La armonía es esquiva en la mayoría de las familias, en algunas es una ausencia. Cuando en un hogar las dificultades prevalecen la balanza puede inclinarse hasta el maltrato. Sin embargo, las causas del problema pueden ocultarse en el pasado y es necesario mirar hacia atrás, escudriñar, entender; a eso se ha dedicado Belén durante estos tres años separada de su hija.
Por: Alejandra Gálvez
Era un sábado a las 9:00 am, llovía y nada indicaba la presencia de personas dentro de la casa. Esperé afuera durante 20 minutos con los brazos helados, sin renunciar a la idea de que Belén estaba allí y aún no había escuchado los golpes a la puerta. Decidí tocar un par de veces más, y mientras abría el paraguas para caminar de nuevo hacia la calle, por fin escuché pasos.
-Buenos días- me saludó una mujer alta, parecía joven.
-Buenos días, ¿se encuentra Belén?
-Mmm- titubeó un poco -¿para qué la necesita?-
-Me dijeron que ella es la cocinera de la fundación, y que podría comentarme algo sobre su vida, sobre una experiencia de maltrato
La mujer asintió con la cabeza.
–Sí, soy yo.

El horror es la noticia
Semanas antes un episodio de violencia infantil era primicia en noticieros y periódicos; se trataba de Sara Salazar, una niña de tres años que llegó a un hospital en Ibagué con un trauma cráneo encefálico severo, el brazo izquierdo fracturado, signos de violencia sexual, un dedo amputado y desnutrición. Su madre la había abandonado y dejado a cargo de su madrina, quien aseguró que el trauma en la cabeza era producto de una caída accidental. Ninguna de las dos mujeres pudo asistir al funeral, el pueblo las abucheó. En cambio, dos mil personas que desconocían a Sara hasta antes de su muerte, incluyendo representantes del gobierno de Armero Guayabal, en el Tolima, se encargaron del sepelio.
Durante los días siguientes rastreé todas las noticias sobre Sara, sin embargo, la información era siempre la misma: la madrina y su esposo ya habían sido capturados y se les imputaban cargos por homicidio, tortura y violación. La vida de la madre biológica, por su parte, podía resumirse en un relato de abandonos, nueve hijos dejados a su suerte entre familiares y exmaridos. Quizás ese impacto mediático me llevó a crear una idea simplista alrededor del maltrato infantil, una en la que existen padres o familiares maltratadores, y niños que son víctimas de sus abusos. Conocer de cerca la historia de Belén me ayudó a despojarme de esa visión tan radical.

Un lugar para estar a salvo
Belén y su hija llegaron a una fundación para niños en situación de riesgo, más por la urgencia de encontrar un lugar donde vivir que por cualquier otro motivo; la mujer había perdido su trabajo y debía tres meses de arriendo de una pieza en el barrio Marroquín. La fundación, donde lleva trabajando nueve años como cocinera, es una casa grande de tres pisos con fachada de ladrillo, llena de dibujos y papeles de colores en el interior. Al verlas por primera vez, Silvia Estrada, la directora del lugar, supo de inmediato que algo andaba mal. La niña, quien se distinguía entre las demás por ser más alta y corpulenta, se había encogido de hombros en las escaleras y no apartaba la mirada del suelo. Ningún juguete, ningún abrazo, ninguna palabra logró entrometerse en el aura solitario que había creado para sí; mucho menos le importó que los demás niños comenzaran a jugar, en ese momento Paula era inmutable. Belén, en cambio, asumía el comportamiento de su hija como las rabietas y excentricidades de una niña más rebelde de lo usual, otro de esos infructuosos berrinches que tenían lugar desde hacía varios meses. Sin embargo, su conducta no tardó en empeorar: al llegar a la fundación comenzó a soltar vulgaridades sin tapujos e intentaba empujar a otros niños por las escaleras. En varias ocasiones los profesores del colegio llamaron alarmados: “Hoy la niña intentó tocarle las partes íntimas a varios de sus compañeros, esperamos que desde casa ayuden a corregir esa conducta cuanto antes…”; aquella vez la ira de Belén fue incontenible. Colgó el teléfono y se fue a golpes con su hija.
El hombre frágil
La vida humana depende del amparo; un bebé puede sobrevivir sólo si alguien se encarga de alimentarlo y protegerlo. Por eso el abandono suele dejar raíces tan profundas, es un tipo de maltrato, el que cala más hondo en la psique y en el corazón. El acto en sí mismo, alejado de cualquier motivo, es la separación entre un ser indefenso y el encargado, por naturaleza y por ley, de preservar su existencia. Sus consecuencias suelen ser emocionales y permanentes. Ahora Belén lo reconoce, ella misma se ha encargado de atar cabos entre lo que sucedió con su madre y la relación con su hija; la mayoría de los padres agresores tienen una historia de maltrato. La negligencia también está ligada al abandono, aunque no implica una separación física, conlleva a la desatención y muchas veces al desamparo emocional. Las madres negligentes no agreden, evitan: La de Belén primero fue negligente y luego los abandonó; parece que una cosa llevara a la otra. Nada era más importante para la señora Carmen que el tabaco, la brujería y el tarot, con eso se ganaba la vida y entretanto daba de comer a sus tres hijos. La sensación de que no había nadie más acompañó a Belén desde sus primeros años. Cuando los niños apenas entraban en la adolescencia, Carmen los dejó a cargo de su abuela. Pero el cariño de la anciana ya no pudo con el alma acorazada de Belén; ella prefería permanecer aislada, se encerraba en su cuarto durante horas y en ese tiempo sus sentimientos hacían caldera. Una secuela frecuente del abandono es la incapacidad para regular las emociones.
Sinopsis de una vida
Belén tiene 40 años. Aunque es una mujer alta y robusta, su cuerpo no se mueve con aires de imponencia, al contrario, la veo flotar ingrávida como una niña, como si el pasado no le hiciera peso, o como si permaneciera ajena a la agobiante tarea de planear para el futuro; sin embargo, esas son impresiones, lo poco que puedo intuir de sus gestos infantiles: parpadea constantemente cuando habla, asiente con la cabeza una y otra vez mientras me escucha, y quiere demostrarme que cuento con toda su atención soltando un “sí señora” después de cada una de mis afirmaciones. Usa gafas de marco negro, sudaderas, camisas y tenis, y suele llevar un delantal florido durante el día. Cualquiera creería que asume la vida con la simpleza de un niño, pero lo cierto es que, en medio de nuestra conversación, me confiesa que no deja de meditar sobre su historia, y dice que necesita encontrar un nuevo rumbo.
Creció en un apartamento pequeño en el barrio Tequendama. Era la menor de tres hermanos, y la única mujer. No se consumió en una soledad terrible gracias a la compañía de su abuela Alma y de los libros; era apenas una niña cuando leyó Cien años de soledad encogida en un rincón de su habitación. También leyó Las aventuras de Tom Sawyer, La María, El alférez real; todos eran libros sin un destino fijo, libros que en medio de la suerte y el azar cayeron en las manos de su abuela sin pagar un solo peso, para que luego ella los pusiera en las manos de su nieta. Pronto sus hermanos se fueron de casa, se casaron y tuvieron hijos; mientras tanto, Belén seguía allí, cuidando de la anciana; aunque había terminado el colegio y estudiaba una carrera técnica en secretariado bilingüe, se sentía como suspendida en el tiempo, despojada de toda fe en el transcurso natural de los días. Tristemente, sólo la muerte de Alma pudo sacarla de ese estado; había llegado el momento de asumir la vida, con sus desafíos y desencantos, esa vida que se reparte entre los días para el olvido, los memorables, y algunos más inciertos. Hoy no sabe si olvidar o recordar aquella vez que quiso tomar un curso de máquina de coser, porque allí, en esa esquina en la que esperaba el bus después de la primera clase, Belén creyó conocer el amor.
Un episodio de zozobra
Quedar en embarazo sin haberlo deseado, cuidar de otro ser sin saber cuidar de uno mismo. Luego, el engaño, descubrir que el tipo es casado, dar la vuelta y alejarse, así no mas, sin reclamos ni demandas porque la vida ya es demasiado complicada como para perder tiempo y energía en eso. De repente, tener a un bebé respirando entre los pechos y no saber cómo actuar, no tener nada qué ofrecer. La única certeza es que hay que alimentarlo, trabajar por ende. Lo que sigue es dejarlo a cargo de alguien más y confiar en que, al volver en la noche con un tarro de leche y pañales en el bolso, todo estará bien.
Acercarse a la verdad
Silvia, la directora, una mujer de estatura baja y gestos dulces, llevaba años tratando con padres alcohólicos, drogadictos o desorientados que, en un último esfuerzo para que sus hijos no corrieran con la misma suerte, los entregaban al cuidado diario de la fundación. Sin embargo, nada de eso le sirvió para comprender el conflicto entre las recién llegadas. De Belén, sabía que el padre de su hija había sido una presencia fugaz y distante, y que a pesar del miedo no tardó mucho en asumirse como madre soltera. De la pequeña, sabía que creció en habitaciones arrendadas y casas ajenas en las que su madre trabajaba como aseadora; que era atenta y juiciosa en el colegio, pero que en cualquier momento perdía los estribos y su nota por conducta se iba a pique. Temía que en medio de una de sus furias le hiciera daño a otros niños y a ella misma. Silvia tenía razón en preocuparse, a los pocos meses de vivir allí, Paula se golpeó tantas veces contra la pared que su rabieta terminó en fractura.
Los trabajadores de la fundación fueron los primeros en dudar de la salud mental de la pequeña. ¿Era posible vivir tantos años junto a alguien con tremendos arrebatos sin sospechar nada? Tal vez Belén no quería hacerlo; algunas madres prefieren evitar, huir. El diagnóstico médico, además de una rotura en su clavícula, fue de trastorno crónico de esquizofrenia. La supuesta rebeldía absurda y pasajera que durante años habían reprimido a golpes, eran los síntomas de una enfermedad que distorsiona por completo las experiencias sensoriales. Era como si Paula siempre hubiera vivido en otra realidad.
Una práctica heredada
Pero Belén nunca supo que golpeaba a una persona enferma, en su cabeza reinaba el deber de “corregir” a una niña sana que se había obstinado en sacarla de casillas. Como tantos padres, generación tras generación, creía que los correazos lo iban a solucionar; no es sencillo despojarse de lo que han concebido como disciplina durante tantos siglos: discusiones que fluctúan entre golpes y madrazos, zapatos y correas amenazantes, regla en mano porque “la letra con sangre entra”. En el 2015 se reportaron ante el ICBF 10.435 casos de violencia intrafamiliar contra menores, lo que significa que, aunque sea ajeno para muchos, el maltrato infantil continúa latente, ocurre ahora mismo en cientos de lugares en todo el mundo; ocurre con frecuencia en esa Colombia remota y marginal, allí donde el desconocimiento de otras maneras de educar fortalece la tradición del castigo físico, o donde se respira violencia porque sí, porque los golpes hacen parte de la supervivencia; ambientes trágicos, desoladores, cuna de los casos que suelen aparecer en las noticias.

La distancia también cura
No viven juntas desde hace tres años; después del diagnóstico Paula fue trasladada a una fundación en Palmira. A las pocas semanas de su ausencia, Belén notó que sus días se hicieron más sencillos; aunque se dedicaba a la cocina desde las 5:00 am, le sobraba tiempo para leer, jugar con los niños, para pensar en Carmen, su mamá, en los años de silencio, y en la idea de buscarla. En las tardes suele hacer un ejercicio que aprendió durante la visita de una doctora a la fundación: consiste en acostarse con los brazos y las piernas extendidos, cerrar los ojos, pensar en algo agradable y respirar profundo, con ritmo; ¿en qué piensa Belén cuando se tumba en forma de estrella sobre el suelo? Casi siempre en el futuro, en el mejor futuro posible.
-¿Le gustaría vivir de nuevo con ella?
-Sí, claro, pero de manera diferente
Reconoce que fue excesiva con los golpes, y no se siente orgullosa de ello. Mientras tanto, ha comenzado a reconstruir el amor hacia Paula desde la distancia. Paradójicamente, sin la necesidad imperante de controlarla, pudo estudiar y comprender poco a poco el impacto de la esquizofrenia en la vida de su hija. Ahora, en una etapa de visitas restringidas, la llama casi todos los días y le habla con ternura, aunque la niña nunca rompa el silencio al otro lado de la línea.
***
Comentarios