Por: Alexandra García
Un sonido similar al de un abejorro perturba mis oídos, pone mi piel de gallina y la ansiedad comienza a consumirme. De inmediato, quince agujas repletas de tinta perforan mi piel tan rápido que apenas puedo verlas. Hasta tres mil veces en un minuto logran entrar y salir dejando mi cuerpo marcado. Contengo la respiración con cada trazo, como si la contención disminuyera el dolor. A un milímetro de profundidad las agujas parecen hervir, siento que queman mi piel. El tatuado toma una toalla de papel y limpia el exceso de sangre y tinta. Me arde. Enciende la máquina nuevamente y vuelve a empezar. Tatuarse resulta una experiencia adictiva.
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