Por Angie Serna.
“El oficio de los mayores” lo llaman los nietos que han tomado como herencia el amor por la labor. Recuerdan cuando les enseñaban a abrir el congolo, una red más pequeña y pesada que servía para practicar. No a tirarla: a lanzarla. Fuerza y fina precisión, dicen que se necesitaba para que se expandiera entera sobre el río Cauca. Cuando los peces se juntaban en las curvas del río, cerca a los bancos de arena, hombres, mujeres y niños hacían el lance de la atarraya, todos al tiempo.
Con los años el agua cambió. Cada vez más densa y sin oxígeno. O más bien poco: mucha ha sido la agresión por los tóxicos de los cultivos aledaños y las aguas negras que vienen de la ciudad. Después de la construcción de la represa Salvajina en 1985, el caudal del río bajó y los peces no volvieron. Años después los pescadores y sus familias fueron trasladados a una zona sin riesgo de inundación. Se fueron abrazados al recuerdo y al nuevo mañana. Porque la crisis no dio espera, el porvenir tampoco.
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