Tras el vidrio de la cabina, Frank y Diego están listos para grabar su canción. Tras el sonido de la pista Frank se mueve con soltura al ritmo de la música y canta frente al micrófono. Diego mueve sus brazos mientras rapea. Se equivocan, repiten, se ríen, disfrutan. Se ven felices. Tal vez algún día cantarán en un gran escenario y serán ovacionados por el público. Por lo pronto, al terminar la grabación volverán a cantar en los buses para sobrevivir.
Por: Kelly Sánchez
Tras el vidrio de la cabina, Frank y Diego están listos para grabar su canción. Tras el sonido de la pista Frank se mueve con soltura al ritmo de la música y canta frente al micrófono. Diego mueve sus brazos mientras rapea. Se equivocan, repiten, se ríen, disfrutan. Se ven felices. Tal vez algún día cantarán en un gran escenario y serán ovacionados por el público. Por lo pronto, al terminar la grabación volverán a cantar en los buses para sobrevivir.
—¿Querés correr con nosotros?
Antes de decir que sí, ya corremos en medio de los peatones que esperan la ruta del Mio en la estación de la Unidad Deportiva. Son las 10 de la mañana de un viernes caluroso. Suena la alarma de cierre de puertas y alcanzamos a entrar a un bus. Apenas se acomodan los últimos pasajeros, Frank y Diego sacan un bafle, encienden el micrófono y saludan sonrientes a su público. Algunos voltean la mirada, otros murmuran en tono desganado “más cantantes…”. En un trayecto completo de una ruta del Mio, pueden subirse hasta seis vendedores de dulces, de lapiceros, de cartillas, cantantes y hasta magos.
Una vez Frank empieza a cantar, acompañado de los ritmos que brotan de su parlante –algo así como un hip hop de la costa pacífica-, las miradas se enfocan en él. Frank es El Kirios; Tiene 28 años, es un moreno delgado, de cresta afro, luce un blazer oscuro.
Diego empieza a rapear. Es Jay Dreela; tiene 29 años, es alto, usa trenzas tropas, sus ojos pequeños y entrecerrados lo hacen parecer un ‘chico malo’.
Los observo y recuerdo la primera vez que los vi. Frank me sorprendió, usaba converse, jeans y blazer; blazer en una ciudad en que la temperatura puede subir a más de 35 °C bajo sombra; blazer para cantar en los buses en que suben otros cantantes de camisetas anchas y gorras estrafalarias. Se toman en serio como artistas.
Cuando Frank era niño se paraba frente a un espejo, usaba su cepillo como micrófono y cantaba las canciones de Big Boy y Vico C que escuchaba en su grabadora de casetes. Ahora, de pie en este bus, mueve sus brazos, cierra los ojos y canta con pasión una canción pegajosa que ambos compusieron. Saben que para hacerse notar deben hacer su propia apuesta.
Hace más de cinco años Frank hacía estampados y trabajaba como ayudante de construcción. Por un tiempo vendió dulces en buses hasta el día en que vio a una pareja de raperos cantando en una ruta. Pensó que también podía hacerlo. Al día siguiente tomó la grabadora de su papá y empezó a ganarse la vida cantando en los buses.

Llegamos a la estación Pampalinda, justo al frente de la Universidad Santiago de Cali. Jóvenes estudiantes entran y salen de la universidad, futuros profesionales. Es probable que ninguno de esos chicos tenga que trabajar en un bus para pagar sus estudios. Estudiar allí es más de lo que Diego y Frank podrían costearse.
Un joven con su parlante pretende subirse a la ruta de la que nos estamos bajando. Al ver a Frank y a Diego se detiene y no sube “¡tey quisiri, menor!” (take it easy) —le dice Frank al joven y se ríen—. El chico —le llaman albino por su piel despigmentada— sabe que no puede subirse al bus porque acaban de trabajar en él.
Mientras Frank vendía golosinas en los buses, Diego era vigilante de un edificio. Cuando renunció al trabajo, un amigo lo invitó a trabajar en los buses. Su primera vez solo frente al público de un bus fue un fracaso. Intentó saludar a los pasajeros, pero la voz no le salía. Lo intentó varias veces en otras rutas pero no lo lograba. Se quedó sentado casi media hora en una estación, como paralizado; el cuerpo le temblaba.
—De niño era introvertido, pero si uno quiere ser artista toca vencer esos miedos, pero siempre queda algo de esa timidez —dice Diego pensativo.
Hoy como casi todos los días, Diego se levantó a las 5:40 de la mañana, en su pequeña habitación alquilada en el barrio los Chorros. Salió de su casa a las 6:30 hacia una panadería cercana a la estación Caldas. Frank se levantó a las 5:30 en el barrio El Vallado. Se dirigió a la casa de su ex esposa en los Chorros para llevar al colegio a una de sus tres hijas a las 6:30. A las 7:00 Frank y Diego se encontraron en una panadería. Oraron antes de salir a trabajar. Para que su Dios los fortalezca contra los gestos despectivos con los que tienen que lidiar en los buses.
Es jueves a las 2 de la tarde, pleno sol en Cali. Diego y yo vamos en un alimentador del Mio. Esta vez no canta, solo está sentado a mi lado esperando a que lleguemos a nuestro destino. Nos dirigimos a un estudio de grabación; él y Frank grabarán hoy una de sus canciones.
Por las ventanas del bus entra el aire caliente, los pasajeros se abanican con lo que tienen a mano. Afuera el asfalto palidece bajo el sol.
El estudio de grabación queda cerca de la Avenida Circunvalar. Es una casa grande, el primer piso funciona como taller de costuras, en el segundo piso está el estudio. Entramos, es un cuarto pequeño, piso de madera y paredes con bloques revestidos de tela de colores y espuma para aislar el sonido. Allí nos espera Frank. También está Sammy, el productor, un hombre jovial de unos treinta y tantos años que usa gorra negra hacia atrás, es un costeño que ha neutralizado su acento en los más de diez años que lleva en Cali.
En la pantalla del computador hay una fila de tracks nombrados por instrumentos: marimba, percusiones, saxo, guitarra y piano.
A la estación Unidad Deportiva le llaman la oficina, tal vez por ser la más grande en la ruta que frecuentan los trabajadores de buses de la Calle Quinta y también un punto de encuentro. A nuestra llegada hay más de seis cantantes esperando rutas para subirse a trabajar, todos se ven jóvenes -entre 17 y 28 años-, algunos llevan terciado en el pecho un parlante, otros lo llevan guardado en sus maletines. Frank y Diego los saludan, todos se conocen. Respetan los turnos en orden de llegada, es una regla implícita. A veces la espera por el turno se hace larga.
Estaciona un E31, Diego mira al interior del bus, lo examina de lado a lado y lo deja pasar.
—No nos subimos en los buses con motor atrás porque suenan muy duro y nos opacan, no sonamos bien, nos escuchamos más como ruido —dice El Kirios recostado en una columna de la estación. No todos los cantantes que suben a los buses se fijan en esos detalles. A Jay Dreela y El Kirios les preocupa sonar bien.
Además de este detalle, los buses que abordan deben cumplir otras condiciones: no deben ir muy llenos, ni muy vacíos; no debe haber alguien trabajando en él; no puede ser una ruta que pare en todas las estaciones y si es una de esas la toman en una estación donde tengan tiempo de hacer su presentación sin que pare tantas veces. A veces puede pasar hasta una hora sin que puedan abordar una ruta.

Según las últimas cuentas del DANE en el 2016, Cali, después de seis años, dejó de tener la tasa de desempleo más alta entre las principales ciudades del país. Sin embargo, aunque la desocupación disminuyó, el trabajo informal subió un punto porcentual. En una población de más de dos millones quinientos mil habitantes, alrededor de seiscientos mil trabajadores informales —casi la cantidad de personas que toda la flota del Mio podría movilizar durante dos días—, entre artistas urbanos, vendedores ambulantes, empleadas de servicio doméstico, albañiles, recicladores, transportadores ilegales, prostitutas y hasta paseadores de perros, buscan la forma de sobrevivir el día a día.
Nos enrutamos en un E31 que viaja hacia el norte. A la velocidad que lleva el articulado, la ciudad se dibuja borrosa a través de los ventanales. Allá fuera cada quien se dedica a lo suyo, el ejecutivo que va para su trabajo, el malabarista del semáforo, los cortadores de césped, el empresario en su oficina. Mientras tanto aquí, dentro de estas paredes de lata, estos chicos soñadores desgastan sus voces intentando que los noten, que se interesen en ellos, que los consideren verdaderos artistas. Luchan por sobreponerse a la muchedumbre que engulle cada día el azulado animal metálico.
Cuando terminan, algunos pasajeros aplauden, una niña tararea el coro de la canción “somos latinos pa’que sepan, somos latinos pa’que aprendan”. Diego y Frank recogen monedas y billetes. Monedas de todas las denominaciones, billetes de mil y dos mil, los de cinco mil son escasos, alguna vez les dieron uno de cincuenta mil,
—El Jorge Isaacs del billete de cincuenta no más picó el ojo —, dice Frank giñando un ojo en una mueca graciosa y se carcajea.
Se acerca el medio día. Nos dirigimos hacia el sur al restaurante donde almuerzan todos los días. Es un espacio pequeño de paredes blancas, techo de tejas, mesas de manteles verdes y azules.
Diego se ha quedado en camisilla y en sus brazos descubiertos sobresalen varios tatuajes. El primero está en el brazo izquierdo, se lo hizo a sus 15 años, antes de saber cómo se escribía su seudónimo, por eso tiene escrito Jey Drila en lugar de Dreela. Un poco más arriba en el mismo brazo se tatuó notas musicales, aún sin mucha idea de pentagramas. También tiene la D de Diego en llamas. En el brazo derecho tiene la palabra Hip Hop en colores y otro tatuaje que más bien parece un error del tatuador.
Frank cuenta el dinero que han recogido. Separa las monedas en pequeñas torres por denominación.
—Todo lo pagamos con monedas, a veces la gente se enoja —dice Frank riéndose.
En otro lado acomoda los billetes arrugados. Luego separa el dinero en dos pequeñas bolsas transparentes. Diego y Frank se dividen el dinero en partes iguales. En promedio pueden ganar treinta mil pesos al día trabajando de 7 de la mañana a 12 del mediodía y de 5 de la tarde a 8 de la noche. Una vez en un día de diciembre cada uno se quedó con ciento cincuenta mil, pero también han llegado a irse a casa con diez mil pesos cada uno. Hace algún tiempo se propusieron ahorrar diez mil pesos diarios para la grabación de un álbum, pero las cuentas no dan. Cuando pueden ahorran veinte mil mensuales. A veces trabajan separados, las ganancias no alcanzan para los dos.
Diego enciende el bafle y me muestra algunas canciones que han grabado del álbum Esto está claro o no está claro en el que están trabajando. Suena muy bien. Grabar cada canción con Samy, un amigo productor, les cuesta doscientos mil pesos. Les falta grabar unas cinco canciones para tener listo su primer álbum. Por ahora ahorran para la octava canción.
En el estudio de grabación suena la pista de Rompiendo al bailar, la canción que El Kirios y Jay Dreela grabarán.
—Es un tema con los golpes del dance soul y comenzamos a agregarle marimba, congas, un bajo, tamboras africanas, algo del pacífico, un poquito de salsa y guitarra eléctrica.
Es una fusión con mucho sabor. Queremos tener nuestro sello propio —dice Diego con propiedad, explicándome el tipo de canción que están a punto de grabar. Es la octava canción de su álbum.
Jay Dreela y el Kirios cantan al ritmo de la pista para ajustar los últimos arreglos antes de entrar a la cabina de grabación.

En la estación Tequendama, Frank y Diego, saludan a un joven de baja estatura, lleva facturas de servicios en la mano —¿Y esta vez estás pidiendo para pagar los servicios o qué? —le dice Diego en tono dicharachero. El joven de los recibos no contesta, solo ríe y sube a un bus. Me cuentan que también suben a los buses muchos farsantes como el epiléptico que simula un ataque, los que cuentan historias trágicas de su vida, los que piden para completar el valor de un pasaje o un medicamento y nunca lo completan porque se les ve todos los días en las mismas.
—Hacemos lo que nos gusta mientras nos ganamos el día, pero no queremos trabajar siempre aquí, es como una etapa —dice Frank mientras nos bajamos de un bus—. Aquí muchos nos halagan por lo que hacemos pero otros no nos tratan bien. Nosotros nos pasamos a los policías, nos pasamos que no nos den monedas, pero lo más difícil son las personas que nos menosprecian, que nos miran con fastidio.
El Kirios calienta la voz en la cabina de grabación, se mueve de lado a lado y hace sonidos guturales. Dreela dice que Kirios tiene inflamadas las amígdalas y para cuidar la voz no fue a trabajar hoy.
Mientras Sammy continúa arreglando la pista, Diego propone poner esto aquí, aquello allá, darle volumen a tal instrumento…toma decisiones y propone, como todo un experto,
—Es empírico, es como cuando tú manejas moto y sabes cómo le suena todo, sabés cuando algo está mal porque aprendés a conocerlo, así es la música también —dice Diego. Frank continúa calentando, ha estado un poco callado, tal vez ansioso, acepta sin oponerse a las propuestas de Diego para la canción.
—Sammy, necesito que ese tema nos garantice un Grammy —Dice Diego sonriente mirando a Sammy.
—Por supuesto —contesta Sammy con una sonrisa.
Después de muchas idas y vueltas en las rutas del Mio, estamos en la terminal de Menga, la estación más grande del norte. Los pasillos se ven un poco solitarios. Diego y Frank llevan el bafle expuesto, no intentan disimular que son cantantes.
—Los vigilantes ya no cogen lucha con nosotros. Si nos quitan el parlante saben que igual vamos a volver porque este es nuestro medio de ganarnos la vida.
La Policía les ha decomisado tres bafles. Cada uno les cuesta ciento ochenta mil pesos. Si a Frank y a Diego solo les interesara recoger monedas, más que sonar bien, lo podrían hacer igual que muchos otros cantantes de buses, con un bafle pequeño, sin invertir más.
—No nos consideramos cantantes de buses. Trabajamos ahí porque es el medio por el que ahora nos toca ganarnos la vida, pero antes que eso somos artistas con la capacidad de escribir nuestras letras y hacer cosas que nos diferencien. Estamos tratando y vamos a salir de los buses. —dice Diego con tanta firmeza que me convence de que lo lograrán.
Son casi las 7 de la noche. El Kirios y Jay Dreela han terminado de grabar y Sammy tiene la canción lista. La escuchamos. Se oye como un éxito comercial que podría sonar en algunas estaciones musicales de Cali. Todos estamos contentos con el resultado.
Afuera ha oscurecido. Salimos. Frank le dice a Diego que se quedó sin plata, que le va a tocar irse a trabajar a esa hora. Dice que está cansado, que no quiere trabajar más en los buses, agacha la cabeza, se le nota pesaroso. Kirios pagó esta vez los doscientos mil que costó la grabación y se quedó sin un peso.
Esta noche El Kirios y Jay Dreela no llevan dinero en sus bolsillos, en remplazo llevan grabada la canción número ocho de su futuro álbum.

Glosario:
Blanquiado: Condición en que quedan después de no recibir monedas en los buses. Ej: “Me blanquié en este bus”.
Chirrete: Término desdeñoso para referirse al trabajo de los compañeros. Siempre se usa en tono de broma. Ej: “Todos estos son unos chirretes”
Dame arrastre (se usa también dame despegue o dame vida): Petición de ayuda. Cuando un cantante no tiene bafle para trabajar le pide a otro, que sí tenga, unírsele para cantar. Ej “dame arrastre que se me descargó el bafle”.
Pegao: Estado de pasar mucho tiempo sin poder subirse a trabajar a un bus. Ej: “Estamos pegaos hace más de media hora”
Perla negra: Bus con pocos pasajeros, casi vacío. Ej: “Allá viene un Perla Negra, en ese bus asustan”.
Quemao: Bus que acaban de trabajar. Ej: “Ese bus ya viene quemao”
Rayolear: Acción de abordar un bus tras otro, sin tener que esperar muchos turnos para abordar bus. Ej: “Andamos con buena suerte, rayoleando”.
Tey quirisi: pronunciación callejera de Take it easy (tómalo con calma). Ej. “Tey quirisi brother que ya le llega su turno”.
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