Las palmas y los árboles de la Calle Quinta se agitan con la brisa típica de las seis de la tarde. Tras el ventanal de un bus del MIO, se observa una pequeña parte de la ciudad inquieta que jadea tras el trajín de la hora pico. La noche cae sobre Cali, una ciudad que no duerme y arde. Sobre esa calle quinta de árboles y palmas, en uno de los barrios más antiguos de la ciudad, se levanta imponente el Hospital Universitario del Valle.
Pocas personas son consientes de qué pasa en sus entrañas y un número mucho menor conoce su historia. La prensa advierte acerca de las crisis financieras, de los problemas de su espacio público, de los buitres que husmean y cazan desde funerarias y ambulancias, de la remodelación y los avatares del servicio, pero éstos son solo trozos de un universo que es un espejo de la ciudad y su sociedad.
Por: Diane Palacios, Sergio Ordoñez, Maira Muñoz y Darly Cobo
Fotografías: David Moreno y David Ramírez
Licor, fútbol y rumba. ¡Boom! El Hospital
En Cali el tiempo se enrareció luego de la década de 1910, se tornó más veloz después de la instalación del primer teléfono, la luz eléctrica y la construcción del ferrocarril. Los terrenos baldíos fueron ocupados por centenares de personas que veían a la ciudad como la promesa de nuevas oportunidades; los caminos destapados que comunicaban cuatro barrios se convirtieron en calles que entrelazaban focos de población que invadían laderas y humedales. El mestizaje inundó la ciudad con fiesta, lujuria y magia. A pesar de la promesa progresista, la ciudad no olvidó el origen popular de los invasores, esos extraños provenientes de cualquier parte. Negros, indígenas, campesinos e incluso japoneses llegaron a la ciudad que pronto en su cálido clima acogió las pasiones de sus pueblos para volcarlas en la rumba y el fútbol. Por ello, la sociedad emergente de los años veinte le dio prioridad a la creación de la Licorera del Valle y a dos equipos que aún hoy despiertan la euforia del pueblo en un clásico entre escarlatas y verdiblancos disputado en el estadio, a pocos metros del hospital. El extraño movimiento industrial ocupó la mente de los caleños, llegó el cemento y la fábrica, el entretenimiento y el goce. Y a la par con su desarrollo, la ciudad solicitó la construcción de un manicomio.
Sólo hasta 1940 fue aprobada la construcción del Hospital Departamental, diecinueve años después de que la licorera iniciara labores. Pero por apatía o ambición, la ciudad se encogió de hombros y durante dieciséis años le dio largas a la obra, hasta que en la madrugada del 7 de agosto de 1956, Cali despertó en medio de su mayor tragedia y el absurdo olvido se hizo evidente. Siete camiones de las Fuerzas Armadas cargados de dinamita estallaron en el Batallón Codazzi. Ocho cuadras a la redonda desaparecieron tras la onda explosiva y fue esta catástrofe la que dio paso a la inauguración del Hospital, el cual abrió sus puertas a los miles de heridos para atenderlos en salas y habitaciones sin terminar, con el cemento aún visible en las paredes.
Un año después, anclada en la común apatía de la realidad que siempre encuentra escondite en la fiesta, la sociedad caleña vio nacer la Feria de Cali. La ciudad pagana nunca olvida darle prioridad a sus pasiones.
Hoy, muchos años después, el hospital irónicamente vive una situación similar, por cuarta vez su estructura es reconstruida y acoge a viejos y nuevos invasores entre paredes sin terminar, ventanas demolidas y grava esparcida; invasores que con pequeñas tragedias dan cuenta de la explosiva desigualdad que azota la ciudad y que se agolpan dentro y fuera del hospital.
34 Tintos pa´ la pieza
Afuera de la zona de urgencias las cortinas de los restaurantes, droguerías, funerarias y demás negocios cercanos se cierran; los puestos de laminado, frutas, raspados y minutos a celular son remplazados por los puestos de café y cigarrillos. Alrededor de veinte vendedores ambulantes ocupan el espacio público, lo inundan con gritos, carretas, canastas, letreros fluorescentes y parasoles multicolores, a pesar de que hace más de un año la Alcaldía ordenó su desalojo y en febrero del 2011, diez guardas cívicos acordonaron la zona mientras los vendedores desplazados resistían la embestida.
Rosa, una vendedora del sector, resistió al desplazamiento. Vive en un inquilinato en el barrio Obrero con su hijo de trece años, al cual deja al cuidado de la dueña del improvisado hogar, mientras ella trabaja en el hospital para ganarse “lo de pagar la piecita y la comida”. Cada tinto lo vende en quinientos pesos, la pieza le cuesta siete mil y en la comida se le van otros diez, por ello, como mínimo, debe vender treinta y cuatro tintos para solventar los gastos, sin contar lo que debe reinvertir en café, azúcar y vasos. La situación no es fácil pero ella le pone buena cara y en una sonrisa amplia deja ver su dentadura llena de caries y restauraciones doradas. Los vendedores y sus historias de supervivencia sobre las aceras son sólo una pincelada en el enorme cuadro de la fachada del hospital, más arriba en la plazoleta de espera, los amigos y familiares de los pacientes cobran protagonismo en circunstancias un tanto diferentes.

Pandilleros de carne y hueso, pandilleros por adrenalina
La iluminación en la plazoleta se reduce a una tenue luz que por tiempos ilumina y opaca los rostros de los presentes. A las once y cinco de la noche, mientras varios acompañantes esperan sobre las gradas o duermen sobre un duro y frío adoquín, el silencio es interrumpido por los murmullos cada vez más fuertes que cruzan las rejas de la entrada de urgencias. Una pareja sale del hospital y la mujer, con voz fuerte exclama:
-¡Jhon Jairo está muerto!
El hombre y la mujer caen de rodillas, ella se hace diminuta envolviéndose en su propio cuerpo y acusa con rabia: ¡Nos mataron a Jhon! ¡Nos lo mataron los del siete en el nueve! Él, su compañero de duelo, la sacude por los hombros mientras niega a gritos la pérdida de su hermano. Otro hombre sale del hospital y los convence de volver adentro dejando atrás a un niño con no más de diez años al que parece no importarle nada de lo que ocurre.
Horas atrás, Jhon Jairo fue atacado con dos balazos en la cabeza, en uno de los sectores en que está divido Potrero Grande, un barrio en el oriente de Cali separado por fronteras invisibles trazadas por las pandillas. La agente del CTI encargada del caso explica que la división es común en esta zona de la ciudad.
Las estadísticas escupen cifras de consuelo mientras la violencia se expande por la ciudad como un virus rojo. El Limonar, ubicado al sur de la ciudad es un barrio habitado por familias acomodadas que ocupan casas y apartamentos en medio de múltiples zonas verdes. En ese barrio, ajeno en otro tiempo a la violencia de los sectores populares de la ciudad, se ha vivido un fenómeno que amenaza con desplazar la calma, cobrando las vidas de jóvenes del sector y barrios de su mismo estatus, quienes iniciaron sin motivo una guerra similar por territorio, igual o peor de la que se vive en el oriente.
Del fenómeno poco se habla. Las riñas aumentan, los heridos se convierten en muertos y la policía responde diciendo que la situación no es grave, que estos grupos de jóvenes no son pandillas sino un montón de muchachitos desorganizados en busca de atención y adrenalina. Pero la realidad es otra, estos grupos pueden resultar más peligrosos que las pandillas reconocidas como tal, pues carecen de códigos de lealtad y jerarquía que sí poseen estas últimas. Además la violencia desatada por sus integrantes no responde a necesidades de supervivencia o desorden social sino a un simple deseo de superioridad y una pérdida de sentido frente a la vida.
Así, mientras en el oriente los pandilleros de verdad se dan bala y los play se ponen citas para reñir en San Andrés o a las afueras de los Tiger Market, sobre la ciudad cae la lluvia, que espanta acompañantes, que lava culpas y se lleva a los caños la sangre.

Al interior del espejo
Sobre un vidrio resquebrajado en la portería del hospital, un montón de hojas descoloridas por el sol dictan las condiciones y reglas de ingreso al hospital: Todo paciente ingresa con un acompañante ¡NO INSISTA!, Acompañante portador de la boleta normal su visita es de 2:00 a 4:00 pm ¡NO INSISTA!, Cambios y salidas de familiares hasta las 10:00 pm ¡NO INSISTA! El agua se ha llevado la tinta de las advertencias y la insistencia de los acompañantes se ve reflejada en el destrozado cristal. El guarda de turno comenta que “son las mujeres las que rompieron el vidrio, ellas son las que más problemas dan”.
La bulla de las discusiones de la portería es remplazada en el interior de la sala de urgencias por los murmullos y las quejas de pacientes y familiares, médicos y enfermeras que conviven en un reducido espacio de azulejos blancos y paredes viejas. El hospital diariamente presenta un sobrecupo en esta área del 40 al 50%. El área que suman las habitaciones colectivas y los pasillos por días es desbordada por los heridos y sus familiares.
-Hoy algunos muchachos han encontrado donde sentarse, porque está flojo, hay días en los que las camillas y los enfermos llenan todo el pasillo y hasta le dan la vuelta. El guarda de turno mueve el dedo y marca el recorrido desde el fondo del pasillo hasta una salida del área de urgencias en un intento por dimensionar el problema. Se llama Jaime Yatacué y es oriundo del Cauca, no necesita decirlo. Es bajito, trigueño, calmadito y charlón. Su trabajo por lo general es sencillo, vigila que nadie no autorizado entre o salga del área de urgencias, pero siempre existe el riesgo de ser agredido por los visitantes o pacientes que quieren irse sin pagar. “Se quitan las manillas y no se sabe si es paciente o un particular”. La mayoría de quienes ingresan pertenecen a estratos bajos, muchas veces ni siquiera pueden pagar la consulta, mucho menos cubrir un tratamiento o los gastos de una hospitalización. Si a Jaime se le vuela un paciente la sanción va de acuerdo con el monto de la cuenta, no es lo mismo que se vaya un paciente que ha ingresado hace pocas horas a uno que esté hospitalizado varios días.
-¿Quiere saber a quién sí le toca complicado? A los del Inpec, a ellos se les vuela un preso o lo rematan y el problema que se les viene encima…usted ni se imagina.

De vacaciones en el hospital
Al fondo del pasillo, al lado de la unidad de trauma, sentados sobre una camilla, dos jóvenes del Inpec custodian un interno que ingresó hace cuatro días al hospital. En medio de una riña un compañero de patio lo apuñaló en el brazo derecho utilizando un cepillo de dientes.
La atención de uno de los custodios se divide entre las miradas fugaces que dirige hacia el interno y su play station portable. Durante las veinticuatro horas que dura su turno de guardia sus ojos se mueven rápidamente entre el individuo esposado a la camilla y la pequeña pantalla del PSP, en donde aparece como un jugador de fútbol, sus dedos al igual que sus ojos se deslizan velozmente y de forma mecánica oprimen cuatro teclas en diferentes combinaciones. De vez en cuando hace pausas para celebrar los goles que anota o para estirar las piernas y acompañar al interno al baño. La dinámica de su compañero es similar, pero para él la distracción no es el juego, sino una pelada con la que habla a través del chat de su smartphone. Parecen animales entrenados para cazar, al menor movimiento del preso, reaccionan, no pueden perder contacto visual.
Las causas de ingreso de los internos al hospital son en su mayoría por enfermedad general, los llevan cuando se complican los cuadros de diabetes, hipertensión o enfermedades de transmisión sexual y requieren un manejo especializado. “Otro interno se encuentra hospitalizado en el cuarto piso porque no ha podido defecar, a veces les han metido tantas puñaladas antes de entrar a la cárcel que presentan complicaciones en el sistema digestivo”. Pero nunca faltan los que ingresan heridos a causa de peleas o agresiones autoinflingidas. En su relato los dragonenates del INPEC aseguran que algunos presos se hieren a sí mismos o planean fallidos intentos de suicidio para alegar enfermedad mental y poder salir de la cárcel, pero en la mayoría de los casos el plan fracasa tras la evaluación psiquiátrica que como primera opción contempla las acciones de los reos como plan de escape. “Al final lo único que consiguen es pasar unos días de vacaciones en una camilla del hospital, usted no sabe de lo que son capaces de hacer por salir de allá”, concluye el guarda.
El interno reposa en una camilla en una posición bastante relajada, como si la camilla fuese una hamaca. Por el pasillo varias enfermeras conducen una camilla, el negro tendido sobre ella, pasará la noche en la unidad de trauma, cubierto con una tela gris y con siete sondas que entran y salen de su tórax, una por cada agujero que abrió una bala. En la misma habitación, en el extremo opuesto, un hombre acomoda la cabeza de una anciana sobre una almohada blanca y nueva. Las luces del cuarto de trauma se apagan.
Inteligencia vial ¡Úsala!
En el pasillo se le ve intranquilo, sentado en una camilla con un café en la mano interroga a una estudiante de medicina por la situación de la anciana. Heber cuenta que la anciana, su madre, fue trasladada desde Dagua en estado de inconciencia con múltiples heridas, luego de sufrir un accidente en la vía Cali-Buenaventura.
-Ella venía con mi hermana en un bus de la Coomoepal, regresaba a Cali luego de recuperarse de una cirugía en el ojo izquierdo. Dicen que estaba lloviendo mucho y había trancón y como siempre al conductor le entró el afán e intentó adelantar. Se dio de frente con otro carro, venía arriado, creo yo, porque del golpe se desprendió la puerta de la buseta y mi hermana salió disparada por ahí. Mi mamá no está tan grave y se la trajeron para acá, pero mi hermana si me preocupa, la tienen en la Valle del Lili.
Heber se distrae y mantiene despierto detallando el cuento de su vida. Su relato es interrumpido por los gritos desesperados de una joven en la recepción. Su abuelo, un anciano de sesenta años ingresó una hora antes en estado crítico luego de ser atropellado por dos adolescentes en la Avenida Ciudad de Cali. Le pasaron una cuatrimoto por encima a ochenta kilómetros por hora.

Es extraño que esta noche lleguen tantas víctimas de accidentes de tránsito. Por lo general son trasladadas a la Clínica Nuestra Señora del Rosario. En Cali levantar accidentados o caídos de balaceras se convirtió en negocio. Una gran déficit en el número de ambulancias sumado a las olas incontrolables de violencia y accidentes hicieron que a algunos se les ocurriera montar una línea de ambulancias pirata. Operan con un taxista retirado en el volante y un radio sintonizado en la frecuencia de la policía. Al menor anuncio de accidente o herido de bala encienden las sirenas y en cuestión de segundos están en el lugar, incluso mucho antes de que llegue la policía.
Un paramédico que descansa en la recepción afirma que Cali cuenta para una noche de fin de semana con siete de las quince ambulancias públicas, propiedad del municipio y un promedio de veinte entre privadas y piratas. Veintisiete ambulancias para atender muertes violentas, accidentes de tránsito y pacientes que por complicaciones generales requieren ser recogidos o trasladados en estos vehículos. Ante esta situación es claro por qué autoridades no toman medidas y las ambulancias piratas continúan en circulación, “abolirlas implicaría una inversión económica por parte del Estado que no sólo significa la compra de automóviles especializados, sino una dotación que cumpla con todos los requisitos que exige la Secretaría de Tránsito y la de Salud. El hueco es enorme y si no hay plata para sueros, mucho menos para esto”.
Por buscar los hombres
A la una y media de la mañana llega al hospital una patrulla de la policía, a regañadientes los agentes sacan a una mujer y la entregan a dos paramédicos. La mujer encargada de hacer el ingreso de los pacientes al hospital, reporta una posible sobredosis o envenenamiento. Una enfermera se lleva a la desarrapada mujer, habitante de la calle, hacia una sala de procedimientos menores y luego a rayos x. Pero no pasan más de diez minutos y la paciente sale cojeando en busca de la salida, con dificultad sube a una camilla y comienza a buscar bajo su blusa, hurga entre el sucio sostén y se queja:
-Vea madre, todo por buscar a los hombres. Ese hijueputa me levantó con la moto –. Luego de mucho buscar encuentra un billete de mil y varias monedas, respira profundo y sonríe. -¡Encontré mi plata! ¿Y la gorra? Se me perdió la gorra-.
Al fondo del pasillo la enfermera que la atendió le contesta enojada: allá está, la dejó en rayos x con el cuchillo, usted venía armada, vaya por ella, allá el policía se la entrega. Sin importarle la gorra ni el cuchillo, se baja de inmediato de la camilla, con sus harapos y su cojera se aleja rápidamente del hospital, a lo lejos se ve como un fenómeno de circo.
Pasadas las dos de la mañana un agente de tránsito llega con el papeleo del anciano atropellado por la cuatrimoto. La peli roja comienza a hablarle golpeado, él llena formularios, garabatea croquis, la mira, se le encoje de hombros y vuelve a los papeles. Ella persiste y pregunta ¿Y el Soat?, ¿Y quién va a pagar? ¡Me imagino que el par de pendejitas ya estarán en la cárcel! ¿Las pruebas de alcoholemia? Pero ellas también resultaron heridas y por motivos de seguridad se encuentran en la Clínica Rey David. El anciano sale de la unidad de reanimación completamente inmovilizado e inconsciente, tiene el cuerpo lleno de moretones y raspaduras, fracturas en brazos y piernas y en la cabeza le hace falta buena parte del cuero cabelludo. La joven deja de instigar al guarda y se va detrás de su abuelo hacia la unidad diagnóstica donde le practicarán un TAC. Ninguno de los vuelve a verse en el resto de la jornada.
Gloria dice que la noche se puso floja, se acomoda las gafas y repasa el balance hasta el momento: cuatro heridas por arma de fuego, tres heridas por arma cortopunzante y otras tres por arma cortocontundente, seis pacientes por caídas, ocho heridos en accidente de tránsito, un quemado pediátrico y seis eventos diferentes. En el transcurso de las ocho de la noche a las dos y media de la mañana ingresaron al hospital dieciocho casos violentos frente a seis con enfermedad general.

El sacrificio y el amor. Una historia de locura
Hace un par de horas el silencio ocupa la sala de urgencias y es cómplice del descanso que se toman muchos de los funcionarios del hospital. Gloria duerme apoyada sobre sus brazos en el escritorio de la recepción, pero su sueño es interrumpido por los gritos de una mujer que desde la puerta llama a su hija mientras el personal de seguridad le frena el paso. En el hospital la histeria no es un boleto de entrada y aunque su voz retumba en el pasillo, la hija que reclama no aparece. De repente, se calma y deja de gritar, habla con el vacío, habla con su “bebé” y le dice que se quiere ir con ella, que se la lleve. Un paramédico, por orden de Gloria, prepara una camilla con múltiples correas, pero la familia de la madre desconsolada se hace cargo de ella y se marchan. Casi desapercibida, oculta tras los gritos y las personas que atendieron el escándalo, una mujer de unos 60 años, de cabello blanco, piel trigueña y rostro cansado ingresa en compañía de su hijo, un hombre maduro que camina lento y desorientado. Él se sienta en la improvisada sala de espera y ella de pie en la recepción aguarda con calma que alguien la atienda.
¿Qué le pasó?, pregunta Olga, la recepcionista.
-Alvarito se tomó una botella de Tiner.
Él, entre tanto, murmura frases sin sentido. Alba, así se llama la señora, se sienta a su lado dispuesta a esperar el llamado del médico que puede demorar incluso más de cuarenta y cinco minutos. Durante ese tiempo hace lo de siempre, cada vez que por descuido Álvaro comete alguna imprudencia y tiene que ser llevado al hospital; le cuenta la historia al que tiene más cerca: Alvarito estudiaba sistemas en un instituto. Trabajaba en el día y en la noche se dedicaba a estudiar. Era de muy buen humor y llegaba siempre contento, pero todo cambió hace diez años, cuando una noche un vecino lo despertó con la noticia:- ¡Tu hermano acaba de tener un accidente! -Quedó durante varios minutos en shock y en toda esa noche no pudo volver a conciliar el sueño. Salió esa mañana como de costumbre a su trabajo con el rostro lleno de preocupación. Por la tarde, su jefe me llamó, lo vieron distraído en el trabajo y decaído. No quiso hablar con nadie y se fue sin pedir permiso para la calle. Dos horas después me llamaron otra vez, andaba caminando y hablando solo. Desde ese día mi Alvarito no volvió a ser el mismo. Alba Lucía lo llevó inmediatamente al hospital en donde le dijeron que el “susto” que recibió le había causado un daño irreversible en el sistema nervioso central y que el Álvaro que ella conocía no regresaría jamás. Desde ese momento ella dedica su vida a los cuidados de su hijo que regresó a la infancia. Renunció a su trabajo, a sus amistades, a todo, ya no puede dejarlo solo porque ingiere lo que encuentra. “Lo de hoy fue un descuido, se tomó una botella de thinner que dejé detrás de unas herramientas, pero es que él se mete en todo lado y busca”.
Álvaro, inconsciente de sus actos, la escucha atento y cuando ella termina la historia vuelve a su mundo y con sus ojos fijos en ella comienza una canción:
Jamás la lógica del mundo nos ha dividido
Ni el futuro tan incierto nos ha preocupado
Una vez los dos dijimos hay que separarse
Más decidimos las maletas antes de emprender el viaje
Tú, no podrás faltarme cuando falte todo a mi alrededor
Tú, aire que respiro en aquel paisaje donde vivo yo
Tu me das la fuerza que se necesita para no marchar
Tú me das amor
Alba evade la ironía de la escena, pero su silencio la hace más evidente. Abraza a su hijo y lo conduce hasta un consultorio.
Mientras la luz del día aparece sobre el pasillo algunas personas se marchan con los primeros rayos del sol. Cali se levanta con una realidad ineludible, la de la incertidumbre del diario vivir en cada uno de sus rincones. Los caleños, protagonistas que cambian de rostro sobre el mismo escenario, inician el día para enfrentar los mismos papeles y enrolarse en las mismas historias.

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