enloqueció, lo atacó y ahí mismo lo mató”.
Su padre se sentía cada vez más débil, estaba próximo a cumplir 63 y el sufrimiento no lo dejaría vivir mucho, pero sabía que hasta que el último de sus suspiros se extinguiera debía darlo todo para proteger a sus hijos. Se contactó en cuanto pudo con un gran amigo. El cónsul de Colombia residente en Frankfurt se encargó del papeleo y en unos cuantos días llegó al campo la orden de salida para Manfred y los papeles necesarios para viajar a Colombia.
Finales de julio de 1938, a las afueras de Oranienburgo, Campo de concentración Sachsenhausen, Alemania.
Era un día como todos, igual de agrio y desagradable, estaban todos amontonados en el barracón esperando para salir a trabajar, cuando oyeron un grito, de esos de acento aterrador, petrificante, ¡Manfred Eckstein! Nadie se movía, todos ya sabían de que se trataba cuando los llamaban de esa manera; Manfred ni siquiera parpadeó, el tiempo se había detenido unos cuantos segundos, hasta que recibió una patada en el trasero que lo puso enfrente del guardia. Muévase, tiene que firmar unos papeles, le dijo con desprecio mientras lo empujaba con rabia por los pasillos. Firme aquí, le indicó otro guardia con peor odio que el anterior. En el mismo silencio en el que estuvo 6 meses, firmó sin chistar afirmando que había recibido el mejor de los tratos, que había dormido en camas tan cómodas como las de un hotel cinco estrellas y que había comido en buffet. Tiene 3 días para abandonar Alemania.
Manfred se despidió de los familiares que pudo y se embarcó en el puerto de Bremen camino a Colombia, junto con 5.000 cajas de dinamita que iban rumbo a Chile. Las puertas del infierno se habían abierto nuevamente, pero en esta ocasión para salir; su padre le había obsequiado el milagro de vivir por segunda vez.
Leopold murió el 26 de septiembre de 1940, según informes oficiales, de muerte natural en Frankfurt, aunque existen muchas dudas acerca de ésta versión. Sidonie obtuvo los papeles para salir de Alemania al igual que sus cuatro hermanos, pero decidió quedarse junto a sus padres; murió de hambre a los 24 años, junto con su madre, Minna, en un campo de concentración, presumiblemente el 11 de junio de 1942, pero el parte oficial de la muerte de las dos mujeres es del 8 de mayo de 1945. Hermann emigró a Baltimore, Ludwig viajó rumbo a Nueva York y Norbert fue a parar a la Bahía de Haifa en Israel.
“Después del año 41 ya no dejaron salir la gente, si usted tenía papeles o pasaporte para irse ya no lo dejaban salir, lo mataban“. Sus lágrimas no se hicieron esperar, su mirada empezó a tornarse perdida y el recuerdo de sus padres y de su hermana Sidonie volvió como un relámpago.
Manfred Eckstein inició su travesía marítima hacia Suramérica. Vivió cuatro semanas en aquel barco y durante tres de ellas vomitó sin parar. A su tez blanca y europea se le sumó la palidez del mareo permanente, lo que dio como resultado un tono que variaba entre blanco traslúcido y blanco verdoso, y ni hablar de la incómoda revoltura estomacal. El barco navegó sin parar en puertos; por la peligrosa carga que llevaba nadie se atrevía a retenerlo, a revisar con detenimiento papeles y permisos. Transcurridas tres semanas de viaje, la embarcación llegó a costas colombianas, pero antes de arribar a puerto el capitán recibió una advertencia de peligro, Colombia se encontraba en Guerra.
Parecía ser que aún no lograba dar con algo de buena suerte después de tantas desagracias, ¿acaso nunca lograría encontrar de nuevo la tranquilidad?, ¿tendría alguna clase de maleficio?, ¿qué había hecho mal en su vida? Al parecer, la guerra le seguía los pasos. El barco tomó rumbo a Brasil y se detuvieron allí por tres días. En el tercero de espera, el capitán recibió la orden de regresar a Colombia pues las condiciones de seguridad habían mejorado. Después de un mes Manfred puso los pies en tierra en el puerto de Buenaventura. Ahí lo esperaba alguien de su mismo origen y que hablaba su mismo idioma. “Allá en Buenaventura me esperaba un paisano, conocía a mi papá, a mi mamá, su hermana era vecina de nosotros en el pueblo”. Estuvieron un par de días en Buenaventura y cogieron carretera hacia la capital de Valle del Cauca.

11 de Septiembre de 1938, Cali, Colombia
El primer lugar que conoció y en el que vivió por tres meses fue una pequeña casita en el barrio El Peñón, ahí vivían su “paisano” y la esposa. El ambiente de aquella casa no era el más tranquilo de todos, su amigo vivía peleándose con la mujer. Para alguien que viene de recibir todo tipo de maltrato durante seis meses, no era el mejor lugar para vivir. Para aquel compatriota hoy guarda una inmensa gratitud que no le permite revelar su nombre, pues según Manfred, sería injusto dañar la reputación de ese amigo que lo acogió en un país nuevo y una ciudad desconocida para él.
Una casa en la calle 13 con carrera 11 fue su segundo hogar. Ahí sintió de nuevo afecto y cariño, consiguió amigos y palabra a palabra fue acogiendo al español como su nuevo idioma. Para abril de 1939 ya lograba entenderse un poco con la gente, dominaba algunas palabras necesarias para sobrevivir y rebuscarse la forma de trabajar. “imagínese que para ir a almorzar, llegaba a un restaurante y a punta de señas pedía el almuerzo (risas). Pero era bueno, almorzaba en un restaurante de Italia, valía 20 centavos, pero alcanzaba para dos personas y era buen almuerzo”. Recuerda con una sonrisa en su rostro.
Pasaron dos años y ya hablaba español perfectamente, había agregado a su nuevo vocabulario palabras propias de la jerga local y andaba de arriba a abajo por las calles del centro de Cali como si hubiera vivido allí toda la vida. Consiguió un empleo en una fábrica de carteras de otro “paisano” con el que se topó en la ciudad, a los seis meses la empresa quebró y debió empezar de nuevo a “rebuscarse” la comida, pero esta vez la suerte caminaba de su lado. No transcurrieron muchos días hasta que la fábrica El Rey, ubicada en la calle 13, abrió sus puertas para brindarle una nueva oportunidad de empleo. Ahí conoció a Samuel Kichner, un polaco de buenas costumbres y hombre justo con sus empleados. Trabajó con él durante un año y medio y aprendió a moverse con mayor agilidad en el mundo del comercio.
En esta buena racha conoció a David Ospina, un amigo y socio de toda la vida. “No sé si vive todavía, voy a tener que llamarlo (risas), con él trabajé 60 años, andando de arriba abajo, vendiendo una cosa y la otra”.Manfred se convirtió en uno de los mejores comerciantes del centro de la ciudad, respetado y apreciado por sus “colegas”.
En 1962, entre visita y visita a los locales de la calle trece con carrera octava, encontró un día que la cacharrería La Estrella tenía una nueva vendedora. Una mujer muy joven, de estatura baja y cabello largo; su nombre era Mariela y acababa de llegar a la ciudad huyendo de la violencia de su pueblo. Esa sería entonces la conexión eterna que lo uniría a ella hasta el resto de sus días. “Eso es hasta chistoso, porque él no fue novio mío, no hubo ningún proceso, simplemente él huyendo y yo también, y prácticamente allí nos casamos”, explica Mariela entre risas y suspiros.
Transcurrieron un par de meses y Manfred y Mariela decidieron fijar fecha de matrimonio a pesar de los malos pronósticos que tenía esta unión. La diferencia de edad era más que significativa, Manfred llegaba a sus 45 años, mientras Mariela apenas cumplía 18, “cómo se le ocurre mija que usted se va a casar con una persona tan mayor, eso no es fácil”, le repetía a Mariela su madre. Al problema de la edad se le sumaba la “tragedia” de unirse por el resto de su vida a un judío y peor: alemán. Así lo veía la devota y católica familia de Mariela. Manfred cargaba aún sobre sus hombros el peso de su origen y de su religión. Jorge Becerra, sacerdote y amigo de Mariela, se negó rotundamente a oficiar la ceremonia, “no, cómo se le ocurre que usted se va a casar con ese señor, yo por mi parte no la caso, prefiero que se vaya a vivir con cualquier otra persona pero no con él”.
Ninguno de los dos se rindió ante las dificultades y decidieron buscar a un sacerdote que aceptara darles su bendición. Rafael Álvarez accedió a casarlos pero con una condición: “ustedes tienen que seguir un proceso, él tiene que hacer un curso para que se dé cuenta de la responsabilidades, de lo que puede hacer y no puede hacer, porque no puede estarle metiendo religión a usted, los hijos tienen que nacer dentro de la religión católica y ser bautizados”. Manfred abandonó todas sus costumbres de judío, pero afirma recordar con exactitud cada una de las costumbres de su pueblo y de su antigua fe; sin embargo, considera que lo importante es creer en Dios y “el resto sobra”.
26 de Agosto de 1962, Avenida Roosevelt, Iglesia de San Vicente
Se acercaban las seis de la mañana, y los cuatro invitados al matrimonio habían llegado a la iglesia. La decoración era sorprendente, flores elegantes, alfombra roja, cintas y moños, todos se preguntaban de dónde habían sacado el dinero para semejantes lujos, pero la respuesta era tan simple como que la suerte aún caminaba de la mano de los dos. Aquel día se casaba también una joven pareja muy adinerada, “la gente que me acompañó me decía ‘cómo hiciste para arreglar esa iglesia, cuánto te costó’ y yo que me toteaba de la risa porque nos casamos a las seis de la mañana y ellos se casaban a las siete (risas), yo fui la que primero disfruté la iglesia”, recuerda la novia entre carcajadas profundas y con un brillo de diamante en la mirada. El matrimonio fue más bien desierto, sólo los acompañaron, dos compañeras de trabajo de Mariela, su hermano y la dueña de la casa donde vivía.

Después de varios años viviendo juntos, Mariela sintió la necesidad de tener una casita propia. Empezó a averiguar por unas casas que estaban vendiendo en el barrio La Rivera y con otro golpe de suerte logró separar la última con la ayuda de un viejo amigo. Los años de convivencia le habían enseñado que él vendía todo lo que llegaba a sus manos, por esta razón decidió poner la casa a su nombre. Una tarde cualquiera Mariela invitó a su esposo a conocer su nuevo hogar y no obtuvo una muy buena respuesta:
– ¿Y a qué vamos a ir? Acaso ¿quién va a vivir por allá?
– La gente de buen gusto vive allá.
– Pues yo no.
– Bueno, piense bien lo que me dijo.
Así lo recuerda ella, con sus mejillas algo coloradas por la risa. Al final Manfred accedió y se fueron a ver la casa. Tremenda sorpresa se llevó al darse cuenta que a Mariela ya la conocían en el barrio y los vecino le preguntaban intrigados la fecha del trasteo. Después de la visita, él se negó rotundamente a vivir allí, pero su esposa ya tenía las maletas hechas. “Resulta que empaqué los chécheres y dejé lo de él afuera, entonces, cuando él vio que la cosa era así fue el primero que echó la maleta”. Desde 1974 Manfred y Mariela siguieron su vida junto a su hija, en ese entonces de cinco años, en su casa propia y hoy son considerados fundadores del barrio.
En 1979 Manfred recibió la visita de su hermano Ludwig. Lo abrazó de nuevo después de 45 años y no volvió a verlo jamás. A la fecha Manfred es el único de sus hermanos y familiares que continúa con vida.
Desde el 26 de Agosto de 1962 nunca se separaron y al parecer sólo los dividirá la muerte. A la fecha son 47 años de tolerancia, recuerdos, alegrías y dificultades bien superadas. Tuvieron una hija que hoy tiene 40 años y tienen una nieta de 17.
La vejez y un sufrimiento grande le provocaron su primer infarto. En el 2003 Manfred fue llevado a la clínica Rafael Uribe Uribe con un fuerte dolor en el pecho. Mariela asegura que el viaje de su hija a Alemania afectó seriamente su salud y su estado de ánimo. La ausencia de ocho años de Ilse lo mantuvo en cama muchos meses. Después de su segundo infarto estuvo alrededor de cuatro meses hospitalizado y sin ninguna esperanza de vida. “El médico siempre me decía ‘mañana no lo veo porque no amanece’… pero él ha sido muy fuerte”, cuenta Mariela.
Han pasado 71 años desde que Manfred llegó a Cali, tuvo muchos amigos de parranda: “Yo me acuerdo con Luis Villafuerte… ¡tomamos trago! Hace mucho tiempo no tomo, pero yo tomé mucho aguardiente y me emborrachaba con Don Luis cada rato. Él tenía un carro y para manejar (borracho) se tapaba un ojo… tan raro (risas). Ese fue un tiempo bueno”.
Amigos con los que vibró viendo jugar al Deportivo Cali: “A Nelly la conocemos hace 46 años. Con ella cuando el Deportivo Cali fue campeón, andábamos tomando trago. Nos amanecíamos en la 15 andando detrás del Deportivo Cali”.
Amigos con los que sudó todos los días en el centro de la ciudad caminando y vendiendo lo que fuera, con los que aprendió a ser el mejor de los comerciantes: “Julio Náder. El sobrenombre de él era “pelaflaca” por lo flaco (risas). Para mí el mejor comerciante que ha tenido Cali”.
Caben perfectamente en los dedos de la mano los amigos que continúan con vida y él a sus 90 años recuerda con cariño e infinita gratitud y respeto. Manfred logró sobrevivir al infierno en su país y se encontró con el milagro de vivir en Colombia. Hace seis años sufre del corazón y en varias oportunidades los infartos no han podido acabar con él, su fortaleza es sorprendente, es una especie de Highlander destinado a vivir y recordar sus aventuras y desventuras.
Manfred Eckstein nació el 20 de noviembre de 1919 y el día de su muerte aún no se fija en esta historia. Sus ojos son de un azul profundo, reflejo de su vida y experiencias, su piel evidencia el paso por nueve décadas de la historia, y su sonrisa es tan limpia y transparente como una gota de agua. Es un ser de una amabilidad extraordinaria y un gran positivismo que durante 90 años lo ha ayudado a burlar a la muerte que hoy espera en cualquier momento y con resignación. “He vivido, no más”.
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